En mi
época escolar en el Parlamento, luego del mensaje a la Nación que allí
pronunciaba el Presidente de la República el 28 de julio, no había actividad
hasta que comenzaba la legislatura el 11 de agosto. Lo mismo sucedía en los
colegios, las vacaciones de medio año eran de unos quince días y también el día
11 era el indicado para iniciar las clases del segundo semestre. Si caía sábado
o domingo, se retrasaba el reinicio del año escolar al 12 ó 13, nunca se
adelantaba al jueves o viernes anterior. La razón era muy clara: el 10 de
agosto es el día nacional del Ecuador, país al que nunca se podía rendir
homenaje como sucedía con otros países vecinos o amigos, debido a que, por
“extraña coincidencia”, en su fecha jubilar no habían actividades escolares.
El lunes
11 de agosto de 1958 iniciamos las clases del Quinto de Media, el último
semestre en esas queridas aulas. En los primeros días hubo gran expectativa
cuando alguno llegaba con fotos del viaje de promoción que habíamos realizado
en las recientes vacaciones. Conocer Arequipa y Tacna, además aunque sólo de pasada
Moquegua e Ica y, sobre todo haber cruzado la frontera para llegar a
Arica, era motivo de gran satisfacción para todos. Las fotos eran por cierto
pequeñas y en blanco y negro tomadas por máquinas cuadradas de fierro, lo que
motivaba que se agolparan los recuerdos de esos ocho días de compañerismo y
sana satisfacción pese a las evidentes carencias que el viaje había tenido,
motivadas por la falta de recursos económicos. Las fotos también servían para
iniciar los comentarios sobre las anécdotas más interesantes de las fatigosas
jornadas en el sur del país con aquellos compañeros que, por alguna razón, no
habían podido participar de la excursión.
Aunque
mirándolo ahora, a la distancia de más de 50 años, es seguro que no me
acordaría de lo comido en el último almuerzo del trayecto del extenuante
regreso si se hubiese realizado en algún restaurante en la ciudad de Ica, pero
sí tengo grabado en el recuerdo que allí a las 2 ó 3 de la tarde, gastamos
todos el dinero del fondo colectivo que quedaba en comprar varios kilos de
uvas, manzanas y duraznos para saciar el hambre después de 8 horas del
franciscano desayuno en la carretera y sabiendo que quedaban unas cinco horas
por delante, que en realidad fueron como siete…
RECLAMANDO
UNA PELOTA AL MENOS INDICADO
Pasados
algunos días, una mañana se abrió la puerta del salón y un azorado profesor
Anaya, quien nos había acompañado en el viaje, le pidió al profesor que en ese
momento dictaba clases hablar un par de minutos conmigo. Salí y me dijo que
Víctor Astete, jefe del departamento de Educación Física le estaba reclamando
por la pelota de fútbol o básquet, no recuerdo cuál de las dos, que se había
perdido en el camino. Era propiedad del colegio y estaban a cargo de ese
departamento. Aunque no tenía idea de qué era lo que se podía hacer, el
profesor le había dicho a su jefe que trataría de encontrar alguna solución. Y
por esa razón, me buscó.
Yo era
el menos indicado para ser responsable de la pérdida, considerando mis casi
nulas condiciones para hacer deporte. Si en algún momento, en una parada en la
carretera se había bajado alguna de las pelotas para estirar las piernas o los
brazos definitivamente yo no había participado. Pero el profesor Anaya me
identificaba como integrante de la comisión organizadora de la excursión y por
eso habló conmigo.
Evidentemente,
nadie se había apoderado de la pelota. Lo más seguro era que en alguna parada
se hubiese quedado olvidada. La solución que Anaya me planteó fue hacer una
colecta para comprar una nueva. Ninguno de mis compañeros estuvo de acuerdo con
el argumento, incierto pero conveniente, que en el colegio seguramente se
tendrían fondos para este tipo de reposiciones.
Días
después, entre una clase y otra, Anaya asomó la cara por la puerta abierta y
medio sonrojado me dijo “Filomeno, la pelota…”. Y aunque la voz no se sintió
muy alta, por alguna extraña razón la mayoría de mis compañeros la escuchó. Fue
la primera y casi la última vez que tuvo que decirlo. A partir de allí y
durante por lo menos tres o cuatro meses que faltaban para culminar las clases,
bastaba que Anaya asomara la cabeza en el aula o se cruzara con nosotros en los
patios, para que todos mis compañeros enterados de la preocupación del profesor
corearan “Filomeno, la pelota…”.
Por
cierto terminó el año y la pelota no se repuso. Había acabado el último
semestre del colegio y nunca más, pensé, tendría que escuchar el reclamo de
Anaya.
EL
PROFESOR NUNCA LO OLVIDÓ
Veinticinco
años después, en 1983, celebramos nuestras Bodas de Plata de egresados. Más de
treinta de los ciento tres que terminamos secundaria común nos encontramos a
inicios de diciembre en un almuerzo de camaradería. Pero un par de meses antes,
el 6 de octubre, nueve integrantes de la Promoción 1958 asistimos al local de
nuestro colegio a una sencilla y corta actuación por el Día de Ricardo Palma.
Terminado el acto, invitamos al director y directivos presentes a un cóctel que
habíamos hecho preparar. Se realizó en las oficinas de la dirección y a la
celebración fueron sumándose luego varios de los profesores, por lo que en
algún momento llegamos a ser más de 25 personas.
Como
nuestros invitados no tenían por qué saber cómo se llamaban los antiguos
estudiantes allí presentes, uno de mis compañeros se dedicó a presentar a cada
uno de nosotros y, luego de hacerlo conmigo, desde el fondo de la reunión se
escuchó la voz de un hombre bajo, quizás ya sesentón, que mantenía la timidez
que en ese mismo momento los exalumnos presentes recordamos. Era Anaya y
lógicamente lo que dijo fue: “Filomeno, la pelota…”, ante la sorpresa de la
mayoría de los presentes por no comprender de qué se trataba y las sonoras carcajadas
de los cuarentones exalumnos. Mientras que mis compañeros contaban el origen de
la frase pronunciada por Anaya, yo lo estrechaba con un afectuoso abrazo y
quedaba convencido que esa sí era la última vez que le escuchaba esa expresión
al veterano profesor de educación física.
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