En mayo de 1987 viajé a Bulgaria a un congreso del Frente de la Patria de ese país, encabezaba la delegación del Partido Socialista Revolucionario y me acompañaba Juan Borea, entusiasta organizador, disciplinado militante, incansable trabajador, ferviente católico, enemigo de formalidades en el habla y en el vestido, pero sobre todo, maestro por vocación y leal amigo. Viajaba también Alfonso Barrantes encabezando una delegación de IU, acompañado del senador Rolando Breña. Aun cuando no lo sabíamos en ese momento, este viaje sería el último como presidente de IU y su realización serviría para precipitar una crisis interna del frente que terminó con su renuncia irrevocable.
Borea inicialmente no había aceptado que lo propusiera para ese viaje, ya que tenía previsto preparar varios documentos para una conferencia organizativa que deberíamos de tener en julio. Como yo debía trabajar con él alguno de los temas, le propuse que durante las horas de vuelo –que no serían pocas- nos dedicáramos a tomar todos los apuntes para que quedaran los documentos listos para la redacción final. Insistí en que me tendría totalmente a disposición y sin interrupciones por ninguna otra reunión. Los argumentos resultaron buenos ya que venció su resistencia. Contando con su anuencia, plantee que fuera Borea quien me acompañara, lo que fue aceptado por la Comisión Política.
No está de más indicar que esa propuesta obedecía a que consideraba que, además del secretario general y el de relaciones internacionales, en casos que no fuera indispensable la presencia de alguno de ellos o de ambos, debían viajar otros miembros de la Dirección Nacional. Prácticamente todos los miembros de la Dirección Nacional viajaron en el periodo de mi secretaria general, además de dirigentes regionales o militantes destacados. Además por cierto, de las invitaciones directas a Leonidas Rodríguez, presidente del PSR y, además por esos años, presidente de la Coordinación Socialista Latinoamericana
BOREA ME HIZO TRABAJAR TODO EL VUELO
Pasado el control de migraciones, sentados en la sala de espera para iniciar el viaje, Juanito Borea me preguntó –libreta en mano- lo que demoraríamos en el aire en los vuelos a Quito, Cayena y Paris, que eran las tres escalas previstas. Luego que le di aproximadamente la respuesta, se puso a sacar cálculos y a escribir y, luego de unos minutos, mientras yo estaba conversando con Barrantes, se acercó para mostrarme el cronograma de trabajo que tendríamos durante el vuelo. Cuando Juan se retiró a revisar sus papeles, Alfonso me miró sonriente y me dijo: algo grave habrás hecho para que tu partido te haya pasado a disciplina y condenado a trabajos forzados. Antes de subir al avión, Juan volvió a la carga con libreta en mano y me pidió algunas precisiones sobre los temas que teníamos que desarrollar.
Debo decir que en esas horas de viaje, Borea no cesó de tomar nota de todo lo que íbamos conversando, a partir del índice de temas que teníamos que desarrollar. Cuando pasaban bebidas, Borea no interrumpía el trabajo, mantenía sus papeles en su bandeja y dejaba su gaseosa en la mía. Mi única posibilidad de descanso eran las comidas, que Borea disfrutaba plenamente y que felizmente fueron cuatro en total. Algunos minutos extras de descanso yo ganaba, cuando le decía que ya estaban sirviendo la comida apenas comenzaba el reparto en filas delanteras aunque faltara para que llegaran a la nuestra, ya que Inmediatamente Borea guardaba los papeles y se acomodaba para recibir su bandeja.
Antes de nuestro aterrizaje cerca del mediodía en París –donde esperaríamos el vuelo a Sofia en la mañana siguiente- habíamos concluido con el trabajo previsto por Juan al salir de Lima. Días después, cuando salimos los dos de Sofía, en el vuelo hacia Praga, Juan me leyó una primera redacción de documentos, en los que había volcado los apuntes tomados en el vuelo desde Lima. Le hice algunas observaciones, correcciones y precisiones que tres días después, mientras volábamos entre Praga y Berlín, comprobé que había incorporado. Cuando estuvimos de regreso a Lima, sólo le quedó pasar los textos para imprimirlos a mimeógrafo.
