Entre
fines de mayo y fines de junio de 1978, en la etapa culminante de las
elecciones para la Asamblea Constituyente, el gobierno de Morales Bermúdez tomó
duras medidas contra los partidos de izquierda que participaban en ese proceso.
No sólo hubo detenciones sino también deportaciones y por cierto terminaron
desautorizándose los mítines y movilizaciones.
Por decisión de la Dirección Nacional del Partido Socialista Revolucionario, del cual era sub secretario general y por tanto candidato a ser deportado, yo era una de las personas que debía pasar a la clandestinidad en momentos como ese. Así lo hice durante cerca de seis semanas, luego de una apresurada primera noche en que, contraviniendo la indicación de no usar el mismo lugar dos dirigentes, compartimos escondite con Paco Moncloa en una casa, durante los siguientes días pasé por distintas viviendas en Pueblo Libre, Jesús María y Santa Beatriz.
Por decisión de la Dirección Nacional del Partido Socialista Revolucionario, del cual era sub secretario general y por tanto candidato a ser deportado, yo era una de las personas que debía pasar a la clandestinidad en momentos como ese. Así lo hice durante cerca de seis semanas, luego de una apresurada primera noche en que, contraviniendo la indicación de no usar el mismo lugar dos dirigentes, compartimos escondite con Paco Moncloa en una casa, durante los siguientes días pasé por distintas viviendas en Pueblo Libre, Jesús María y Santa Beatriz.
HAY QUE
COMBATIR EL ABURRIMIENTO
Cuando
uno se encuentra clandestino y se considera inconveniente molestar a los dueños
de la casa donde uno se aloja, los momentos “muertos” entre reunión y reunión,
que pueden ser de varias horas, resultan altamente aburridos. Había que
permanecer en cafés o dar vueltas sin rumbo conocido, pero siempre
manteniéndose en alerta ya que se podría encontrar con algún miembro de la
entonces PIP, Policía de Investigaciones del Perú, que lo tuviese a uno
identificado.
Una de
las actividades que solía hacer para pasar el tiempo era buscar sitios donde
tenía casi la seguridad de no encontrarme con nadie. Por ejemplo, una larga
caminata por algunos puntos de los Barrios Altos. Dejaba el Volkswagen cerca
del Mercado Central y me ponía a recorrer las tiendas de Mesa Redonda y el
jirón Ayacucho, un día. O Capón y el jirón Paruro, en el barrio chino, otro día
aprovechando para almorzar en algún chifa o disfrutar de las variantes de
pasteles chinos con té de alguno de los pocos establecimientos que tenían ese
servicio.
En otras
ocasiones, me dedicaba a “jironear”, es decir recorrer el Jirón de la Unión
entre la Plaza de Armas y la Plaza San Martín. Como en los últimos años de los
50 e inicios de los 60 en que dejé de vivir en el Rímac, o como a fines de los
60 e inicios de los 70 en que tenía mi casilla postal en el Correo Central. En
una Lima que en los últimos 25 años había crecido desmesuradamente, el paseo
era un verdadero espectáculo para mí. Podía contrastar esas cinco calles del
jirón en que se encontraban los comercios más exclusivos de Lima por el año 58
con el comercio ambulante desbordante del 78, o el calmado avance de caballeros
con terno y corbata mirando disimuladamente a las guapas oficinistas en 1960
con el apresurado paso de jóvenes con pantalones y camisas de colores chillones
en 1978. Parado en la esquina del jirón de la Unión con Emancipación, se podía
observar cómo había cambiado Lima.
En esa
esquina se había inaugurado 65 años antes el Palais Concert, confitería, café y
bar que se convirtió rápidamente en el centro de reunión de intelectuales,
incluso el prematuramente desaparecido escritor Abraham Valdelomar había dicho
en esa época "El Perú es Lima, Lima es el Jirón de la Unión, el Jirón de
la Unión es El Palais Concert y El Palais Concert, soy yo". En 1978 no
sólo no había más ya el afrancesado café sino en ese local habían tiendas de
todo tipo y en las afueras se vendían diversos tipo de viandas. Pero parado en
el jirón de la Unión, yo comprobaba que había algo que era absolutamente cierto
en las palabras de Valdelomar, aunque en su momento no fueron dichas con esa
intención: con la migración y, por tanto, la llegada de aires y costumbres
andinas a la capital, por fin Lima comenzaba a ser el Perú.
