A principios de este mes de junio cumplí 80 años. Al completar ocho décadas, he recordado algunos hechos claves de mi existencia. Tengo que retroceder 66 años para evocar una charla con mi padre que marcó mi vida. “Cuando creas tener la razón, no temas enfrentarte a tu propio padre” fueron las palabras que le escuché aproximadamente a las ocho de la noche del 2 o 3 de julio de 1956.
Estábamos sentados alrededor de la mesa a la
hora de la comida, mi padre, mi madre, mis tres hermanas menores y yo. Acababa de
mencionarle las razones por las que -junto con otros alumnos de mi salón- había
encabezado esa tarde la paralización estudiantil en mi colegio. No recuerdo si
mis argumentos eran sólidos, pero eran “mis” razones.
TEMPRANO ENFRENTAMIENTO A DICTADURA
Estudiaba el tercero de secundaria en la Gran Unidad Escolar Tomás Marsano, que un año después se llamaría Ricardo Palma. Con la medida nos sumábamos a los alumnos de varios otros colegios nacionales de Lima y Callao que desde esa mañana habían iniciado la paralización protestando por la subida del pasaje escolar y manifestándose contra el presidente de la república (Ver crónica “Cuando las lecciones se reciben en casa” del 29 de octubre de 2012).
El general Manuel A. Odría, elegido presidente
seis años atrás después que hizo encarcelar al otro candidato presidencial, en
su último mes en el poder ya no aparecía tan fuerte. La “revolución
de Arequipa” a fines de diciembre de 1955, logró la caída del temible
ministro de Gobierno y Policía de entonces, Alejandro Esparza Zañartu. En
febrero de 1956 se había sublevado en Iquitos el general Marcial Merino, denunciando
que Odría pretendía continuar en el poder. Y el 17 de junio, el candidato oficialista Hernando de Lavalle perdió
las elecciones presidenciales, siendo elegido presidente Manuel Prado
Ugarteche, con los votos del Partido Aprista Peruano, proscripto por Odría y cuyos
dirigentes estaban presos o se encontraban en la clandestinidad o en el
destierro. Pero además, la segunda votación
la había alcanzado el arquitecto Fernando Belaunde Terry, quien había
conseguido su inscripción por presión popular contra los designios del
gobierno.
En esos días finales de su gobierno, Odría no
terminaba de recuperarse de la fractura de cadera y fémur debido a una
estrepitosa caída ocurrida poco antes, cuando
según algunos se encontraba en una gran borrachera.
UNA CONVERSACIÓN QUE MARCÓ MI VIDA
En esas sus últimas semanas, la subida del
pasaje escolar motivó la protesta de los escolares, que incluyó movilizaciones
y paralizaciones como la que yo había estado propiciando ese día. Pero la
conversación de esa noche en mi casa no obedecía sólo a la natural preocupación
que un padre podía tener por la temprana actividad política de su hijo, que recién
había cumplido 14 años hacia menos de un mes. Había un detalle más, que no era
poco significativo. El director de la gran unidad había renunciado un mes antes
del cambio de gobierno y como director interino desde ese día estaba… justamente
mi padre.
En más de una oportunidad he señalado que,
aunque ninguno de los dos podía saberlo en ese momento, las palabras de mi
padre marcarían los siguientes treinta y cinco años de mi vida, ya que en la
práctica apoyaron mis impulsos de comprometerme en la acción política.
Dos años y medio después de esa tensa cena
familiar, en febrero de 1959 cuando tenía 16 años, me convertí en el más joven
militante del Partido Demócrata Cristiano, PDC, y más de doce años después, en
junio de 1971, junto con un sector de la izquierda partidaria -integrado básicamente
por jóvenes- renunciamos colectivamente a ese partido, después de intentar
vanamente que el PDC asumiera las tesis del socialismo comunitario. En el
ínterin, además de cargos distritales y departamentales, había sido secretario
general nacional de la Juventud DC, integrante del Comité Ejecutivo Nacional
del partido por cuatro años, presidente de la Juventud Demócrata Cristiana de
América Latina, JUDCA, casi un año e, integrante del Comité Mundial de la Unión
Internacional de Jóvenes Demócratas Cristianos. En 1976, con buena parte de ese
grupo ex demócrata cristiano y sectores de otros orígenes ideológicos
formaríamos el Partido Socialista Revolucionario, PSR, al que dejamos también
colectivamente quince años después en 1991.
CON LA MILITANCIA POLÍTICA BUSCABA JUSTICIA
SOCIAL
Regreso a 1956. Había comenzado tempranamente a interesarme sobre lo que pasaba en el país, y medio año después de esa conversación con mi padre cuando él estaba a un par de meses de jubilarse, a finales de diciembre de 1956, participé como entrevistador en un censo organizado por la municipalidad de Surquillo. Lo que se inició por un deseo de colaboración de tipo cívico se transformó en amargura por dolorosas imágenes de miseria que fui encontrando. Mi vieja casa en un segundo piso en el Rímac donde vivíamos -que se derrumbó en el terremoto que ocurriría en Lima diez años después- la imaginé comodísima y la austera vida familiar debido al siempre ajustado sueldo de profesor de mi padre, se me ocurrió más que suficiente comparándolas con los tugurios que censé y los niveles de pobreza que observé. Después de cuatro días, terminada mi labor en el censo, quedé impactado por la pobreza que había visto de cerca, particularmente la de los niños que lucían en total desamparo (Ver crónica "Censo en Surquillo despertó mi rebeldía” del 21 de febrero de 2014).
