Fines de
julio de 1958, Surquillo, avenida Primavera, puerta principal de la Gran Unidad
Escolar Ricardo Palma, poco antes de las ocho de la mañana. Un grupo de jóvenes
y adolescentes con maletines esperan acompañados de algunas personas mayores.
Tienen 16 a 19 años y como es época de vacaciones de medio año, no lucen el
uniforme caqui. Visten con chompas, casacas o sacos. Se les nota entusiasmados
y se escuchan voces altas y sonoras carcajadas.
De pronto aparece un viejo ómnibus interprovincial y se producen aplausos exaltados. Es el vehículo en que viajará a Arequipa y Tacna e incluso cruzará la frontera con Chile una delegación que integran las dos terceras partes del Quinto Año “A” de Secundaria Común de la unidad escolar. De los 51 alumnos viajan 32.
De pronto aparece un viejo ómnibus interprovincial y se producen aplausos exaltados. Es el vehículo en que viajará a Arequipa y Tacna e incluso cruzará la frontera con Chile una delegación que integran las dos terceras partes del Quinto Año “A” de Secundaria Común de la unidad escolar. De los 51 alumnos viajan 32.
SE
CONCRETA ESFUERZO DE CASI UN AÑO
Con
mucho esfuerzo y desde el segundo semestre de 1957, la promoción había juntado
algo más de 10500 soles. Fue el resultado de un par de veladas artísticas en
los cines Primavera y el novísimo Maximil, de una kermesse y varias rifas. Las
consultas iniciales para el alquiler del vehículo habían creado desilusión. Ni
para viajar unos cinco días alcanzaría el dinero. Cada día costaba entre 1500 a
1800 soles. Alguien recordó que los Ciccia eran dueños de dos empresas de
transporte, que tenían sus oficinas en el Parque Universitario y que
integrantes jóvenes de la familia habían estudiado en el colegio. Nos dijeron
que tenían un vehículo que por tamaño y antigüedad usaban poco. Luego de un
breve regateo, quedamos en mil soles diarios. Se contrataron 8 días. Quedaron
alrededor de 300 soles diarios para los gastos de los alumnos, el profesor y el
auxiliar. Como en esa época un menú podía estar en 5 soles y unos 3 en los
llamados “restaurantes populares”,
el dinero sólo alcanzaría si en algunos sitios no se gastara nada.
En los
minutos previos a la partida, se suceden las despedidas de los familiares, las
recomendaciones de cuidado de las madres, los comentarios pícaros de los
hermanos. No hay mucha efusividad en los viajeros. No es edad para que lo vean
a uno recibir besos y abrazos de los padres. Tampoco para hacer notorio el
temor por esta primera separación de la familia. Ni mucho menos para que se
note que se trata de inexpertos viajeros que por primera vez se aventuran a
dejar sus casas. Los de la comisión organizadora de la excursión llevan la
cuenta de los viajeros. Hay 28 y el auxiliar de educación, José Serpa. Poco
después de llegado el bus aparecen apresurados dos más. Y luego el profesor de
Educación Física, José Anaya, portando una pelota de fútbol y otra de básquet.
Y luego otro alumno. Vamos ya, dice uno de los de la comisión, sólo hay 31,
replica otro. No te preocupes, Aroca espera en el camino, cerca de su casa.
¿Dónde vive? En una nueva urbanización…
El
ómnibus arranca entre gritos y aplausos de los colegiales y brazos extendidos
haciendo adiós de los familiares que quedan en la vereda y esperan que el
vehículo de la vuelta para pasar por la pista de enfrente. Doscientos metros después
el vehículo voltea a la derecha, pasa el cementerio y el estadio de Surquillo y
ya está en carretera. A ambos lados, cultivos de algodón o maíz, aunque también
viñedos, y se suceden las distintas haciendas o fundos: Higuereta, La Calera,
La Merced, Vista Alegre, etc., que 12 a 15 años después serán los nombres de
urbanizaciones que se irán creando. Alrededor de diez minutos de iniciado el
viaje, en medio de la carretera el joven que faltaba estaba esperando con
maletín al lado. ¿Cómo te has venido a vivir en medio del campo José Luis?, le
preguntan pero al mismo tiempo reparan en una urbanización con varias decenas
de chalets de uno y dos pisos. Al fondo de las nuevas construcciones está el
final de la pista de aterrizaje de Las Palmas, explica el recién llegado. Es el
aeropuerto de la Fuerza Aérea Peruana. La urbanización se llama San Roque y
allí viven técnicos de la FAP.
