El 27 de setiembre último se presentó en el
Auditorio del BBVA Banco Continental
el libro “¿PARA QUÉ SIRVE EL PODER? Vida,
política y ética a los setenta años de Alfredo Filomeno”. En la contra carátula tiene el siguiente texto:
“Este
libro es un homenaje a un hombre que convirtió su actividad política en un
permanente compromiso con valores e ideas que hoy pueden parecer exóticos:
solidaridad, desinterés, trabajo en equipo, ética a prueba a toda clase de
corrupciones, las que ofrece el oro o las que seducen con las sensualidades del
poder.
Pero
es también un conjunto de ensayos suscitados por los setenta años de Alfredo
–el flaco- Filomeno. Hay reflexiones sobre la educación, la democracia y los
partidos políticos. Hay recuerdos de su vida, su escuela, su familia, sus
amigos, sus colegas.
Ideas
y emociones escritas por los que lo han conocido desde una juventud de tesonera militancia partidaria, arduos momentos de clandestinidad y
persecución, silencioso y sonriente sacrificio en pos del bien común,
sin desánimo ni amargura.
Y para comprobar que de ninguna manera se ha vivido en vano, están las páginas selladas por la contundencia del amor de su esposa y sus hijos.
El siguiente es el texto que
leí en esa ocasión al que sólo le he añadido subtítulos:
Permítanme comenzar con una sola palabra: gracias.
Gracias
a todos los que aquí se encuentran, gracias a los que enviaron sus palabras de
adhesión, gracias a los que no están presentes pero se sienten identificados
con el reconocimiento que hoy se ha querido dar. Gracias a Juan Borea, quien me
amenazó en las últimas navidades con celebrar lo que él llamó entre carcajadas,
la efemérides de mis 70 años y que comprometió a Susana Bedoya, a Nano Guerra
García y a muchas otras personas, principalmente a algunos que eran bastante
jóvenes en los años 80, a todos los que agradezco especialmente, para organizar
esta actividad que culmina hoy con la presentación de un libro que, a propósito
de mis 70 años, intenta hacer algunos aportes sobre ética y política.
Gracias
a los amigos que han participado con sus ensayos y testimonios. A aquellos con
los que compartimos en los años 60 la militancia en el Partido Demócrata
Cristiano que nos hermanó para siempre. A aquellos con los que luego fuimos
parte de los fundadores del Partido Socialista Revolucionario a mediados de los
70. A los que conocimos en esa misma época e iniciamos desde el trabajo
partidario una gran amistad y a quienes eran jóvenes militantes socialistas de
los 80. Y en especial a dos antiguos amigos, en las buenas y en las otras, que
desde fuera del país enviaron sus escritos: José Miguel Insulza e Ismael Llona,
chilenos que conocimos como democristianos y con quienes tuvimos parecida
radicalización ideológica que nos llevó a la izquierda de nuestros partidos,
primero, y a partidos socialistas después. Debo indicarles además mi gran
satisfacción al rencontrarme hace unos minutos con Ismael acompañado de su hija
Andrea, que llegó al Perú en 1973 asilada a los 6 años. Ellos han viajado
especialmente más de cuatro mil kilómetros para acompañarnos esta noche, algo
que agradezco inmensamente.
Gracias
a Julio César Mateus y Elohim Monard, representantes del Grupo Coherencia, a
quienes si bien poco conozco, he visto en sus aportes que en pleno siglo XXI es
posible que jóvenes comiencen a gestar proyectos políticos serios y
comprometidos con las actuales necesidades de nuestro país.
Este
libro -del cual me enteré cuando estaban listos todos los textos y fotos, pero necesitaban
identificar a los fotografiados- se gestó hace unos seis meses y no solo contó
con los amigos que se mencionan en los créditos, sino con muchos colaboradores
anónimos que cumplieron las ocultas pero siempre necesarias tareas de
coordinación sin las cuales nada camina y a quienes también agradezco. Gracias
al cariño manifestado por Pancho Guerra García, por ofrecerse a pintar la
carátula, la cual me permitieron ver hace muy pocos minutos.
Gracias
a Augusto Shibuya y a su esposa Patty, dado que desde su imprenta no sólo
pusieron profesionalismo y eficiencia, sino cariño, consideración, desinterés y
generosidad.