Después de ese censo quedé convencido que era
inaceptable la miseria de amplios sectores de la población peruana, que no
debían existir las diferencias tan grandes entre la riqueza de unos pocos y la
pobreza de tantos, que debía buscarse lo que había escuchado se denominaba
justicia social y como me estaba enterando en esos meses el sector privilegiado que la impedía era la oligarquía, a ella se debía de combatir. Al mismo tiempo,
las movilizaciones contra Odría a finales de su gobierno, conocer sus acciones
represivas y las denuncias sobre su enriquecimiento ilícito, me hacían reafirmarme
en que había que defender la democracia y luchar contra la corrupción.
Desde el cambio de gobierno y en los primeros
años del régimen de Prado, escuchando las conversaciones de amigos de la
familia y de profesores, pero también intercambiando opiniones con compañeros
de colegio, fui testigo de las discrepancias que durante más de veinte años
antes y más de cincuenta años después se
dieron entre apristas y anti apristas. Pero me quedó claro que no era con la
ciega indignación que se podía cambiar la realidad del país sino a través de la
política, es decir que tenía que pensar en un partido político.
Se vivía una etapa muy especial en el segundo
semestre de 1956, en 1957 y en 1958, con miles de apristas regresando a la vida
pública, con una aureola justamente ganada de “martirologio” durante el ochenio
de Odría. Sin embargo, tuve claro en ese momento que el Apra no era una opción.
Es que su pacto con la oligarquía al apoyar la elección de Prado -que hasta
podía ser explicado por la necesidad de lograr su vuelta a la legalidad- se
había extendido -en el llamado gobierno de “convivencia”- a callar frente a los
latrocinios de Odría como consecuencia del “pacto de Monterrico” entre el ex
dictador y Prado.
LA TEMPRANA DECISIÓN DE PARTICIPAR EN UN
PARTIDO
Me dediqué a buscar entre las otras opciones
partidarias existentes en esa época, con la limitación de hacerlo casi
exclusivamente a través de las informaciones de los periódicos. Y sentí una
identificación creciente con el PDC, fundado a inicios de 1956 y que en su tercer
año de existencia ya tenía un segundo presidente, cuando los líderes de otras
agrupaciones tenían jefes -Haya de la Torre, Belaunde, Odría y el propio Prado-
ya que en ese partido encontré coincidencia con lo que en esos años sentía que
era mi opción política: democrática, anti oligárquica, partidaria de la
justicia social y de lucha contra la corrupción.
Semanas antes de terminar el colegio decidí
inscribirme en el PDC. Un par de meses después en la tarde del 23 de febrero de
1959 cuando llegué a inscribirme al local partidario nunca había conversado con
ningún dirigente, ni siquiera con algún militante, no conocía a nadie y era la
primera vez que pisaba ese lugar (Ver crónica “Mis primeros años en política” del 21 de febrero de 2019). Pero en los treinta
meses anteriores con las lógicas limitaciones de mi edad había llegado a la
conclusión que ese era mi sitio.
Me sentí a gusto al ingresar al partido con
el que me sentía identificado por su actuación política y comprobé que
las bases ideológicas partidarias eran un amplio desarrollo de mis valores
personales a partir de la formación familiar y escolar. Sentí al
PDC como un medio que expresaba esos valores. Ni en ese momento y en ningún
otro sentí al partido como un fin, sino
siempre como un medio, de la misma manera que siempre pensé que el poder nunca
puede ser un fin sino sólo un medio…
Ese año y el siguiente, en la primera etapa
de militancia fui descubriendo mi forma de militar en política. Aunque en esos
momentos no podía saberlo, desde el inicio de mis actividades políticas fui un
hombre de “aparato” partidario, un militante que sabía que debía dar tiempo a
una causa, que incluso en esa época que sólo recibía propinas, debía aportar dinero para el partido. También
que la militancia era todo el tiempo y no sólo en épocas electorales y que todos
debíamos estar dispuestos a participar en capacitaciones políticas y
actividades de propaganda. Y,
principalmente, que uno debía sentirse parte de un colectivo. Esa
identificación con el trabajo orgánico partidario se refleja incluso en que participé
como delegado en los congresos de fundación de la JUDCA en octubre de 1959 y de
la JDC del Perú en marzo de 1960, en ambos casos cuando tenía 17 años.
Pero de hecho lo que marcó mis primeros años
de actividad política es haber desarrollado espíritu de cuerpo con decenas, o
quizás centenas, de camaradas. Me sentí miembro de la misma familia. Desarrollamos
trabajo colectivo, mantuvimos sencillez en el trato, tuvimos confianza en lo
que hacían los otros, buscábamos sumar voluntades, respetamos lo que cada uno
podía hacer mejor, obramos con espíritu genuinamente democrático. Pero todo eso
se debía a que nos sentíamos comprometidos no sólo con una ideología sino
también con un proyecto de país que significara una auténtica justicia social
para todos los peruanos.
Parecidas consideraciones tuvimos quienes cinco años después de dejar el PDC -en momentos que por cierto no había elecciones- a fines de 1976 junto con personas de distintas o nulas experiencias políticas fundamos el PSR que también tuvo notables esfuerzos de militancia (Ver crónica “Militancia política de otra época” del 26 de agosto de 2019).
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