Era el
año 1993 y me encontraba en el local del hospital de enfermedades Neoplásicas
en Surquillo. Esperaba que terminara una intervención menor y ambulatoria a un
familiar. Como siempre me sucede en estos casos, alejaba el nerviosismo caminando de un lado a otro de los pasillos de
ese sanatorio, no sólo durante minutos sino quizás hasta por un par de horas. De
pronto vi una cara que me hizo retroceder más de cuarenta años...
Era Luis Sebastiani, uno de mis profesores en los ya lejanos años escolares. Lo había conocido cuando ingresé al cuarto de primaria en la Gran Unidad Escolar Tomás Marsano –que años después se denominaría Ricardo Palma- y me había enseñado el curso de castellano en secundaria. Lo recordaba algo grueso, cachetón y chaposo, y con bigote, lentes sin marcos y una expresión de bondad permanente.
No había
cambiado demasiado, lo reconocí con cierta facilidad. Me acerqué y le dije:
Profesor Sebastiani es un gusto verlo, mientras le extendía la mano.
Evidentemente, como sucede con la mayoría de los profesores, sabía que estaba
frente a un exalumno, pero siendo miles los estudiantes a los que les había
dictado clases no tenía idea de quien se trataba. Dónde le enseñé alcanzó a
decirme. En la Unidad Ricardo Palma le dije.
Mencionar
Ricardo Palma hizo que mostrara una gran sonrisa. Le alegró mucho, ya que
aunque seguramente había dado clases en distintos otros colegios era el Ricardo
Palma con el que se sentía más ligado. Incluso vivió en la residencia
magisterial al costado de la Unidad prácticamente durante toda su vida como
profesor.
Cuando
le dije mi nombre se emocionó al recordar a mi padre, cuyo nombre yo también
tengo y pasó varios minutos hablándome de él y cuánto ayudó con sus consejos a
todo un grupo de profesores jóvenes que iniciaron sus labores cuando se fundó
la Unidad. Se acordó de la afinidad que tenían por los cursos que ambos enseñaban
y de la forma fraterna con la que siempre lo había tratado.
Pasamos
por lo menos un cuarto de hora conversando de los años de esplendor de la
Unidad Tomás Marsano y de su cambio al emblemático nombre de Ricardo Palma y
también recordando a varios de sus colegas ya desaparecidos, sin saber que en
muy pocos años él también fallecería.
Hablaba
con la tranquilidad de quien sabía que su vida había sido útil, que había
servido para la formación de miles de sus alumnos, la mayoría de los cuales lo
recordaban con respeto y cariño. También con la añoranza por tiempos pasados en
los que la sociedad tenía mayor consideración con los profesores. Antes si uno
corregía a un alumno, me explicaba, los padres les decían a los hijos qué
habrás hecho. Hoy si eso sucede, se presentan para reclamar por qué uno le ha
llamado la atención a los hijos.
Ninguna
mención y menos queja sobre su situación económica. Como mi padre, don Luis Sebastiani
sabía que había escogido una carrera que no retribuía con beneficios materiales
y vivía seguramente con austeridad, pero si tenía limitaciones económicas, las llevaba con absoluta dignidad.
Al
despedirnos me dijo afectuosamente tratándome como si siguiera siendo su
alumno: Alfredito, no tienes idea del gusto que he tenido de hablar con el hijo
del viejo Filomeno. Y yo le contesté sonriendo: Profesor cuando usted conoció
al viejo, él tenía un año menos de los que yo tengo ahora…
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