martes, 27 de noviembre de 2012

NO HEMOS LLEGADO A LONDRES SINO A HEATHROW (1977)

Durante la gira de presentación en Europa del recientemente fundado Partido Socialista Revolucionario llegamos a La Haya a mediados de noviembre de 1977 los generales Leonidas Rodríguez y Arturo Valdés Palacio, que habían sido deportados a México por el gobierno del también general Morales Bermúdez a principios de ese año, Rafael Roncagliolo, Rafo, asilado en ese mismo país desde poco más de un año y yo, subsecretario general del PSR, que había viajado desde Lima para integrar esa delegación. En esa ciudad decidimos dividirnos las tareas por unos días. Leonidas y Rafo regresarían a Bruselas para algunas reuniones pendientes y Arturo y yo viajaríamos a Londres. Tres días después nos reencontraríamos en París.

En esos días tuve oportunidad de gozar –quizás mejor sería decir sobrellevar- la total incapacidad de Arturo para orientarse en cualquier ciudad, aeropuerto y hasta edificio, acompañada de la inseguridad que ello le generaba incluso desde horas antes de emprender cualquier viaje.

Aprovechando que uno de los empleados de la conserjería del hotel hablaba castellano, el día anterior me informé de dónde salían los buses al aeropuerto, cuánto demoraba el trayecto del taxi del hotel al paradero de los buses y cuánto demoraban éstos en llegar al aeropuerto, así como cada cuánto tiempo salían, además de los precios respectivos. Como teníamos que chequear nuestros pasajes a las 6:45 de la mañana, opté por pedir al empleado que nos solicitara un taxi que nos recogiera una hora antes, así tomaríamos el bus de las 6 que demoraría unos 25 minutos en llegar al aeropuerto.

Después de una comida ligera -en realidad para los peruanos los holandeses tomaban desayuno tres veces al día- después de evaluar nuestras actividades en Holanda, coordinamos con Leonidas y Rafo cómo encontrarnos días después en París y quedamos con Arturo en vernos en el lobby del hotel a las 5:40 de la mañana. Como antes de la comida había dejado mi maleta lista y en la mañana sólo metería mi pijama, la ropa usada y útiles de limpieza en el maletín, nos quedamos conversando con Rafo un buen rato, mientras los dos generales se iban a descansar. Cuando subimos a nuestra habitación al borde de la medianoche, pedí que me llamaran a despertarme a las 5 de la mañana y le advertí a Rafo que el teléfono sonaría una vez para despertarme. Me dijo que no me preocupara ya que él volvería a dormirse con facilidad.

TRES LLAMADAS TELEFÓNICAS AL AMANECER

No sé si Rafo pudo dormirse en la madrugada siguiente después que no una sino tres veces sonara el teléfono de la habitación. La primera llamada fue a las 4 de la mañana. Era Arturo para decirme en tono ansioso si estaba seguro que en la conserjería se acordarían de llamarnos. A las 5 llamaron de conserjería y 10 minutos después otra vez Arturo. Me demoré un poco en contestar. ¿Estás dormido? me dijo preocupado. No, mojado, le contesté. ¿Cómo? preguntó. Acabo de ducharme y antes de comenzar a secarme sonó el teléfono, le dije. ¿Pero vas a bajar a tiempo? Seguramente si dejas de hablarme para poder secarme y cambiarme, le respondí riéndome.

Cuando a las 5:35 aparecí en el lobby, un furioso Arturo haciendo reiteradas señas a su reloj trataba de hacerse entender en castellano con un empleado del hotel que no comprendía nada. Cuándo le pregunté lo que pasaba, me dijo que la puntualidad europea era una farsa, que el taxi no iba a llegar nunca, que perderíamos el avión, que el empleado era un incapaz que no lo entendía o un redomado pillo confabulado con el incumplido taxista a quien la compañía aérea seguramente incentivaba para poder tener asientos libres, etc. Le mostré el reloj y le dije que se calmara ya que aun faltaban unos minutos. Y claro, a las 5 y 45 ingresó sonriente un fornido y rubicundo taxista que cargó nuestras dos maletas y nos hizo gestos para que lo siguiéramos.

