Estábamos
a menos de un mes de las elecciones para la Asamblea Constituyente cuando el
gobierno de Morales Bermúdez, una vez más se dedicó a perseguir a los
opositores particularmente integrantes de los partidos de izquierda. Apresaron
a doce dirigentes, la mayoría de ellos candidatos a la constituyente, y los
enviaron en un avión hasta Jujuy, en Argentina, donde quedaron detenidos en un
cuartel militar. En el grupo se encontraba también el periodista Alfonso Baella
Tuesta, más bien de derecha, quien varios meses después publicaría un libro
sobre esos azarosos días.
En esos momentos el ministro del Interior era el general Luis Cisneros Vizquerra, conocido como “El Gaucho” por haber hecho sus estudios en Colegio Militar Argentino, donde se forman los militares argentinos tradicionalmente vinculados a los militares peruanos. Se dijo que el traslado a las instalaciones castrenses de Jujuy de los políticos peruanos había sido arreglado gracias a los contactos de Cisneros con sus compañeros de estudio, en ese momento con responsabilidades de gobierno en la dictadura militar que encabezaba el general Videla.
En esos momentos el ministro del Interior era el general Luis Cisneros Vizquerra, conocido como “El Gaucho” por haber hecho sus estudios en Colegio Militar Argentino, donde se forman los militares argentinos tradicionalmente vinculados a los militares peruanos. Se dijo que el traslado a las instalaciones castrenses de Jujuy de los políticos peruanos había sido arreglado gracias a los contactos de Cisneros con sus compañeros de estudio, en ese momento con responsabilidades de gobierno en la dictadura militar que encabezaba el general Videla.
UNA VEZ
MÁS CLANDESTINO
Como
estaba establecido para situaciones de este tipo, yo era uno de los dirigentes
del Partido Socialista Revolucionario que debía pasar a la clandestinidad. Y
hay que reconocerlo, a pesar que desde la fundación del partido en noviembre de
1976 permanentemente habíamos vivido situaciones de ese tipo, esta vez en plena
campaña electoral, con los ojos de la opinión pública internacional puestos en
la salida “democrática” que buscaba el gobierno, no se nos ocurrió que Morales
Bermúdez estuviese dispuesto a tener una elección con algunas de las cabezas de
la listas a la Asamblea Constituyente en el exilio y varios de los partidos con
sus dirigentes en la clandestinidad.
No se
nos ocurrió, pero ocurrió…
Y porque
no estábamos pensando en la posibilidad, el embate nos agarró algo
desprevenidos. No voy ahora a tocar otros aspectos de esos días de mayo y junio
de 1978, sino sólo hablar de algunos temas vinculados a la clandestinidad por
la que me vi forzado a pasar durante unas cinco o seis semanas, periodo por lo
demás que fue el más prolongado que viví en esa condición. Es cierto que
tuvimos etapas mucho más largas en que teníamos reuniones clandestinas, pero
como paréntesis de la actividad normal o pública. Me explico, al estar en
clandestinidad uno deja de ir a los lugares donde trascurre su vida habitual:
la casa, el trabajo, casas de familiares muy cercanos, etc. No hay forma de que
lo sigan, porque no encuentran el punto de partida para hacerlo. En el caso de
reuniones clandestinas, asumiendo que uno era vigilado se buscaba desconectarse
del seguidor –utilizando edificios o pasajes con varias entradas, cambiando de
autos, entre otras modalidades- para tener determinadas reuniones o encuentros
y luego se reaparecía en los lugares habituales.
Por
cierto que no estamos hablando de una clandestinidad total, de meses o años,
como la que tuvieron que pasar amigos de otros países como los chilenos opuestos
a la dictadura de Pinochet, que los obligó incluso a adoptar una nueva
personalidad. En este caso hablamos sólo de algunas semanas de “dureza”
gubernamental después de las cuales venía un periodo de laxitud, donde uno
podía estar más o menos tranquilo.
