Estudiaba
en cuarto de Primaria de la Gran Unidad Escolar Tomás Marsano, que años después
se llamaría Ricardo Palma. Mi padre se desempeñaba como Asesor de Letras y
profesor de Lengua y Literatura de Secundaria. Un grupo de alumnos que
egresaban ese año lo invitaron a acompañarlos en el viaje de promoción al norte
y decidió llevarme. Estábamos a fines de julio de 1952 y tuve ocasión de
escucharlo o conversar varios días seguidos con él. El viaje fue en el ómnibus
del colegio que era pequeño y por cierto cómodo para viajes en la ciudad pero
no en carretera. Sólo tenía 25 asientos y eran unos 30 ó 32 alumnos. Un
auxiliar de educación, mi padre y yo ocupábamos un asiento doble y los
estudiantes se turnaban en usar 23 asientos restantes y los seis o siete
banquitos de madera acomodados en los pasillos.
Acababa
de cumplir los 10 años y mi padre los 50. Si bien los 40 años de diferencia nos
colocaron en generaciones muy distintas, conversar con él y, sobre todo,
escucharlo fue siempre una forma de acercarnos. Me interesaba mucho cuando
hablaba de los años veinte, particularmente de todas las actividades que se
realizaron en Lima en 1921 con ocasión del centenario de la independencia, así
como en 1924 al celebrarse el centenario de la batalla de Ayacucho. También
sobre cómo había sido testigo de la llegada de los autos y los aviones a Lima,
así como del cine, la radio, el teléfono y tantas otras cosas. No podíamos
saber aun que, en muy pocos años, también tendría ocasión de ver la llegada de
la televisión y mucho menos que en esa caja que trasmitía imágenes vería la
llegada del hombre a la Luna diez y siete años después.
Pero
regresemos a 1952, aunque recuerdo vagamente el viaje. El alojamiento en los
colegios San Juan de Trujillo y San José de Chiclayo, ambos con internado y por
lo tanto con instalaciones para recibir huéspedes en época de vacaciones
escolares. También la visita a Casagrande, a los museos Chiclín cerca de
Trujillo y Brüning en Lambayeque, a la fortaleza de Paramonga y a la ciudad de
adobe más grande del mundo, Chan Chan. Pero aunque no puedo precisar los temas,
si tengo muy nítidamente en mis recuerdos escuchar a mi padre conversando en el
ómnibus con todos. Y en las noches, en el alojamiento teníamos largas charlas
hasta quedarnos dormidos.
EN EL
ESTADIO NACIONAL EN SU ANTERIOR INAUGURACIÓN
Ese
mismo año, a las pocas semanas de inaugurarse el nuevo estadio Nacional, pese a
su poca afición por los deportes, fuimos dos de los pocos espectadores en la
tribuna norte de un aburrido partido de Alianza Lima, mi equipo, no sé si con
Mariscal Sucre, Centro Iqueño o Ciclista Lima, clubes de aquella época que se
turnaban en quedar al borde de la baja. Alianza, la U, el Deportivo Municipal y
Sporting Tabaco -que se convertiría pocos años después en Sporting Cristal-
juntos con los dos equipos del Callao: Atlético Chalaco y Sport Boys, eran los
otros equipos que siempre estaban mejor colocados. El décimo equipo del
campeonato siempre variaba y lo normal es que subiera de categoría para
regresar a la segunda división al culminar el torneo. Entre esos equipos
“pasajeros” en primera división que recuerdo de esa época estaban Porvenir
Miraflores, Association Chorrillos, Carlos Concha, Defensor Arica, etc.
Pero
volvamos a esa noche de noviembre de 1952. No hubo conversación sino
aburrimiento por un partido flojísimo. Sin embargo yo estaba deslumbrado, no
sólo porque era la primera vez que iba a un estadio, sino porque eran las nueve
de la noche y parecía que estuviéramos de día debido al flamante alumbrado
artificial, mientras mi padre admiraba la edificación de ladrillo, cemento y concreto,
que reemplazaba al viejo estadio de madera al él había asistido, aunque muy
pocas veces.