ME NEGUÉ A
RECONOCER A UN COMPAÑERO DE COLEGIO
Un día
me encontraba en la cuadra anterior a la Plaza San Martín dudando si entrar o
no a las galerías Boza, cuando escuché muy cerca una voz conocida: “Mi querido
flaco…” y antes que terminara de dar mi apellido le dije en voz baja a quien
había hablado: “Compadre, sigue, que no te conozco…”, mientras le hacía algún
guiño de advertencia. Mi inesperado interlocutor no dudó un minuto en seguir el
juego e hizo un gesto como de haberse confundido y siguió de largo. Era Néstor
Ezequiel Salinas Lizarzaburu, el “flaco Salinas” compañero de colegio,
integrante de la Promoción 1958 de la Gran Unidad Escolar Ricardo Palma, con
quien había compartido más de tres años las labores del radio periódico que él
dirigía todos los días, a media mañana durante los recreos. También habíamos
participado en radioteatros en Radio Miraflores –curiosamente en esa época él
alguna vez puso la voz del padre y yo la del hijo porque aun no tenía la voz
más bien gruesa que adquirí de adulto- y compartido el escenario en una obra,
dirigida por el aun hoy vigente hombre de teatro Ernesto Ráez. Incluso habíamos
estado en alguna directiva de la asociación de exalumnos de nuestro querido
colegio apenas dos años después de haber dejado las aulas.
Pasada
ya esa etapa de clandestinidad, meses después me encontré una vez más con el
flaco Salinas y nos tomamos un café y conversamos extensamente sobre los pocos
compañeros de colegio con los que nos veíamos de vez en cuando y sobre la
necesidad de comenzar a preparar la celebración de nuestras Bodas de Plata.
Aproveché para explicarle que meses atrás en nuestro encuentro en las galerías
Boza encontrándome clandestino preferí no conversar con nadie. No sólo por mi
seguridad, sino también por la suya. Aunque él tenía muy claro las razones por
las que yo no quería ser reconocido, recién se dio cuenta que si me estaban
siguiendo él podía ser visto como un nuevo contacto político mío. De todas
formas, a pesar que políticamente no teníamos mayor afinidad, me ofreció su
apoyo si volvía a tener momentos difíciles como los pasados en mayo y junio del
78. Al decírmelo comprendí que no se trataba de ninguna frase de compromiso
sino un sincero ofrecimiento de amigo, un gesto que valoré y agradecí. Luego de
conversar un rato más, al despedirnos le hice
un gesto negativo cuando metía una mano al bolsillo y pagué yo los cafés. Es lo
mínimo que puedo hacer después de haberle quitado la cara a un amigo, le dije
riéndome.
Años
después, en 1983, cuando nos reunimos por primera vez más de 30 integrantes de
mi promoción, justamente con ocasión de nuestras Bodas de Plata, Salinas se
encargó de contarle a todos mis aventuras políticas clandestinas, aunque las
“sazonó” con algunas cosas como que él había visto dos o tres PIP pisándome los
talones en las galerías, cosa que por cierto no había ocurrido pero servía para
hacer más interesante y ameno el recuerdo. Y creo que ya en los años finales
del siglo eran, en el relato del flaco, una media docena de policías los que
habían estado tras de mí en ocasión de nuestro fugaz encuentro en las galerías
Boza.
Hasta
que falleció en marzo del 2008, hubo varias ocasiones en que Néstor Ezequiel me
recordó el tema, pero lo que yo hasta ahora recuerdo son sus palabras espontáneas
y sinceras meses después de ese encuentro, cuando me dijo que no dudara en
acudir a buscar su apoyo cuando lo necesitara.
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