CLANDESTINIDAD
NO ES AVENTURA INTERESANTE SINO ABURRIMIENTO
Me ha
sucedido cuando converso de mis periodos de clandestinidad, que algunas
personas me dicen, en tono entusiasmado, “que interesante debe haber sido tu
vida en esos tiempos”. Nada más falso. Como he señalado en otras ocasiones, en
realidad si algo distinguió a la clandestinidad, por lo menos a la mía, fue el
hastío, ya que las horas libres sobraban, los lugares en los que uno se sentía
cómodo eran muy pocos, los seres queridos faltaban, el vagar sin rumbo haciendo
tiempo agotaba, el estar a la espera de una reunión ponía tenso. Y si añadimos
que un pequeño retraso de un contacto desesperaba y que cualquier evento
extraño –como un frenazo o una sirena- asustaba, nos encontramos con un
aburrimiento agravado por el hecho que uno no podía darse el lujo de estar
descuidado. En clandestinidad, las casas en que uno duerme, gracias a la
generosidad de amigos antiguos o personas recién conocidas, no pueden servir
para pasar el tiempo, interrumpiendo su normal marcha ni para utilizarse para
encuentros políticos. Los cafés resultaban los sitios más aparentes para tener
reuniones pero fundamentalmente para pasar largas horas leyendo -y a veces
releyendo- periódicos, revistas o libros o escribiendo proyectos de artículos o
comunicados.
BÚSQUEDA
DE LUGARES PARA REUNIONES DISCRETAS
Como
estábamos terminando la década del 70, ya el antiguo centro de Lima había
dejado de ser sede de la mayoría de actividades laborales y también de
conversaciones entre políticos. Por tanto habían quedado en desuso los cafés
que habíamos frecuentados en los años sesenta. El entrañable Versailles en la
Plaza San Martín –del cual habría que escribir toda una crónica algún día-, el
Tívoli en la Colmena Derecha, el Mario de la esquina de Tacna con Colmena, el
Dominó de Galerías Boza, así como el legendario Palermo a unos veinte metros
del Parque Universitario, el Haití o el Atlantic ambos en la Plaza de Armas o
el City en el jirón Miró Quesada.
En mayo
y junio de 1978 eran varios otros los cafés que se utilizaban para
conversaciones entre dirigentes políticos. Alguno que aun hoy frecuento, el
Haití del óvalo de Miraflores. Pero varios otros desaparecidos en las dos
últimas décadas y que se encontraban a lo largo de la avenida Arequipa, como el
Henry´s y El Tambo en Santa Beatriz, el Marcantonio o el D´Oro en Lince o el
Indianápolis en Miraflores. En Santa Beatriz, cerca de Panamericana Televisión,
estaban el Berisso que aun ahora suele ser punto de encuentro y el ya
desaparecido Malatesta, aunque éste era más para tomar cerveza que café. En la
plaza Bolognesi del Cercado había tres antiguos cafés-heladerías que aun
servían para algunas conversaciones. También entre esa plaza y la Plaza Jorge
Chávez, había cafés que además eran bares como El Monarca o el Bar Tito en la
avenida Guzmán Blanco. En el ovalo Gutiérrez de Miraflores quedaba el BBQ que
además tenía servicio a los autos. En el mismo distrito el Café Suizo en la
avenida Larco, el Solari en la alameda Pardo y el Vivaldi en la alameda Ricardo
Palma. Algunos otros sitios que resultaban muy tranquilos y discretos, aunque
caros, eran un café cuyo nombre no me acuerdo en la primera cuadra de Enrique
Palacios, al costado de un grifo o el bar de hotel Country.