Gracias,
por cierto a Juan, Chema, Nano y Henry por acompañarme en esta mesa -espero que no para hacer patente que soy el
mayor de todos ellos- por sus palabras que significan, más allá de cada
particular forma de expresarlo, el compromiso que todos ellos asumieron desde
muy jóvenes con la necesidad de un país más justo, más integrado, más
solidario.
Gracias
finalmente a mis tres hijos -dos que viven en Lima y una que llegó hace pocas
horas de Washington dejando por tres días a mis dos nietas- por haberse
adherido entusiastamente desde el inicio a este proyecto y por haber hecho lo
necesario para que este libro sea entregado y no vendido, a tantos amigos
asistentes y por cierto a los que no han podido venir. Gracias a los tres por
ser como son y porque junto con su madre, me acompañaron aportando con creces
en la principal tarea colectiva que creo haber cumplido a cabalidad: la construcción de una familia. Y para
Ana Maria, mi esposa ya por más de 40 años, no sólo mi reconocimiento por el
esfuerzo que desplegó para que el proyecto saliera adelante -sobre todo porque
estoy seguro lo difícil que le debe haber sido guardarme un secreto- sino porque
a este proyecto, al igual que a todo lo que hemos pasado en la vida, le inyectó
su gran amor.
HABLEMOS
DE VIEJOS
Aun
ahora me resulta inusitada esta forma de celebración de los setenta años que
cumplí hace unos tres meses, edad a la que hace algunas décadas me hubiera
imaginado que llegaría en apacible retiro, cuando no en descanso final. Porque
si me hubieran pedido a los 20, 30 ó 40 años, que defina en una sola palabra a
quien tiene 70, es posible que sólo una se me hubiera ocurrido: viejo.
Hablemos
entonces sobre viejos, calificativo siempre relativo dependiendo de cada época.
Si recorro diversos momentos de mi actividad política a la que dediqué largos e
intensos años, me resulta difícil encontrar mayores de 70 años. Por el mes de
marzo de 1959 conocí y comencé a tratar a don Javier Correa Elías, entonces
presidente del Partido Demócrata Cristiano. Los jóvenes de esa época se
referían cariñosamente a él como “el viejo Correa”. Le faltaban un par de meses para cumplir 61 años. En 1966, mientras
esperábamos que hubiera quórum para una reunión, seis dirigentes democristianos
agarramos una pelota de plástico y jugamos una “pichanguita” de viejos contra
jóvenes. Yo tenía 24 años y los otros dos jóvenes 30 y 31. Eran el diputado y
ex ministro Valentín Paniagua y el ex ministro Javier Silva Ruete, extraordinaria
persona desaparecida hace apenas una semana. Los viejos eran los también
diputados Alfredo García Llosa y Federico Hurtado y el senador Héctor Cornejo
Chávez. Ninguno de los tres llegaba a los
50 años.
A
finales de 1977, a un año de fundado el Partido Socialista Revolucionario, para
presentarlo realizamos un gira por varios países de Europa. La iniciamos en
Suecia donde me encontré con los generales Leonidas Rodríguez y Arturo Valdés
deportados en México y Rafael Roncagliolo asilado en ese mismo país. Alguno de
nuestros amigos suecos consideró que era una buena combinación una delegación
con dos dirigentes jóvenes, señalándonos a Rafo y a mí de 33 y 35 años, y dos
dirigentes viejos, refiriéndose a los generales. Leonidas tenía 56 años y Arturo cumplió 59 pocos días después. En
Madrid, los cuatro y además otro más joven “Chema” de apenas 31, tuvimos
ocasión de conversar con el reputado intelectual y parlamentario Enrique Tierno
Galván, quien año y medio después sería elegido alcalde de Madrid, ciudad a la
que gobernaría por dos periodos hasta su muerte en 1986. Cuando conversamos con
él hacía un buen tiempo ya que se le conocía como “el viejo profesor”. Tenía 59 años.
Podría
quizá seguir hurgando en mi experiencia para continuar dando ejemplos sobre
“viejos” cincuentones o sesentones. Pero es evidente que la percepción de los
menores es la que califica cuándo comienza la vejez de los mayores. Pero
dejemos esta ya incómoda reflexión sobre la edad, para ir a lo que significa
que tantos amigos acepten escribir este libro, para un reconocimiento hacia mi
vida -que me resisto a calificar de homenaje- que no he tenido más que aceptar
agradecido.
