Estábamos reunidos
un buen número de integrantes de la promoción 1958 para conmemorar los sesenta
años de egresados de la Gran Unidad Escolar “Ricardo Palma”. Este tipo de
celebraciones no las hacemos en diciembre para no interferir con las fiestas
navideñas y de fin de año y, más bien, tratamos de organizarlas a inicios de
octubre coincidiendo con el Día de Ricardo Palma, el 6 de octubre, fecha de la
muerte del escritor. Los abrazos y las
risas al reencontrarnos no habían cesado y nos encontrábamos ya la mayoría
sentados con nuestras esposas en las mesas de un salón del Centro Aeronáutico
de la FAP, cuando apareció un invitado muy especial: Ernesto Ráez Mendiola, el
profesor de teatro que nos dirigió y guió a varios de nosotros en 1958.
Como no era la
primera vez que Ernesto acompañaba un reencuentro promocional varios se acercaron
a saludarlo, pero cuatro lo hicimos con especial cariño: Walter Chuquisengo
Martínez, Víctor Felipe De la Grecca Aguirre, César Carmelino Herrera y yo.
Fuimos actores en “Juan soldado” la primera obra que puso en escena el recién
creado Club de Teatro del colegio. Como ya he contado en otra oportunidad fue una comedia de equivocaciones que nos dio oportunidad de presentarnos
ante un público joven tanto de nuestro colegio como de otros centros de
estudios de Lima. Seguramente estábamos tan nerviosos en esa nuestra primera
experiencia actoral, que no pudimos darnos cuenta lo nervioso que podía estar nuestro
aparentemente muy seguro profesor quien estaba viviendo su primera experiencia
docente.
UN VIAJE AL PASADO
La reunión fue el 5
de octubre de 2018, pero esa noche, en varios momentos, retrocedí sesenta años
y me sentí en un anochecer del segundo semestre de 1958, cuando integraba el
Club de Teatro. Aunque vestía terno y corbata sentía que tenía el uniforme
comando de los colegios nacionales de mediados del siglo pasado, es decir pantalón,
camisa y corbata beige. Me sabía algo más alto que los que me acompañaban, pero
estaba a punto de levantar la vista para conversar como si fuera muy bajo. Había
brindado con un pisco sour pero mi paladar recordaba una avena o “quaker” con
algo de leche. Me serví unas brochetas de
pollo pero recordaba el sabor de un pan con atún. Escuchaba mi gruesa voz pero
estaba preocupado en que me salieran palabras en tono demasiado agudo. Me
encontraba en un amplio salón de San Isidro pero trataba de encontrar los
ventanales del pabellón del segundo piso de la sección Industrial de la unidad
en Surquillo.
Aunque las clases
en el colegio terminaban a las seis de la tarde, los alumnos de último año
salíamos una hora antes. Se consideraba que ese tiempo extra podía servir para
“prepararse” a postular a la universidad, pero aunque ya había algunas
academias de preparación, la mayoría de mi promoción escolar estudiaba por su
cuenta o por grupos. Pero varios de nosotros aprovechamos esa hora para otras
actividades como preparar la excursión hasta Tacna y Arica que hicimos en las
vacaciones de Fiestas Patrias (ver
crónica “A paso de tortuga de Lima a Arica” del 16 de febrero de 2013) y participar en el novísimo
Club de Teatro.
Al salir de los
ensayos alrededor de las siete de la noche, nos dirigíamos a un kiosco que
estaba situado cerca de la entrada lateral del colegio y que estaba abierto
para atender a los alumnos de la sección nocturna. Allí nos servían jarros de “quaker”
acompañados de un par de panes con atún desmenuzado y cebolla picada. Los panes
eran grandes y el relleno más bien ralo, pero suficiente para calmar el hambre
adolescente de una decena de bisoños actores acompañados de un joven director.
Estoy seguro que nosotros no pagábamos el franciscano refrigerio, aunque no
recuerdo cuál oficina del colegio lo hacía, quizás la Oficina de Actividades
Educativas, encargada de coordinar las acciones de los distintos clubes que
integrábamos los alumnos.