En la
segunda o tercera cuadra de la avenida Pardo quedaba un café muy amplio y que
creo que tuvo pocos años de vida. Íbamos poco y por eso mismo, al no estar
dentro del circuito de cafés de Miraflores que habitualmente los dirigentes
políticos utilizaban en esa época, lo comenzamos a frecuentar. Pero pasados los
primeros días de esta etapa de clandestinidad, hubo un mañana en que nos
encontramos allí Antonio Meza Cuadra, Rafael Roncagliolo y yo. Y los tres
habíamos estado juntos la noche anterior y debíamos volver a coordinar esa
noche pero en otro sitio, que ex profesamente habíamos seleccionado por estar
fuera de nuestros circuitos habituales, por la naciente zona comercial entre la
avenida Primavera y Caminos del Inca. En segundos nos dimos cuenta que cada uno
tenía una reunión distinta, pero que por coincidencia estábamos utilizando un
café al que no íbamos seguido pero que todos conocíamos. Optamos porque dos
saliéramos de allí apenas llegasen las personas con las que nos habíamos
citado. De hecho nuestros respectivos interlocutores nos conocían a los tres y
además se conocían entre ellos. Para un partido con su dirigencia en la
clandestinidad, ese triple encuentro revelaba un problema de seguridad enorme.
CAFÉS A
LOS QUE NO REGRESÉ
Corté
por lo sano. Aunque a veces terminé yendo al centro de Lima, desde ese día,
trasladé a Lince mis recorridos diarios durante las siguientes semanas. Pasaba
largas horas solo, por lo que hacía una pasada por varios cafetines cercanos a
la Plaza de Armas y al cercano mercado de ese distrito, tomando gaseosas ya que
el café que en esos sitios se servía resultaba demasiado “nutritivo” para mi
gusto, dado el exceso de otros granos en la preparación de la bebida. No me
quedaba más de 45 ó 60 minutos en cada uno porque al ser muy baratos tienen
alta rotación de clientes y podía resultarles muy fastidioso un cliente que no
se movía. En esos lugares algunas veces los meseros -o mozos como decimos en el
Perú- se extrañaban por la reiterada presencia de un cliente al que no
asociaban con el barrio. Pero cualquier sospecha se acababa cuando uno se daba
maña para hacer algún comentario sobre una aventura amorosa y que había que
hacer tiempo, según la hora, para que una señora se despidiera de sus hijos que
se dirigían a estudiar o del marido que salía a trabajar. Después de eso, cada
nueva entrada a cualquiera de esos cafetines significaba una sonrisa cómplice
no sólo de los mozos, la mayoría veinteañeros y provincianos, sino incluso de
los dueños.
Había sí
una pequeña y acogedora cafetería en la que podía pasar varias horas. En
realidad formaba parte de una panadería y bodega italiana, de nombre Levaggi en
una esquina entre las cuadras 14 y 15 de Petit Thouars, que aun ahora existe
administrada por integrantes de una tercera o cuarta generación de la familia
Levaggi. Aunque conectada con la panadería, la cafetería tenía entrada
independiente por la calle Manuel Segura. Allí se tomaba un excelente café y se
comían, según la hora, deliciosos sánguches o pastas. En esos sitios pasaba las
horas sin temor a encontrarme con nadie conocido o, peor aún, con alguien que
tuviera algún policía como cola. Y por cierto no había ninguna mirada
inquisidora de sus meseros, todos ellos bastante maduros y sumamente pausados.
Pero
cuando tenía que escoger el sitio para una reunión, optaba por cafés cercanos a
esa zona como el Henry´s o el D´Oro donde podía haber una cierta reserva,
dejando de lado a El Tambo ya que allí sí solían concurrir siempre gente de
actividad política conocida o el Berisso donde, por su cercanía al Canal 5, era
posible toparse con algún periodista.
Terminado
a fines de junio o principios de julio ese periodo de clandestinidad nunca más
regresé a los cafetines de Lince. Sí al café de la esquina de Petit Thouars que
a pesar de ser discreto y tranquilo nunca lo escogí para reunirme con otros,
quizás para conservarlo como lugar de refugio para similares condiciones
políticas en otros momentos. Y de hecho, aunque por periodos muy cortos, lo
utilicé entre esos meses de 1978 y mediados de 1980.
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