Hasta
que mi padre se jubiló al iniciarse 1957, pese a hacer juntos el trayecto de
ida y vuelta entre el Rímac y Surquillo para ir al colegio hasta que terminé el
tercero de secundaria, no siempre teníamos conversaciones. En las mañanas,
viajábamos en el ómnibus del colegio que recogía a los profesores y de “yapa”
íbamos los hijos o sobrinos aunque en la última fila o parados si había muchos
pasajeros. El problema era cuando por alguna razón no funcionaba el ómnibus y
un profesor de inglés, don Oscar Elejalde, nos recogía en la Plaza de Armas. En
esos casos su preocupación por no llegar tarde hacia que su nerviosismo se
trasformara en gritos para hacerme avanzar más rápido cuando había salido
bastante después que él. “¡Alfredo, apúrate!” escuché por esos años en el jirón
Trujillo del Rímac o en jirón de la Unión, en la calle lateral a Palacio de
Gobierno y hasta en la avenida Sáenz Peña del Callao, algunas veces que
visitábamos por unos días a unos familiares muy cercanos de mi madre. A la hora
del regreso, sin embargo, en que el ómnibus no llegaba hasta el Rímac, solos o
con otros profesores, eran los momentos de extensas conversaciones mientras caminábamos hacia la casa.
Fueron
muy pocas las veces que no llegamos juntos a la casa. Y de una de esas
ocasiones tengo aun hoy un claro recuerdo.
HUELGUISTA
A LOS 14 AÑOS
Julio de
1956 era el último mes del gobierno de Manuel A. Odría y el director de la
unidad, Víctor Rabanal Cárdenas, había presentado su renuncia. A mi padre, en
esos momentos director del colegio nacional de secundaria común y sub director
de la unidad, le correspondió ocupar interinamente la dirección hasta que el
nuevo gobierno -presidido por Manuel Prado que asumiría el 28 de julio-
nombrara al reemplazo. En esos mismos días, el gobierno saliente decidió anular
el pasaje escolar –que creo era de 20 centavos- y en varios planteles estatales
de Lima y Callao -Guadalupe, Alfonso Ugarte, Bartolomé Herrera, Dos de Mayo,
entre otros- se convocaron huelgas. Por alguna razón no fue el quinto año sino
el tercero de secundaria que promovió la huelga en mi colegio una tarde del dos
o tres de julio de 1956. Y con un buen grupo de mis compañeros de año no
entramos a clases y, más bien, formamos piquetes para intentar persuadir al
resto para que no lo hiciera. Esa misma noche quedó restituido el pasaje
escolar, aunque posteriormente y a lo largo de todo el mes hubo varias marchas
y contramarchas al respecto.
Evidentemente
no acompañé ese día a mi padre en el ómnibus del colegio. Tomé mi tranvía y
llegué solo a la casa. La situación no podía ser más extraña. Mi padre de
director interino de la unidad y yo uno de los dirigentes de la huelga. No sólo
él tenía que saber que no había entrado a clases, sino también los auxiliares
de educación, que trataron de convencer a los alumnos para que ingresaran,
debían haberle dicho que su hijo estaba entre el grupo que dirigía la
paralización.
RESPETANDO
SE EDUCA
Sentados
a la hora de comida con mi madre y mis hermanas, la pregunta de mi padre era
obvia ¿por qué? En mi respuesta traté de dar los argumentos que motivaron la
huelga. ¿Estás seguro?, replicó. Y ante mi asentimiento, vino una frase que
marcó mi vida: “Cuando creas tener la razón, no temas enfrentarte a tu propio
padre”.
Ninguno
de los dos sabía esa noche del frío invierno de 1956 que con sus palabras se
estaban decidiendo los siguientes 35 años de mi vida. Dos años y medio después,
en febrero de 1959 cuando tenía 16 años, me convertí en el más joven militante
del Partido Demócrata Cristiano y más de doce años después, en junio de 1971,
con un sector de izquierda básicamente integrado por jóvenes renunciamos
colectivamente a ese partido. Aunque no es el tema, no está de más recordar que
en 1971 no había elecciones convocadas ni candidaturas por ocupar, era la época
que uno ingresaba a los partidos por convicción y también cuando se trataba
de convicción los podía, o mejor dicho, los debía dejar. En el ínterin,
además de cargos de menor jerarquía, había sido secretario general nacional de
la Juventud DC, integrante del Comité Ejecutivo Nacional del partido por cuatro
años, presidente de la Juventud Demócrata Cristiana de América Latina y miembro
del Comité Mundial de la Unión Internacional de Jóvenes Demócratas Cristianos.
Todo lo anterior lo supo mi padre, siempre siguió respetando mis
decisiones, incluso por varios episodios de mi actividad política se
enorgulleció aunque se cuidó de no decírmelo abiertamente. Lo que sé que nunca
aceptó es que sacrificara mis estudios profesionales por la política. Y había
pasado más de un año y medio de su muerte, cuando con buena parte de ese grupo
ex demócrata cristiano y sectores de otros orígenes ideológicos formamos en
1976 el Partido Socialista Revolucionario al que dejamos también colectivamente
quince años después en 1991. Pero esas son otras historias que ya no conocería
mi padre.
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