VIAJE
AGOTADOR
Completos
ya, se da rienda suelta al espíritu juvenil, con canciones, chistes de todos
los colores, bromas a más de uno. También hay quejas por la incomodidad del
vehículo. Es pequeño, sólo seis filas de asientos y larga hilera final. 29
asientos, más uno un poco ancho al costado del piloto, en que pueden entrar
ajustadamente dos personas. Los pasajeros son 32 alumnos, un profesor, un
auxiliar de educación y el copiloto. Treinta y cinco en total, además del
chofer. Han sido necesarios cuatro pequeños bancos de madera en el pasillo para
acomodar a todos, así como establecer turnos para que a ninguno le deje de
tocar banquito en algunos tramos. Pero no sólo es incómodo el ómnibus, es
tremendamente lento. Tanto que empleará unas 26 ó 27 horas en llegar a Arequipa
y que en la larga subida a esa ciudad, por la puerta posterior –abierta para
que corra algo de aire- Eduardo Peña bajará a la pista para correr hasta pasar
el ómnibus y cien metros más adelante le hará la señal de pare.
En el
camino de ida se comió con avidez. Almuerzo en Jaway, cerca de Chincha, cena
creo que en Chala o en Atico. Desayuno, algunos panes comprados en el camino.
El almuerzo ya en el Colegio Militar de Arequipa que, generosamente, no sólo
acogía gratuitamente en sus amplias cuadras con decenas de camas a las
promociones de escolares capitalinos, sino que sobre todo, servía en sus
comedores raciones a la medida del hambre propio de adolescentes.
POCO
TIEMPO PARA CONOCER AREQUIPA Y MOQUEGUA
Una
tarde y todo el día siguiente no bastó para conocer una ciudad, con
construcciones de sillar –especie de ladrillo de lava volcánica, de color
blanco, típico de la zona- que explican su denominación de ciudad blanca. Pero
se disfrutó de caminatas por las calles empedradas, paseos en tranvías de
madera, el descubrimiento de cigarrillos egipcios y la hermosa visión del
Misti, volcán que junto con el Chachani y el Pichu Pichu abrazaban a la ciudad.
Pero también se advirtió los efectos destructores del terremoto de enero de ese
mismo año, aunque no podía presagiarse que en enero del 60 habría otro terrible
sismo.
En
Arequipa, los jóvenes limeños se dieron cuenta que a más de 2300 metros sobre
el nivel del mar no se puede caminar muy rápido y los labios tienden a
quebrarse. Pero también que en la altura puede doler la cabeza.
Es
imposible saber si fue allí donde uno de los jóvenes viajeros comenzó a tener
intenso dolor de cabeza. O posiblemente ya lo tenía desde antes. Quizás desde
que salió de Lima tuvo el fastidioso malestar acompañado de un cierto rechazo a
la luz, ya que prácticamente durante todo el viaje usó lentes oscuros. Sin
embargo, José Andrés Tejada Suarez -con apariencia de un niño repentinamente
crecido, ya que la aflautada voz no terminaba de cambiarle, con sonrisa
permanente y ausencia de malicia- nunca se quejó y más bien gozó en todo el
camino. Ni él, ni mucho menos sus compañeros sabían que era su último viaje. En
el segundo semestre faltó bastante a clases, aunque logró terminar el colegio.