RECONOCIMIENTO
A LA MILITANCIA POLÍTICA AUTÉNTICA
Cuando hace
poco más de tres semanas fui informado sobre la publicación, tuve por unos
segundos un inicial y casi natural rechazo por lo que podría ser calificado
como una tardía afición por la figuración. Pero casi inmediatamente me sentí
halagado, ya que pensé en que si alguna vez se le puso nombre y apellido a
algún “soldado desconocido” este libro puede ser una manera de homenajear al
“militante desconocido”.
Se puede
decir que lo que acabo de afirmar es exagerado, ya que es evidente que no puedo
pretender haber sido exactamente un desconocido, dado los cargos ocupados en la
política partidaria en las pasadas décadas. Se trata de otra cosa. Como el
soldado que va a la guerra sin otra motivación que luchar por su país y termina
protagonizando un acto inusual, los militantes políticos hace treinta, cuarenta
o cincuenta años teníamos idéntica motivación. Y algunos, nos encontramos en el
camino con los cargos y -por justamente la responsabilidad del compromiso- los
asumimos tratando de hacerlo lo mejor posible. No ingresé a la militancia
política para tener algún cargo, sino la temprana experiencia de ver el
sufrimiento y las carencias en nuestro país, fue lo que me lleva a ella -como
lo apunta Nano Guerra García- como forma
de “buscar ideas que las eviten, que las
corrijan, que las combatan…”.
El
mérito que quizá sí tuve, fue que cuando me tocó pasar de la militancia a la
dirigencia lo hice sin desafinar, en un país en que lo que resulta difícil es
que alguien pueda trocar la dirigencia con la militancia sin desentonar. Y es
sobre esto que quiero hacer algunas reflexiones en esta noche. Mis cerca de 35
años de militancia política efectivamente corresponden a la época que, desde
otras trincheras y con distintos signos ideológicos, miles de jóvenes se
entregaron a la actividad política dejando de lado legítimos intereses
personales.
Pero más
específicamente, mi militancia no se entendería sin contar con algunas
características que son comunes a mi entorno político no sólo en el país sino
fuera de él. Una de las principales es el sentido de equipo. Y acudo a lo que
dice José Miguel Insulza, que es
válido para varios países de nuestro subcontinente, cuando se refiere a la
amistad entre quienes hicimos política desde los años 60 y remarca. “Eso es natural: en nuestra generación, la
de Alfredo Filomeno, la mía y la de la mayoría de quienes le rinden homenaje en
éstas páginas, eso ha sido así. Nuestra historia no es una historia de
individuos aislados, sino de personas que han compartido muchas jornadas en una
batalla por la democracia, la libertad y la justicia, que parece no tener fin”.
Pero no
sólo es una generación en que el sentido colectivo primaba, sino también la de
quienes vivieron momentos difíciles, amenazados en su vida incluso, y que -a
diferencia de lo que dice la canción- cuando la tortilla se volvió, no
guardaron rencores y se comportaron con la misma sencillez de siempre. Amigos
chilenos, bolivianos, uruguayos, argentinos o nicaragüenses que pasaron por
Lima cuando estuvieron en el exilio o perseguidos en sus países, no variaron su
forma de ser cuando posteriormente volvieron a pasar, ejercieron cargos de
ministros, parlamentarios o embajadores.
PERSISTIR
EN EL DIÁLOGO Y EN AFIANZAR LA DEMOCRACIA
Como el
dirigente nacional más joven de la Democracia Cristiana me tocó participar en
esfuerzos unitarios, para formar un frente de centro izquierda con la
dirigencia oficial de Acción Popular -cuando manifestaban discrepancias con su
jefe Fernando Belaunde- y la Unidad de Izquierda que hegemonizaba el Partido Comunista
Peruano a fines de 1967 e inicios de 1968. Diez años después ya como dirigente
nacional del PSR me encargaron participar en los intentos frustrados de formar
una lista unitaria de la izquierda para las elecciones constituyentes de 1978,
así como en la gestación de un frente que resultó poco significativo a inicios
de 1980. Pero fue en el segundo semestre de ese año cuando se creó Izquierda
Unida, en la que pude jugar un papel de mayor importancia porque podía moverme
con mayor libertad, debido a que era el único dirigente que no consultaba los
detalles de los avances y podía firmar compromisos, ya que tenía un mandato
general de buscar la unidad y, sobre todo, la confianza plena en que lo poco o
mucho que consiguiera era todo lo que podía conseguir.