UN
MAESTRO QUE DEJÓ HUELLA
A todos los que
integramos el pequeño grupo del Club de Teatro, esos meses de 1958 bajo la
dirección de Ráez nos marcó para siempre. Es que no sólo fue un director de escolares
aficionados al teatro, sino esencialmente un motivador (ver crónica “Todo un maestro de teatro a los 22 años” del 21 de junio de
2013). Mientras estábamos en
los primeros ensayos fuimos testigos y ayudantes de la supervisión que
realizaba de la construcción del austero escenario de madera en que haríamos
las representaciones. Y luego del estreno y varias actuaciones, nos ayudó a
organizar en un barrio populoso como Surquillo dos presentaciones de “Collacocha” con el
concurso de reconocidos actores nacionales de teatro que él comprometió a actuar gratuitamente.
Esa noche, sus cuatro
ex alumnos estuvimos especialmente felices por la presencia de nuestro antiguo
director. Aunque ninguno de los cuatro continuó con la práctica actoral después
del colegio, coincidimos en que esa experiencia había servido en muchos
momentos de nuestras vidas. Por cierto que en el caso de Victor Felipe dejó la
actuación teatral, pero matizó su ejercicio profesional como ingeniero mecánico
especializado en embarcaciones con su dedicación a la lírica ya que hasta la
actualidad participa como tenor en conciertos de música clásica y religiosa en
la parroquia a la que asiste regularmente. Incluso esa noche nos dejó
escucharlo en un par de interpretaciones.
No pude dejar de
acordarme en esos momentos de José Luis Aroca, en la lejana Escandinavia (Ver crónica “Ubicar un médico en Noruega”
del 15 de diciembre de 2012) el
único de todos nosotros que no parecía un aficionado sino un joven actor
profesional. Supe que estuvo una época
participando en el teatro universitario hasta que lo
dejó para dedicarse íntegramente a la medicina. No descarto la posibilidad de
volvernos a ver, considerando que estuvo a punto de venir a su país hace diez
años. Por cierto que tampoco descarto reencontrarme con otro de los integrantes
del club, Eduardo Peña Choque, con quien me topé casualmente y con quien pude
departir un buen rato hace unos dieciséis años.
En esa
noche de recuerdos fue Walter quien reveló que cuando tuvo dudas sobre su
participación en la obra teatral, Ráez además de darle consejos para evitar el
nerviosismo le dijo “no permitas que nada interfiera con tus sueños” y dijo que
esa frase le sirvió desde entonces cuando tuvo que enfrentar dificultades tanto
en sus estudios universitarios como su vida profesional como médico. Que venció
obstáculos lo sabemos bastante bien sus compañeros de colegio (Ver crónica "Amistad se conserva a través de los años” del 23 de setiembre de 2016).
HAY
AMIGOS QUE RECORDAREMOS SIEMPRE
A su turno, Ráez
señaló que su experiencia en ese año 1958 en nuestro colegio fue clave para él,
ya que a su muy buena formación como actor y director teatral añadió la
decisión de ser educador. Sesenta años después de esa experiencia confesó lo
feliz que se sentía de seguir compartiendo con sus primeros alumnos, ahora
convertidos en amigos. Y con sus palabras quedó configurada una situación que
no es común: es natural que los alumnos recuerden a sus profesores pero
excepcional que los profesores recuerden a sus alumnos. Pero eso ocurrió con
nosotros, sin duda por tener un maestro excepcional.
Hubo muchas más evocaciones
en esa noche de reencuentro, pero en esta oportunidad me he limitado sólo a las
referidas a la fugaz experiencia actoral de varios de los ex alumnos de la
Promoción 1958. Habrá oportunidades de escribir sobre otros recuerdos.
Y hablando de remembranzas,
también vinieron a mi mente quienes compartieron ese Club de Teatro y que no
nos acompañan más… Desde hace más de cuarenta años Óscar Álvarez o desde hace
más de diez Ricardo Delgado y Néstor Ezequiel Salinas (Ver crónicas "Óscar Álvarez se fue muy pronto” del 27 de noviembre de 2012, “Un loco de la promoción” del 20 de febrero de 2015 y “Cinco años que se fue el flaco Salinas” del 23 de marzo de 2013). No nos acompañan más físicamente pero sí en
los más gratos recuerdos…
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