En enero o febrero del año siguiente, a menos de dos meses de egresar, comenzó
a perder la visión. Tenía un tumor cerebral. Algunos compañeros de colegio iban
a visitarlo y jugar ajedrez con él cuando poco después quedó ciego. Incluso en
la azotea de su casa, jugaba sapo guiándose por el sonido. Un par de años
después de haber dejado las aulas escolares, la Promoción 58 quedó conmovida
por su primera baja: Tejada había fallecido quizás para decirnos que no era
sólo un lugar común aquella expresión de que los buenos se van pronto.
De
Arequipa a Tacna, dijeron que se llegaba en seis o siete horas, pero el
centelleante ómnibus demoró más de 12. Un breve paso por la ciudad de Moquegua –a
donde se llegaba luego de recorrer unos pocos kilómetros desde la carretera
Panamericana- sirvió para apreciar una ciudad muy tranquila, casi dormida con
típicas construcciones de casas con techo a dos aguas y una ventanita en el triángulo
del segundo piso.
Era ya
de noche cuando los agotados viajeros llegaron al Colegio Nacional Francisco
Bolognesi de Tacna. Al entrar en el plantel se dieron cuenta que no tenía
internado, ni por lo tanto camas o colchones, por lo que las frazadas que
varios llevaban se usaron para sentir que no era tan duro el suelo de las dos
aulas que se les proporcionó.
RESPIRANDO
PERUANIDAD
El día
siguiente sirvió para pasear por una ciudad limpia donde se sentía peruanidad
en las conversaciones, al mismo tiempo que se usaban algunos modismos chilenos.
Fue impresionante conocer su catedral, que se comenzó a construir cuatro años
antes de la Guerra con Chile con diseño de Eiffel, así como recorrer su extenso
Paseo Cívico, donde cada 28 de agosto se realiza la Procesión de la Bandera y,
donde un año antes se había inaugurado el gran arco parabólico con las estatuas
de Grau y Bolognesi en sus dos bases. En la extensa caminata, algunos pensaron,
al leer los letreros con nombres de bodegas, panaderías o boticas, que la
inmigración italiana se había concentrado en Tacna. También encontraron muchas
casas con el estilo que ya habían apreciado en Moquegua.
Aunque
muchos escucharon de la deliciosa comida que se servía en recreos situados en
Pachia, en las afueras de la ciudad, estaba muy lejos de las posibilidades de
los escolares. En los días que estuvieron en Tacna las comidas se realizaron en
el Restaurante Popular aparentemente con pocos meses de funcionamiento, ya que
se le apreciaba resplandeciente. Situado en un segundo piso de un mercado, sus
potajes sino exquisitos eran abundantes y las charolas de aluminio en que se
servían los alimentos aun lucían relucientes.
En la
noche, decenas de los jóvenes limeños pasearon por alguno de los prostíbulos de
la ciudad. Pocos días antes en Lima, después del desfile escolar habían
deambulado por el jirón Huatica de La Victoria, para ver el espectáculo
grotesco de prostitutas gordas, desgastadas y cargadas de años, que invitaban
con mensajes patéticos y con insistencia a los que podían ser sus clientes. El
contraste fue tremendo. Más de uno se sintió “flechado” con las mujeres que
allí trabajaban. Eran jovencitas, con acento chileno, bien pintadas, seguras de
sí, esperando que se les acercaran.
CASI
SE PIERDE UNO EN ARICA
Al día
siguiente pasaron la frontera para llegar a Arica. Era necesario un
salvoconducto válido sólo para pasar el día. No se podía subir al morro ya que
meses antes se había producido un incidente con una delegación escolar que
intentó bajar la bandera chilena que flameaba en lo alto. Sólo quedó acercarse
a la parte baja del morro donde se plasmó el heroísmo de Francisco Bolognesi,
Alfonso Ugarte y tantos otros peruanos. Fue muy emotivo para todos. El
respetuoso silencio duró muchos minutos. Y luego la sorpresa al encontrar una
placa que rendía homenaje a quienes habían caído defendiendo a su patria el 7
de junio de 1880 y la decepción al comprobar, por los nombres allí consignados,
que se referían a los chilenos muertos en la batalla de Arica.
