A media
mañana del 6 o 7 de julio de 1965, mientras nos encontrábamos en la oficina que
compartíamos en el ministerio de Agricultura, Augusto Velezmoro Álvarez y yo
fuimos abordados por un par de policías de civil para informarnos que el jefe
de la división de asuntos sociales de la Policía de Investigaciones del Perú,
PIP, quería conversar con nosotros para esclarecer un asunto. Cuando indicamos
que iríamos poco después, nos recalcaron que teníamos que acompañarlos. No
había razón para discutir: algunos periódicos habían informado sobre la marcha
de protesta contra el Baile de Debutantes en el Club Nacional, organizada por
la Juventud DC pocos días antes y nuestros rostros aparecían en primera fila en
las fotos que acompañaban las notas. (Ver crónica “El baile de debutantes” del 27 de noviembre de 2012)
En esa época era normal el trato respetuoso entre estos policías profesionales y los dirigentes o militantes políticos. Y esa vez no fue diferente, acrecentado quizá por ser nosotros integrantes de un partido de gobierno, el Demócrata Cristiano, así fuese considerado como el socio menor.
DETENIDOS
EN SAN QUINTÍN, DIRECTOR DE LA CARCELETA INCLUIDO
Llegados
al tercer piso del viejo local de la Prefectura de Lima, nos encontramos en la
zona para detenidos por asuntos políticos y sociales conocida como San Quintín.
Eran una serie de oficinas policiales, algunas de cuyas ventanas daban a una
azotea que servía como zona al aire libre que separaba esas dependencias de
unos cuartos pequeños que servían de dormitorios a los detenidos por varios
días. En alguna de las oficinas nos pidieron a ambos que esperáramos unos
minutos que estaban por llegar un par más de nuestros camaradas.
Alrededor
de mediodía apareció el buen Guillermo Miranda Chávarri, portador del bombo en
la mencionada marcha. Su detención había parecido una comedia de malos
entendidos. Ese día se habían iniciado las vacaciones que había solicitado por
unos diez días Carlos Valencia, director de la Carceleta Judicial, dependiente
de la dirección de prisiones del ministerio de Justicia, quien esa noche se
casaría por civil y un par de días después por lo religioso. Miranda a punto de
graduarse de abogado, trabajaba en la parte administrativa y quedó en reemplazo
de Valencia ya que el resto del personal era dos o tres de secretarias, un par
de amanuenses, algunos administrativos sin formación en asuntos legales y
varias decenas de carceleros que cubrían por turnos las 24 horas.
En el momento que un empleado le anunció a Miranda que la policía lo buscaba, éste indicó que lo
esperaran y siguió trabajando. Una media hora después le reiteraron el encargo
y la respuesta fue la misma. A la tercera vez que le dijeron que lo estaban
buscando, Guillermo mandó decirles que lo esperaran ya que se habían adelantado
para la coordinación. Ante tal respuesta, los dos policías ingresaron y
respetuosamente le preguntaron a qué coordinación se refería. ¿No son acaso de
la policía judicial con la que se coordina todos los mediodías?, replicó
extrañado. Los policías le señalaron que estaba equivocado y le indicaron que
tenía que acompañarlos porque el jefe de asuntos sociales de la PIP les había
ordenado que lo llevaran para conversar con él.
Cuando
Guillermo Miranda salió del sótano de Palacio de Justicia, donde aún hoy se
ubica la carceleta, nadie sospechaba que el director interino se iba detenido,
mientras que éste esperaba que el trámite en esa la dependencia de la PIP no
durara mucho, ya que no sólo tenía que regresar a terminar unos asuntos
pendientes en la oficina sino intervenir como testigo en el matrimonio de su
jefe y amigo.
Reunidos
los tres en una de las oficinas, nos pasamos el
tiempo conversando. No sólo éramos integrantes del mismo partido, sino amigos.
Augusto, abogado y dirigente juvenil DC en Trujillo, había sido convocado a
Lima a inicios del año anterior por Víctor Ganoza Plaza, agricultor y dirigente
DC norteño, cuando fue nombrado ministro de Agricultura para que fuera su
asesor. Después de la censura por el Parlamento el nuevo ministro, Javier Silva
Ruete, lo mantuvo en el grupo de asesores, equipo al que yo me había
incorporado sólo un mes antes. Con Guillermo habíamos iniciado nuestra amistad
cuando ingresamos a la Universidad Católica en 1959 y la mantuvimos siempre,
incluso viajé a Arequipa un par de años después del episodio que relato para
ser testigo de su matrimonio con Carmen Benavides.
Sabiendo
que la detención sería por unas horas y en el peor de los casos por no más de un
par de días, en esos momentos mientras conversaba con ambos pensaba que después
de todo era una suerte estar detenido junto a ellos dada la gran calidad humana
de ambos. Desde ese episodio creo que los asocié para siempre, no sólo porque tenían
en común la carrera de derecho y eran provincianos, trujillano Augusto y
cajamarquino Guillermo, sino porque ambos, por su sencillez, calidez en el
trato, por tener convicciones y no ambiciones políticas, eran y siguieron
siendo esencialmente personas buenas.