Como
nuestros primeros años de aprendizaje político lo hicimos en estructuras
partidarias que privilegiaban la democracia interna, la elección de sus
dirigentes desde las bases distritales y la renovación periódica de sus
autoridades, tratamos de conjugar esta fe en la democracia con los anhelos de
justicia social. Eso puede ilustrarse mejor con un párrafo de mi intervención
con ocasión del encuentro de más de 160 partidos y movimientos, realizado en
Moscú en noviembre de 1987, con ocasión de los 70 años de la Revolución de
Octubre. En esa ocasión, al referirme a nuestra opción por la democracia dije: “Si queremos la democratización de la
sociedad, la democracia resulta estratégica y no sólo táctica y debemos adecuar
nuestra acción política a esa situación…” No es casual entonces, cuando Rafo
Roncagliolo escribe que los dos después
de integrar la DC y el PSR, “renunciamos
a la militancia partidaria e iniciamos una reflexión anclada en una
preocupación compartida por la democracia”.
Sentido
de trabajo colectivo, sencillez en el trato, confianza en lo que hace el otro,
tratar de sumar voluntades, respeto a lo que cada uno puede hacer mejor,
espíritu genuinamente democrático, son los rasgos que definen a la generación
de quienes nacidos entre 1935 y 1945 -o un año más para incluir a Chema-
ingresamos a la política en la Democracia Cristiana entre los años 1956 y
mediados de los 60 y que hacia el final de la década evolucionamos a posiciones
izquierdistas, sin perder varias de nuestras convicciones.
Pero lo común
en un grupo generacional, no quita la individualidad. Y la percepción que sobre
mí tienen los que escriben este libro, me hizo inicialmente mirarme desde
afuera, como si se tratara de un personaje a analizar. Sé que puede ser poco
elegante hablar sobre uno, pero no me queda más remedio considerando que el
libro contiene muchos testimonios sobre mí.
Pese a
mi predisposición a la búsqueda de consensos a través del diálogo, no fue fácil
representar ininterrumpidamente al PSR, único destacamento partidario no
marxista-leninista del frente, en el Comité Directivo Nacional de Izquierda
Unida, desde su fundación en setiembre de 1980 hasta su división en enero de
1989, como miembro alterno primero y como titular después.
Como
comprobarán al leer el libro, el mismo Insulza dice: “Lo que más llama la
atención es que todos coinciden en poner de manifiesto su permanente
disposición al diálogo y su incansable búsqueda de acuerdos que permitieran
avanzar”.
PERFIL
BAJO PARA PROPICIAR AVANCE COLECTIVO
Hay
también coincidencia en señalar mi opción por el perfil bajo y mi serenidad en
momentos complicados. Pablo Tarazona afirma “está donde hay que estar
pero nunca sale en la foto” e Ismael Llona dice que solidarizarse con los perseguidos por Pinochet a mediados de los
70 tenía sus riesgos y “Alfredo los
corrió con su tranquilidad de siempre. Era ya un revolucionario quieto, el
hombre que enfrentaba las tormentas de una manera apacible”.
Este
deliberado perfil bajo por el que reconozco muchas veces he optado, se explica
justamente por el sentido de trabajo en equipo de mi generación. Adaptando una
comparación que fue utilizada hace unos treinta años en España, quiero decir
que he vivido la actividad política pública como el manejo de una cafetería.
Algunos tienen que atender en el mostrador, ser la cara ante el público,
mientras otros deben estar en la cocina preparando las cosas para mantener la
reputación del negocio. Pero los unos no funcionan sin los otros. Bueno, debo
dejar cualquier alarde de modestia para decir que, aunque las veces que me tocó
el mostrador, creo, no lo hice mal, la mayoría de las veces me tocó estar en la
cocina donde lo hice mejor.
Quiero
por lo anterior reivindicar el sitio de los segundos en política, a los que
tratan de cumplir sus tareas sin que se le vaya la vida si no son los primeros.
O en un término que pido prestado a Llona los mediocampistas de la política, que no meten goles ni los impiden
en la línea del arco, pero que sudan la camiseta en todo el partido. A los que
no imponen un liderazgo sino les llega. Como recién lo he terminado de
comprender en los últimos días, son otro tipo de liderazgos que no obtienen
incondicionalidad sino respeto, que no despiertan febriles adhesiones
temporales sino permanente consideración y cariño.