Se
almorzó temprano por el centro y luego prácticamente todos se dedicaron a las
compras en la gran cantidad de tiendas de la zona comercial. Como Arica era
puerto libre, sus precios resultaban bastante bajos y los alumnos pudieron
gastar sus propinas en compras. Casi todos adquirieron jeans americanos, que no
había o eran demasiado caros en Lima. Y varios compraron casacas que
encontraron a buen precio.
A la
hora convenida, cuatro de la tarde, todos se concentraron para el regreso en el
punto establecido que era una plaza. Como el bus en que se movilizaban no era
precisamente veloz, se excedieron en las previsiones, porque querían tener la
seguridad de pasar la frontera con tranquilidad antes del cierre que era a la
seis. Los 32 escolares y el auxiliar de educación, junto con el chofer y el
copiloto estuvieron a la hora, pero faltaba uno: José Anaya, el profesor de
educación física que acompañaba a la delegación.
Anaya,
era un hombre sencillo, tranquilo, callado, tímido, quizás de poco carácter,
que prácticamente había pasado inadvertido en el viaje, ya que acompañaba a
alumnos bastante responsables. Pero ese día en Arica no pasó desapercibido,
todos estaban pendientes de él o, mejor dicho, de su ausencia. Un cuarto de
hora después, se organizó su búsqueda con varias patrullas para ubicarlo. Cada
una salió con rumbo distinto y contando con quince o veinte minutos para
regresar. Vencido el plazo, todos los grupos volvieron presurosos y uno además
victorioso: habían encontrado al perdido en otra plaza, mirando insistentemente
el reloj y muy preocupado que no apareciera ni el bus, ni los alumnos, ni
tampoco el auxiliar. La frontera se cruzó 15 minutos antes del cierre.
El
profesor de educación física intentó en algunos momentos que los jóvenes
jugaran fútbol o básquet, pero aun los más entusiastas para el deporte,
entendían que en el viaje no había tiempo para eso. A pesar que prácticamente
no se usaron, salvo para hacer algún peloteo en las paradas en la carretera,
una de las pelotas se perdió en el camino (Ver crónica “Filomeno, la pelota…” del 29 de octubre de 2012).
LENTO
REGRESO: CON HAMBRE Y SIN PLATA, PERO FELICES
Al día
siguiente de haber estado en Arica, después del desayuno se inició el retorno,
un viaje más cansador que la ida porque fue sin escalas y duró más de 36 horas.
Las paradas para el almuerzo y comida de ese día, donde los platos se escogían
pensando lo que resultara más barato y que llenara más, servían también para
estirar las piernas.
El
último día de camino fue interminable. Al amanecer todos lucían agotados,
después de más de 20 horas de viaje ininterrumpido. Los fondos que administraba
la comisión directiva para los gastos del viaje llegaron ajustadamente hasta
ese día. Al llegar a Ica el almuerzo y última comida del viaje, alrededor de
las 2 o 3 de la tarde, fue toda la fruta que se podía comprar con los últimos
billetes que quedaban. Y las cerca de siete horas que duró el tramo final del
vetusto ómnibus hasta llegar a Surquillo, fue un auténtico “salto largo” con
todos añorando el calor familiar y sobre todo los sabores de la comida casera.
Los
participantes de esa excursión escolar tienen hasta hoy gratísimos recuerdos de
lo que prácticamente fue para todos la primera separación de la familia. Bueno,
salvo las quejas que todos en algún momento manifestaron por lo difícil que era
permanecer sentados en los cuatro durísimos banquitos de madera colocados en el
corredor del ómnibus. Aunque esas quejas resultaban en algo compensadas por la
certeza que absolutamente a todos les correspondió pasar por la misma
incomodidad. Hubo satisfacción no sólo por poder conocer en pocos días de
recorrido una parte del país, sino porque fue un viaje que se logró concretar
superando las estrecheces económicas, organizando actividades en equipo por
casi un año y teniendo tal sentido de compañerismo que ninguna de las evidentes
limitaciones que la austeridad impuso generó controversias mayores.
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