En unos ocho minutos llegamos a una plaza desierta, que se me antojó enorme y nos dejó en un paradero techado donde habían unas quince personas. Arturo, quien aun desconfiaba, me preguntó si estaba seguro que nos había traído al lugar correcto, ya que como yo –al igual que él- tampoco hablaba ningún idioma no había conversado nada con el taxista. Le expliqué que la noche anterior había pedido el taxi para esa hora no para que nos llevara a cualquier lado sino para que nos trasladara al paradero de los buses. Pero ante su insistencia, en una mezcla de hartazgo por sus preguntas y de comprensión a su inseguridad le dije: Arturo, este paradero es el único iluminado de la plaza y es el único también en que hay gente, si miras a los que estamos esperando el bus te darás cuenta que todos traemos maletas o maletines, el letrero que está a nuestras espaldas además de palabras que no entendemos tiene una -airport- que significa aeropuerto en castellano y, además, si observas bien hay dos pilotos y tres aeromozas uniformados.

Aunque no se calmó del todo, si lo suficiente para los pocos minutos que faltaban hasta la llegada del bus con el dibujo de un avión en la parte delantera. Arturo subió aliviado y una media hora después llegamos al aeropuerto de Schiphol. Cuando nos dirigimos al mostrador de la compañía inglesa en la que viajaríamos no había una sola persona. Nos dejaron exclamó Arturo. Faltan aun unos minutos para que comiencen a atender le dije y añadí que preferí tomar el bus que nos llevaría al aeropuerto diez minutos antes de la hora en que comenzaba el chequeo que el que llegaba veinte minutos después, porque seguramente podría ya haber colas. Poco después fuimos de los primeros que chequemos en el mostrador y le dije que mejor pasáramos a la zona de las salas de embarque con bastante anticipación, lo que nos permitiría ver algunas tiendas o tomar un café. Asintió, por primera vez tranquilo ese día.

¿ESTÁS SEGURO QUE ES NUESTRO VUELO?

Una media hora después, un preocupado Arturo me dijo que en lugar de estar viendo a cada rato una pantalla de televisión en un idioma que ni siquiera entendía, más bien me preocupara por saber en qué momento nos tocaba embarcarnos. Le señalé el monitor que estaba mirando, que por cierto no era de ningún canal de televisión, y le mostré que allí aparecían las siglas de la compañía, el número de vuelo, el destino del viaje y la puerta de embarque respectiva, al igual que en los monitores que estaban por todos lados. Nuestra puerta está cerca de donde estamos ahora y apenas comience a parpadear nuestro vuelo en las pantallas nos dirigimos a ella para embarcar, le dije. Efectivamente, poco después llamaron, pasamos por la puerta respectiva hacia la manga para entrar al avión para unos 60 o 70 pasajeros y sentarnos en nuestros asientos.

Arturo sin embargo no estaba muy seguro de mis habilidades. Dudaba desde que se enteró, al inicio de la gira, que yo sólo hablaba castellano. Se hubiera sentido más seguro en ese corto viaje a Londres acompañado de Rafo que hablaba inglés bien y se defendía bastante en francés, además de entender el portugués y el italiano. ¿Estás seguro que es nuestro vuelo?, ¿Y si nos hemos subido a un avión que tiene otro rumbo?, me dijo. No nos hubieran dejado subir con nuestras tarjetas de embarque, le contesté. Luego de un largo silencio y mientras veía a una aeromoza que avanzaba por el corredor verificando que todos tuvieran sus cinturones de seguridad puestos, Arturo me preguntó si London era Londres en inglés, a lo que asentí. Segundos después, Arturo llamó a la aeromoza con insistentes ademanes y cuando se acercó señaló al piso tres o cuatro veces al mismo tiempo que movía ambos brazos en ademán de volar y preguntaba ¿London? , ¿London? Mientras yo sentía que la sangre se me agolpaba en la cara, la chica comprendió y sonriente asintió. Arturo radiante volteó hacia mí y me dijo, dice la señorita que este avión sí viaja a Londres.