APURANDO
UNA DETENCIÓN SEGURA
Cuando
nos enteramos que el último de la lista era Carlitos Montero, a quien no habían
ubicado en su casa, conversamos brevemente entre nosotros y optamos por
decirles a los policías que lo podían ubicar en una oficina del municipio de
Lima, muy cerca de allí, en el Parque de la Exposición donde trabajaba por esos
días. Si lo iban a detener era mejor que lo hicieran igual que a nosotros -sin
roche se diría ahora- y no en su casa donde vivía con su madre y sus ocho
hermanos, seis de ellas mujeres.
Carlitos,
como hasta hoy lo llamo, era integrante de una extensa familia, varios de cuyos
miembros militaban en las filas de la Democracia Cristiana. Considerado un
activista, cuando con un grupo de muchachos barranquinos se integró a apoyar la
campaña electoral de 1962, comenzaba a tener habilidades de organizador que 25
años después las desarrollaría plenamente como presidente de la federación de
atletismo del Perú. Su experiencia en detenciones era por “mataperradas” de
muchachos que terminaban en un par de horas en la comisaría y sin duda se
sintió bastante extraño en condición de “detenido político”.
La
preocupación de la policía estaba no en la marcha, sino en el estallido de una
bomba mientras esa movilización se realizaba. Y nosotros efectivamente, hasta
hoy, nunca pudimos saber quién había lanzado el petardo que tanta conmoción
causó en el Baile de Debutantes. Hipótesis varias hubo en ese tiempo: según
unos, se trató de una persona vinculada a las guerrillas que de todas maneras
quería hacer sentir su presencia y que encontró la mejor oportunidad para
asustar al público mientras se realizaba la marcha, para otros se trató de un
policía al que se le escapó una bomba lacrimógena (¿?) y hasta algunos pensaron que podía tratarse de un despechado galán
que decidió malograr el baile porque la niña que le gustaba no lo escogió de
pareja.
Incluso
varios meses después algún militante partidario, unos quince o veinte años
mayor que yo, me dio a entender que él por propia iniciativa y sin contar con
apoyo de nadie, había lanzado el petardo. Pero casi inmediatamente me dijo que
quien lo hubiera hecho tendría que mantenerlo en secreto por muchos años, con
lo cual me dejó la duda. Sin embargo esa posibilidad no se nos cruzaba ni lejanamente
por la cabeza esa primera semana de julio en las instalaciones de San
Quintín...
RESPUESTAS
QUE NO ACLARABAN SINO CONFUNDÍAN
Pero en
todo caso, los policías trataban de encontrar en nosotros alguna pista, aunque
se daban cuenta que nosotros mismos estábamos despistados. Era claro, a eso de
la siete de la noche, que tendrían que dejarnos libres. Sin embargo, las
respuestas de Guillermo Miranda al interrogatorio lo alargaron, por razones que
sin dejar de ser hilarantes en esos momentos, sirvieron
para que algún joven subordinado tratase de hacer méritos.
- Sí señor.
- ¿Por qué?
- Porque hace tiempo que no lo hacía.
- ¿Desde cuándo?
- Desde el colegio.
- ¿Cómo qué desde el colegio?
- Es que era de la banda
- ¿QUÉ BANDA?
- La banda de música, pues
- BANDA DE MÚSICA LLEVANDO BOMBAS….
- Cómo se le ocurre, en la banda yo tocaba el bombo, el bombo, señor.
Y un buen rato después:
- ¿Usted llevaba el bombo?
- No señor.
- Cómo que no, hay pruebas que era usted quien llevaba el bombo.
- Le repito señor, nosotros nada tuvimos que ver con eso.
- CÓMO QUE NO, AQUÍ ESTÁN LAS FOTOGRAFÍAS
- Ah, usted se refiere al bombo…
Más allá
de su calidad humana, Guillermo Miranda tenía un defecto físico: era medio sordo
y su confusión con las palabras bombo y bomba nos costó pasar la noche en San
Quintín ya que el afanoso subordinado decidió tratar de encontrar
contradicciones en nuestras declaraciones. El joven policía se entretuvo en
volver a interrogarnos a los cuatro y en especial a Guillermo. El novel
investigador dejaba pasar una media hora o una hora y volvía a hacer las mismas
preguntas y recibir las mismas respuestas. Se demoró tanto en el interrogatorio
que cuando terminó, cerca de medianoche, no se encontraba ya en las oficinas de
Seguridad del Estado ninguno de sus superiores para que firmase la orden de
libertad.
A las 9
o 10 de la mañana del día siguiente, salimos de San Quintín y caminamos unos
ochenta metros más allá hasta la avenida Alfonso Ugarte donde se encontraba el
local del Partido Demócrata Cristiano. Ahí nos esperaban algunos militantes
que, mirando nuestras caras sin afeitar y ropa arrugada, nos brindaron palabras
de aliento y solidaridad, que se convirtieron en carcajadas al enterarse que la
mala noche, durmiendo incluso en bancas de madera, se había originado por los
deteriorados oídos de Guillermo que no podían distinguir entre bombo y bomba…
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