Debo decir que en esas horas de viaje, Borea no cesó de tomar nota de todo lo que íbamos conversando, a partir del índice de temas que teníamos que desarrollar. Cuando pasaban bebidas, Borea no interrumpía el trabajo, mantenía sus papeles en su bandeja y dejaba su gaseosa en la mía. Mi única posibilidad de descanso eran las comidas, que Borea disfrutaba plenamente y que felizmente fueron cuatro en total. Algunos minutos extras de descanso yo ganaba, cuando le decía que ya estaban sirviendo la comida apenas comenzaba el reparto en filas delanteras aunque faltara para que llegaran a la nuestra, ya que Inmediatamente Borea guardaba los papeles y se acomodaba para recibir su bandeja.
Antes de nuestro aterrizaje cerca del mediodía en París –donde esperaríamos el vuelo a Sofia en la mañana siguiente- habíamos concluido con el trabajo previsto por Juan al salir de Lima. Días después, cuando salimos los dos de Sofía, en el vuelo hacia Praga, Juan me leyó una primera redacción de documentos, en los que había volcado los apuntes tomados en el vuelo desde Lima. Le hice algunas observaciones, correcciones y precisiones que tres días después, mientras volábamos entre Praga y Berlín, comprobé que había incorporado. Cuando estuvimos de regreso a Lima, sólo le quedó pasar los textos para imprimirlos a mimeógrafo.
CAMINATA AGOTADORA Y COMIDA REPARADORA
Juan es un tenaz trabajador, pero también un incansable trotador. Además, algunas veces bastante ansioso para comer. Cuando llegamos a Paris, luego del almuerzo que nos invitó el embajador del Perú, en ese entonces Hugo Otero, le dije para caminar un par de horas por esa imponente ciudad donde él nunca había estado. Cuando comenzamos alrededor de las tres y media de la tarde prácticamente no paramos de caminar a un ritmo rápido hasta las ocho de la noche que regresamos al hotel, él feliz, yo agotado.
Juan hubiese seguido caminando por más tiempo, si no fuera porque teníamos vales para la comida en el hotel de Air France. Allí nos encontramos con Alfonso y Rolando y, después de comer opíparamente, mientras íbamos a pedir los cafés, llegó una pareja de grandes amigos, Leyla Bartet y Carlos Ortega. Justo en esos momentos pasó una enorme macedonia, copa de frutas y helados, a la que Borea no pudo dejar de mirar con avidez cuando la sirvieron en una mesa vecina. Cuando comprobamos que con el total de los cuatro vales, no sólo cubríamos la comida sino también los cafés de nuestros dos amigos y la macedonia, la ordenamos para felicidad de Juanito.
Pero lo más importante para Juan en Paris había sucedido durante el almuerzo que Hugo Otero nos invitó. Además de los cuatro viajeros y algún miembro de la embajada, asistieron un par de amigas de Alfonso, afincadas en Francia. Una de ellas, Carmen Sánchez, había estado en Lima meses atrás y comentó lo impresionada que estaba por un colegio privado de educación nada tradicional y que tenía en poco tiempo alumnos a los que se les notaba mucha personalidad. Como en esa época se hablaba mucho de la experiencia del colegio Los Reyes Rojos, fundado y dirigido por el notable educador Constantino Carvallo –quien desapareciera prematuramente el 2008- alguien preguntó si se trataba de ese colegio. Ella lo negó y, luego de hacer memoria, dijo que creía se llamaba Héctor de Cárdenas.
¡Carajo mi colegio! gritó Borea rompiendo la tranquilidad del restaurante parisino. En ese momento el Héctor de Cárdenas apenas tenía tres o cuatro años de fundado, pero ya estaba imbuido del espíritu de educador de Juan, director que seguramente la mayoría de los integrantes de las veintitantas promociones que hoy existen, muy pocas veces vieron usar saco y corbata, pero a quien ciertamente recuerdan verlo al frente de sus caminatas o marchas en bicicleta hasta San Bartolo, corriendo junto a ellos en los partidos de fulbito, gritándolos para poner orden, así como comandando las excursiones más ricas en experiencia y más austeras en gastos que jamás en los colegios privados de Lima se hayan realizado.
Qué lindo conservar el espíritu joven. El respeto y el reconocimiento mutuo en los amigos, son valores que se acrecientan con el tiempo y se constituye en el mejor testimonio de quienes somos...
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