Ya iniciando la marcha por la pista, cuando me preguntó a qué hora llegaríamos a Londres y le dije casi mecánicamente que a las 8 de la mañana. Miró su reloj y luego a mí con cara de decirme está bien que yo sea nervioso pero tampoco te burles. Tuve que apresurarme a aclarar que llegaríamos en una hora, a las 8 de la mañana hora de Londres que serían las 9, hora de Holanda.

Al bajar del avión, avanzamos tranquilamente hacia la entrada cuando Arturo me tomó el brazo y me dijo alarmado: Te lo advertí, nos trajeron a otro sitio, mientras me mostraba un letrero que decía Welcome to Heathrow. No me quedó sino reírme y le dije que era equivalente a encontrar en nuestro principal aeropuerto un letrero de Bienvenidos al Jorge Chávez.

No habíamos llegado aun a la ciudad misma, pero aun me esperaba alguna que otra muestra del nerviosismo de Arturo. Realizados los trámites de ingreso, el recojo de equipaje y el cambio de moneda, nos dirigimos en el mismo aeropuerto a la estación de un tren que nos llevaría a Londres. Un contacto del PSR con quien habíamos hablado una semana antes en Bruselas había quedado en esperarnos en la Estación Victoria, junto con una sobrina de Arturo que nos alojaría en su departamento. Además me había dado todas las indicaciones necesarias para tomar ese tren.

DESORIENTADO SIN REMEDIO

Embarcados ya, miré el letrero sobre la puerta del vagón que indicaba el nombre de las estaciones y vi que llegaríamos a nuestro destino después de ocho o nueve estaciones. Pero en la primera parada Arturo tomó su equipaje e hizo el ademán de pararse, así que le expliqué lo de las estaciones. Pero como en una o dos oportunidades el tren no paró, tuve que explicarle que seguramente eran estaciones con menor movimiento de pasajeros y no tenían la misma frecuencia para embarcar o desembarcar. Después de unos minutos, vino la pregunta ¿Y si no para en la estación Victoria, donde nos están esperando? Sonreí y le dije: Bueno saldremos en los noticieros de televisión y tu sobrina nos buscará en los escombros. ¿Qué….? me preguntó. Pero gritó de tal modo que otros pasajeros voltearon. Dejé de sonreír para reírme y decirle que la estación Victoria era la última estación y si no paraba terminaríamos descarrilados en el centro de Londres. No le causó mucha gracia mi comentario, por lo que respiró más tranquilo cuando bajamos del tren y nos encontrábamos con los dos peruanos que nos esperaban.

Ese día y el siguiente, tuvimos varios contactos políticos y con medios de comunicación. En todas las reuniones, Arturo era muy claro en sus exposiciones, como rotundo en sus opiniones. Para todos era una muestra que algo distinto había ocurrido en el Perú, cuando generales como éste había estado en el gobierno bajo el liderazgo de Juan Velasco Alvarado. Y en el par de reuniones con peruanos amigos, no necesariamente afines a nuestros planteamientos, Arturo también hizo gala de su sentido de humor y de su don de gente.
La tarde del segundo día, cuando regresábamos a casa de su sobrina en nuestro cuarto o quinto viaje por metro, me dijo entusiasmado al salir del vagón: Esta vez guío yo. No dije nada, mientras él avanzaba con seguridad, lo seguí por pasadizos y por una escalera. Llegamos a la calle y se dirigió resueltamente a la izquierda. Después de algunos pasos, me miró y me preguntó: ¿Vamos bien? No le dije, vamos en sentido contrario. Sorprendido me dijo si hace un par de horas bajamos las escaleras y volteamos a la derecha para entrar al metro. Cierto, retruqué, pero entramos por las escaleras de la vereda del frente. Y Arturo con voz sombría me dijo: Me rindo.

Y entonces, mientras desandábamos los pocos metros que en sentido equivocado habíamos recorrido, le dije unas palabras de las que aun ahora -más de 35 años después- estoy seguro: Arturo con todas las excelentes cualidades que tienes qué importa que seas una nulidad para orientarte. Y esta vez avanzamos riéndonos ambos por las calles de Londres que lucían despejadas y hasta cálidas a pesar de estar en los últimos días de noviembre.

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