Está
suerte de análisis de personalidad al que he sido sometido en los distintos
testimonios, descubren incluso una faceta que no hubiera imaginado que tenía:
la imagen paterna, de educador y consejero, que implicó hasta que los
dirigentes jóvenes sometieran a mi inspección sus calificaciones
universitarias.
COMPROMISO
DE TRASMITIR EXPERIENCIAS
Varios
de los testimonios presentados en el libro hacen alusión a mi memoria y más de
uno reclama que debería compartir mis vivencias. He pensado sobre esto en las
últimas semanas, ya que hay muchos sucesos, anécdotas o experiencias que guardo
en la memoria y que puedan ser testimonio de más de tres décadas intensas. Como
muestra, sólo dos, sobre amigos que comparten esta mesa ¿saben que una noche en
1970, junto con algunos otros, acompañé al maestro Luis Jaime Cisneros a la
terraza del aeropuerto internacional para por lo menos gritarle adiós y buena
suerte a José María Salcedo, presidente de la FEPUC, cuya expulsión del país
había sido decidida horas antes en el ministerio del Interior? O que en 1987
una peruana residente en Francia contó que le habían hablado muy bien de un
colegio limeño que creía se llamaba Héctor de Cárdenas y que el silencio de un
elegante restaurante parisino se rompió cuando Juan Borea gritó “carajo, es mi colegio…”.
Lo leído
en los últimos diez días, desde que me permitieron conocer los textos del
libro, me ha ratificado la idea que tenía desde hace algunos meses de divulgar
mis experiencias. Por eso, estoy en las coordinaciones finales para la
aparición de un blog llamado “Crónicas del siglo pasado”, para relatar hechos
políticos que viví como actor, mis experiencias de viajero internacional
hablando sólo español, así como reminiscencias familiares y recuerdos de mi
vida escolar y la de mis compañeros de la promoción 1958 de la GUE Ricardo
Palma con los que hasta hoy me reúno.
Pero las
referencias a mi memoria, quiero terminarlas con algo escrito por Chema
Salcedo que creo que me interpreta
cabalmente: “Su memoria es prodigiosa y
casi una maldición porque le obliga a recordar siempre que hay un pasado en
nuestro futuro…”
Esta
afirmación me hace pensar que cuando me refería hace unos minutos a las
características de mi generación, debí añadir otra: saber mantener, más allá de
las discrepancias, el aprecio por la tienda que nos cobijó y por los amigos que
ahí dejamos. Cuando renunciamos a la DC, no renunciamos a lo que por convicción
en ese partido habíamos defendido durante años. Por eso el máximo respeto
cuando ya estábamos en partidos distintos y el no caer en la farsa de proclamar
haber sido engañados cuando allí llegamos con nuestros propios pies, ni tampoco
a ocultar nuestra anterior militancia, sabiendo que por convicciones la
habíamos asumido y por convicciones también la habíamos dejado, en momentos que
por cierto, no habían elecciones ni candidaturas a la vista. Siempre he tenido
muy claro que una cosa es vivir en el pasado y otra muy distinta es olvidar
nuestro pasado.
SI EL
PAÍS CAMBIÓ DEBEN CAMBIAR SUS PARADIGMAS Y DIRIGENCIAS
Pero
dejemos aquí el personaje para ver los cambios ocurridos en el país desde que
comenzó a preocuparse por sus problemas.
Estoy
seguro que formo parte de la generación que vivió la etapa en que más cambió
nuestro país en términos demográficos. Y con el actual comportamiento en el
crecimiento de la población es muy difícil que otra generación viva lo mismo
más adelante. Sin ser plenamente conscientes de lo que estaba ocurriendo, en
nuestra adolescencia y juventud vivimos la ola migratoria que se inició en los
años 50 y que en los veinte o treinta años siguientes se hizo incontenible y
cambió definitivamente el Perú. Nacimos en un país donde las dos terceras
partes de la población vivía en la sierra y hoy allí sólo vive la mitad de los
que habitamos la costa. Los 520 mil habitantes que vivían en Lima y Callao en
los años 40 se han convertido actualmente en 9 millones. Vimos desaparecer
élites provincianas, que no pocas veces desafiaban la hegemonía limeña. No nos
dimos cuenta en varias décadas que éramos un país de migrantes. Y nuestra
ciudad cambió de tal manera que si nos hubiéramos parado en este mismo sitio
hace 50 años a pocos metros de nuestras cabezas, estarían pasando los aviones
para aterrizar en el aeropuerto internacional de Limatambo cuyas pistas estaban
situadas a dos o tres cuadras de aquí.
