En marzo
de 1979, un grupo de dirigentes del Partido Socialista Revolucionario habíamos
llegado a la capital de la República Democrática Alemana, la ciudad de Berlín,
o a Berlín Este como era conocida en los medios periodísticos de todo el mundo,
ya que en ese entonces la ciudad se hallaba dividida en dos.
Después
de terminada la segunda guerra mundial, en 1945 el territorio de la derrotada
Alemania nazi había sido dividida entre los cuatro aliados: Estados Unidos de
América, Francia, Gran Bretaña y la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas.
En las zonas de las primeras tres potencias mencionadas, se crearía en 1949 la
República Federal de Alemania, mientras que en la zona soviética se instauraría
poco después la RDA. Berlín quedaba en el territorio de la RDA, pero tenía un
estatuto especial ya que también estaba dividida en cuatro. La parte oeste bajo
control francés, inglés y estadounidense aunque administrativamente unificada,
estaba rodeada de un muro por todos lados construido desde el sector de control
soviético en 1961 y con un corredor que la unía con el territorio de la RFA,
por carretera y ferrocarril. Este muro caería por presión popular en noviembre
de 1989 como demostración inminente del agotamiento de modelo de la RDA, que
finalmente desapareció en 1990, dando paso a la reunificación alemana con la
integración de los Estados del desaparecido país a la República Federal de
Alemania.
Pero
regresemos al final del invierno europeo de 1979. Estábamos invitados por el
Partido Obrero Unificado Alemán, el partido comunista de ese país, con el cual
teníamos muy buenas relaciones a pesar que no éramos un partido marxista
leninista. Nuestra delegación la encabezaba Leonidas Rodríguez Figueroa,
presidente del partido, y la integrábamos Manuel Benza, Guzmán Rivera, José
María Salcedo, José Antonio Luna y yo.
De
algunos aspectos de ese viaje, ya he escrito otra crónica (ver “Copa, café y puro en Madrid, Berlín y…Dresden” del 15 de diciembre de 2012), por lo que ahora sólo me ocuparé de la reunión que tuvimos con un
grupo de dirigentes políticos chilenos, todos de la Unidad Popular, alianza
política derrocada sangrientamente por el general Augusto Pinochet. Ellos y sus
familias vivían exilados en Berlín, que al mismo tiempo era su base de
operaciones desde la cual se desplazaban a distintos lugares del mundo
organizando eventos de solidaridad y tratando de mantener unida a la oposición
a la dictadura militar. Desde allí también alguno de ellos iniciaba un viaje,
mejor si podían lograr algunos rasgos cambiados, para ingresar clandestinamente
a su país, a pesar de los altísimos riesgos que se corría en caso de ser
descubierto por los agentes del gobierno.
EN
BERLÍN REUNIÓN DE CONFRATERNIDAD
Enterado
de nuestra llegada, el ex canciller chileno y secretario general del Partido
Socialista, Clodomiro Almeyda, el más importante de los dirigentes políticos
chilenos en Berlín, nos invitó a una reunión para conversar sobre la situación en
nuestros respectivos países. En el encuentro participaron, entre otros, Hernán
del Canto, también dirigente del PS y ex ministro del Interior de Allende y
Enrique Correa, sub secretario general del MAPU-OC, partido que había nacido de
una escisión de la Democracia Cristiana en 1969.
Fue
ocasión para que Almeyda y Leonidas Rodríguez se conocieran. Un año y medio
antes, cuando habíamos estado en Berlín no fue posible realizar una reunión
entre ambos. Yo sí me había reunido con el dirigente chileno, al quedarme un
par de días más de lo previsto porque el ex canciller chileno se encontraba en
otro país, pero Leonidas tenía que viajar a un seminario en Yugoslavia.
Con
Enrique Correa nos conocíamos desde doce años atrás cuando él pasó por Lima al
inicio de su gestión como presidente de la Juventud DC chilena, mientras yo
estaba terminando mi mandato al frente de la JDC peruana. Tres meses después
del golpe militar del 11 de setiembre había llegado al Perú y, entre otros,
José María y yo lo habíamos ayudado en las tres o cuatro semanas que estuvo de
paso. Incluso, el 1º de enero de 1974 lo habíamos pasamos él y yo con nuestras
esposas recorriendo la Fortaleza de Pachacamac y el balneario de Pucusana. En esa
ocasión también estuvieron con nosotros otros amigos chilenos y sus parejas:
José Miguel Insulza, Ismael Llona, Juan Enrique Vega, Gonzalo Falabella y
Martín Mujica. También Rafael Roncagliolo. Con Correa ya nos habíamos visto
algunas veces después de ese su primer año nuevo en el exilio y nos veríamos
otras veces en los años siguientes, incluyendo encuentros cuando los chilenos
recuperaron la democracia y él integró el primer gabinete ministerial del
presidente Patricio Aylwin además
de varias ocasiones posteriores.
El
ambiente de la reunión fue muy cordial y el intercambio de opiniones muy
fructífero. Los peruanos teníamos la certeza que después de terminada la
Asamblea Constituyente –que Leonidas integraba- el gobierno de Morales Bermúdez
tendría que convocar elecciones. En realidad estaba claro que querían irse
pronto, pero con la garantía de no terminar procesados. Los chilenos, en
cambio, eran conscientes que su camino era mucho más difícil y que podía durar
varios años, aunque no creo que calcularan que iban a ser tantos, ya que recién
once años después podrían caminar tranquilos por las calles de su país.
Pero
formal aunque muy cordial como era la reunión, hubo un momento de risas:
ocurrió cuando se hizo un brindis de confraternidad. Nuestros anfitriones se
habían esmerado en preparar un trago en honor a los peruanos. A falta de pisco,
habían utilizado vodka y preparado una especie de vodka sour. Después de unas
palabras de Almeyda brindamos. El sabor del trago era francamente raro, aunque
nada dijimos los peruanos considerando que habían querido complacernos. Sin
embargo, a alguno de los chilenos se le ocurrió decir: Esto está muy bueno,
hasta parece un verdadero pisco sour. Esa afirmación ya fue considerara como
excesiva por José María que retrucó: efectivamente podría ser un pisco sour,
pero con pisco chileno…
A un
breve silencio, siguieron grandes y fraternales risotadas de todos los
presentes en una tácita aceptación de la calidad de nuestra bebida nacional.
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