lunes, 29 de octubre de 2012

“FILOMENO, LA PELOTA…” (1958/83)

En mi época escolar en el Parlamento, luego del mensaje a la Nación que allí pronunciaba el Presidente de la República el 28 de julio, no había actividad hasta que comenzaba la legislatura el 11 de agosto. Lo mismo sucedía en los colegios, las vacaciones de medio año eran de unos quince días y también el día 11 era el indicado para iniciar las clases del segundo semestre. Si caía sábado o domingo, se retrasaba el reinicio del año escolar al 12 ó 13, nunca se adelantaba al jueves o viernes anterior. La razón era muy clara: el 10 de agosto es el día nacional del Ecuador, país al que nunca se podía rendir homenaje como sucedía con otros países vecinos o amigos, debido a que, por “extraña coincidencia”, en su fecha jubilar no habían actividades escolares.

El lunes 11 de agosto de 1958 iniciamos las clases del Quinto de Media, el último semestre en esas queridas aulas. En los primeros días hubo gran expectativa cuando alguno llegaba con fotos del viaje de promoción que habíamos realizado en las recientes vacaciones. Conocer Arequipa y Tacna, además aunque sólo de pasada Moquegua e Ica y, sobre todo haber cruzado la frontera para llegar a Arica, era motivo de gran satisfacción para todos. Las fotos eran por cierto pequeñas y en blanco y negro tomadas por máquinas cuadradas de fierro, lo que motivaba que se agolparan los recuerdos de esos ocho días de compañerismo y sana satisfacción pese a las evidentes carencias que el viaje había tenido, motivadas por la falta de recursos económicos. Las fotos también servían para iniciar los comentarios sobre las anécdotas más interesantes de las fatigosas jornadas en el sur del país con aquellos compañeros que, por alguna razón, no habían podido participar de la excursión.
 
Aunque mirándolo ahora, a la distancia de más de 50 años, es seguro que no me acordaría de lo comido en el último almuerzo del trayecto del extenuante regreso si se hubiese realizado en algún restaurante en la ciudad de Ica, pero sí tengo grabado en el recuerdo que allí a las 2 ó 3 de la tarde, gastamos todos el dinero del fondo colectivo que quedaba en comprar varios kilos de uvas, manzanas y duraznos para saciar el hambre después de 8 horas del franciscano desayuno en la carretera y sabiendo que quedaban unas cinco horas por delante, que en realidad fueron como siete…
 
RECLAMANDO UNA PELOTA AL MENOS INDICADO
 
Pasados algunos días, una mañana se abrió la puerta del salón y un azorado profesor Anaya, quien nos había acompañado en el viaje, le pidió al profesor que en ese momento dictaba clases hablar un par de minutos conmigo. Salí y me dijo que Víctor Astete, jefe del departamento de Educación Física le estaba reclamando por la pelota de fútbol o básquet, no recuerdo cuál de las dos, que se había perdido en el camino. Era propiedad del colegio y estaban a cargo de ese departamento. Aunque no tenía idea de qué era lo que se podía hacer, el profesor le había dicho a su jefe que trataría de encontrar alguna solución. Y por esa razón, me buscó.
 
Yo era el menos indicado para ser responsable de la pérdida, considerando mis casi nulas condiciones para hacer deporte. Si en algún momento, en una parada en la carretera se había bajado alguna de las pelotas para estirar las piernas o los brazos definitivamente yo no había participado. Pero el profesor Anaya me identificaba como integrante de la comisión organizadora de la excursión y por eso habló conmigo.
 
Evidentemente, nadie se había apoderado de la pelota. Lo más seguro era que en alguna parada se hubiese quedado olvidada. La solución que Anaya me planteó fue hacer una colecta para comprar una nueva. Ninguno de mis compañeros estuvo de acuerdo con el argumento, incierto pero conveniente, que en el colegio seguramente se tendrían fondos para este tipo de reposiciones.
 
Días después, entre una clase y otra, Anaya asomó la cara por la puerta abierta y medio sonrojado me dijo “Filomeno, la pelota…”. Y aunque la voz no se sintió muy alta, por alguna extraña razón la mayoría de mis compañeros la escuchó. Fue la primera y casi la última vez que tuvo que decirlo. A partir de allí y durante por lo menos tres o cuatro meses que faltaban para culminar las clases, bastaba que Anaya asomara la cabeza en el aula o se cruzara con nosotros en los patios, para que todos mis compañeros enterados de la preocupación del profesor corearan “Filomeno, la pelota…”.
 
Por cierto terminó el año y la pelota no se repuso. Había acabado el último semestre del colegio y nunca más, pensé, tendría que escuchar el reclamo de Anaya.
 
EL PROFESOR NUNCA LO OLVIDÓ
 
Veinticinco años después, en 1983, celebramos nuestras Bodas de Plata de egresados. Más de treinta de los ciento tres que terminamos secundaria común nos encontramos a inicios de diciembre en un almuerzo de camaradería. Pero un par de meses antes, el 6 de octubre, nueve integrantes de la Promoción 1958 asistimos al local de nuestro colegio a una sencilla y corta actuación por el Día de Ricardo Palma. Terminado el acto, invitamos al director y directivos presentes a un cóctel que habíamos hecho preparar. Se realizó en las oficinas de la dirección y a la celebración fueron sumándose luego varios de los profesores, por lo que en algún momento llegamos a ser más de 25 personas.
 
Como nuestros invitados no tenían por qué saber cómo se llamaban los antiguos estudiantes allí presentes, uno de mis compañeros se dedicó a presentar a cada uno de nosotros y, luego de hacerlo conmigo, desde el fondo de la reunión se escuchó la voz de un hombre bajo, quizás ya sesentón, que mantenía la timidez que en ese mismo momento los exalumnos presentes recordamos. Era Anaya y lógicamente lo que dijo fue: “Filomeno, la pelota…”, ante la sorpresa de la mayoría de los presentes por no comprender de qué se trataba y las sonoras carcajadas de los cuarentones exalumnos. Mientras que mis compañeros contaban el origen de la frase pronunciada por Anaya, yo lo estrechaba con un afectuoso abrazo y quedaba convencido que esa sí era la última vez que le escuchaba esa expresión al veterano profesor de educación física.

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