Tenemos
entonces que entender que el Perú es ahora un país bastante distinto. Que hay
paradigmas que hoy no sirven más. Sin duda que una de la razones del estallido
de los partidos políticos y la incapacidad de recrearse hace más de 20 años, se
debe a las peculiaridades de nuestro desarrollo político de la últimas décadas
en que la mayoría de los votantes no se sentía expresada y jugaba al mal menor
o a escoger a quien creía menos interferiría con sus emprendimientos iniciados
sin contar con el Estado, o a pesar de él. Se requiere de partidos políticos,
pero como dice Henry Pease
“…cuando los entendemos como asociación
de ciudadanos que buscan ser gobierno y tener poder para cumplir determinados
objetivos y programas comunes”. Y hay que considerar como los piensan los
jóvenes de Coherencia que “…la política en todo momento debe ser una
tarea creativa: nuevos espacios, nuevas ideas, nuevas soluciones” y, añado,
nuevas generaciones de dirigentes.
Es que
un país distinto requiere también liderazgos distintos. No es momento de
mantenerse bajo cualquier condición. Que así como debemos reconocer que hubo
quienes nos precedieron, no podemos ignorar que estamos precediendo a otros. O,
peor aún porque es patético, no puede haber liderazgo que se conserve
impidiendo asomarse a los que comienzan a destacar por temor a ser superados.
Hay mantener los mismos ideales, confiados en que habrá manos más firmes para
liderarlos y que no se trata de dejar la actividad, sino encontrar la modalidad
que mejor recoja nuestra experiencia.
¿Para
qué sirve el poder? se pregunta este libro. Y a lo largo de los ensayos se
perfilan las bases de una respuesta. Pero dejando de lado las respuestas
profundas de quienes con más formación y autoridad lo pueden hacer, debo
expresar con simpleza que el poder debe servir para dejar un país mejor al que
hemos recibido. Nada más, pero tampoco nada menos. Hay que buscar el poder para
intentar mejorar la vida de todos los peruanos, hay que ejercerlo para mejorar
la vida de todos los peruanos y hay que saber cuándo dejarlo para preservar la
mejora de la vida de todos los peruanos.
ALGUNAS
AFIRMACIONES FINALES
Quiero
finalmente enunciar afirmaciones absolutamente personales, incluyendo quizás algunas políticamente incorrectas. Me siento
esencialmente producto de la escuela pública. En la gran unidad escolar Ricardo
Palma aprendí lo que es ser peruano, es decir producto de la mezcla de sangres
y culturas llegadas de tres continentes confundidas con la sangre y cultura
americana. Vengo de una familia de varias generaciones de maestros, que no tuvo
riquezas, tuvo valores. En la década de los 60 pude tratar cercanamente y
durante varios años a un hombre absolutamente brillante y honrado como Héctor
Cornejo Chávez, sin duda mi primer maestro en política, y tener como amigos,
pese a las diferencias de edades a Javier Correa Elías y Alfredo García Llosa.
Traté en los 70 y 80, sucesivamente como jefe, compañero y amigo, a Leonidas
Rodríguez Figueroa y comprobé que hay hombres esencialmente buenos. También en
los 80 tuve una excelente relación personal con Alfonso Barrantes, lo apoyé las
veces que fue necesario y discrepé con él las veces que me resultó imperativo.
Hice amigos a lo largo de toda mi vida -coincidiendo o no con sus ideas- con
los que nos apreciamos mutuamente, pero en esta ocasión con sus escritos,
testimonios, asistencia y adhesiones me han demostrado su amistad
contundentemente. La mayor inversión de mi vida fue tratar de almorzar todos
los días con mi esposa y mis tres hijos entre 1982 y 1991 y lograr hacerlo por
lo menos cuatro veces semanales para reír, hablar y volver a reír todos
juntos...
Al
terminar estas palabras quiero hacerlo con algo que puede sonar a humor negro.
Leyendo este libro, que es el mejor regalo de cumpleaños que pude imaginar, me
he sentido testigo de mi propio velorio, cuando se suelen hablar sólo cosas
buenas del que se va, pero lo he apreciado vivo, sano y con todas mis
facultades, por lo que he recibido el impulso de seguir adelante por muchos
años más.
Gracias
a todos.
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