viernes, 21 de febrero de 2014

CENSO EN SURQUILLO DESPERTÓ MI REBELDÍA (1956)

Tenía 14 años y medio al terminar el año 1956 y, aunque seguramente yo mismo no me daba cuenta, estaba comenzando a perfilarse en mí lo que sería mi actitud predominante en las siguientes décadas: la actividad política. Desde que se instaló el gobierno de Manuel Prado el 28 de julio de ese año estaba más interesado que nunca en leer en los periódicos lo que pasaba en el Perú, pero ya no lo hacía sólo en mi casa como ocurría desde cuatro o cinco años antes, sino también en el colegio cuando ayudaba a seleccionar las noticias que difundiríamos en el radio periódico que propagábamos durante los recreos de la mañana. También comenzaba a conversar con algunos compañeros de estudio sobre la historia reciente, particularmente las denuncias sobre las inmoralidades ocurridas durante el gobierno del general Manuel A. Odría. No podía olvidar que, junto con varios compañeros de mi promoción, había estado entre los dirigentes en mi colegio de la huelga estudiantil de Lima y el Callao en protesta por la eliminación del pasaje escolar realizada un mes antes de la terminación del régimen odriísta (Ver crónica "Cuando las lecciones se reciben en casa" del 29 de octubre de 2012).

 En los últimos días del funcionamiento del colegio y antes de comenzar las vacaciones, se nos informó que el municipio de Surquillo –creo que el alcalde de esa época era el ex diputado piurano Juan Palacios Pintado- tenía preparado un censo socio económico y solicitaba voluntarios para hacer de encuestadores y visitar todos los hogares del distrito recabando la información requerida. Me inscribí para participar en ese censo, cuya aplicación se haría durante cuatro días en la segunda quincena de diciembre, no estoy seguro si en los días inmediatamente anteriores o posteriores a la Navidad. Varios de mis compañeros de tercero de secundaria también lo hicieron.

ENTUSIASMO JUVENIL PARA APOYAR TAREAS CÍVICAS

Los voluntarios para participar en el censo no sólo eran quienes estaban interesados en política –sin incluso ser conscientes de ello-, ya que de ser así muy pocos hubiéramos sido los inscritos. Como ocurre en hechos que pueden suceder eventualmente y que salen de lo rutinario, se inscribieron aquellos estudiantes que les gustaba organizar actividades o que tenían sana curiosidad por conocer realidades sociales distintas a las propias o que querían meses después demostrar en el colegio ante algunos profesores que les gustaba colaborar con la comunidad. En fin, por diversas razones participamos un buen grupo de estudiantes de la hasta entonces Gran Unidad Escolar “Tomas Marsano”, que dos meses después el 17 de febrero de 1957 pasaría a llamarse “Ricardo Palma”.

No tengo muy claro la parte de la preparación, si se hizo por grupos o al conjunto de los voluntarios, tampoco en qué local se realizó. Sí que hubo demostración práctica de cómo llenar los formularios del censo. Los datos socio económicos tenían una parte bastante subjetiva, ya que teníamos que calificar el estado externo e interno de las viviendas o las condiciones de los muebles hogareños. Había otra parte que tenía que ser desarrollado con la persona que se encontraba en la casa: si había luz, agua o desagüe, si cocinaban con carbón, leña o kerosene, si tenían radio, licuadora o refrigeradora, ya que aún no habían llegado al país los televisores. Los datos sobre los habitantes de las viviendas eran los clásicos: sexo, edad, estado civil, ocupación, grado de instrucción, etc.

Surquillo en esa época era un distrito que tenía apenas siete años de creado. Algunas de las casas de su zona más antigua se diferenciaban poco de las de Miraflores que se encontraban al otro lado del Paseo de la República, o dicho de otro modo, al otro lado de las líneas del  tranvía. También en sus calles había construcciones de los años cuarenta cuando esa zona inicialmente miraflorina comenzó a crecer albergando principalmente a sectores populares y ya a algunos migrantes. Existían también zonas rurales que unos diez años después habían disminuido ostensiblemente y dos décadas después desaparecidas del todo.

El censo lo realizamos sin mayores problemas. Vestidos con nuestros uniformes caqui y portando credenciales entregadas por la municipalidad nos dedicamos a tocar las puertas, recibir información de los ocupantes, fijarnos en algunos indicadores subjetivos como los ya mencionados. Como para cada jornada nos daban un sector, en algunos casos se tenía que averiguar con los vecinos si una casa en la que no respondían estaba desocupada o se podía volver. En el común de los casos, el trato de los entrevistados fue de colaboración y en algunos encontramos insistencia en que tomáramos notas de carencias cuya responsabilidad podía atribuirse a la municipalidad.
En Surquillo había pobreza, pero no pobreza extrema. Se trataba de un distrito de trabajadores quizás con pocos ingresos pero con mucha seguridad en que sus hijos tendrían mejores condiciones de vida que las que les había tocado a ellos. Mientras entrevistaba principalmente a madres de familia no me sentía muy lejano de sus limitaciones y aspiraciones económicas. Yo vivía en los altos de una vieja casa en el Rímac, en una de cuyas habitaciones nueve años antes se había construido un baño, ya que la casa originalmente no lo tenía. Mi padre como profesor ganaba quizás más que las dos terceras partes de los que yo entrevistaba, pero menos seguramente de una tercera parte.
Siendo una interesante experiencia no hubiese tenido mi participación en ese censo ninguna significación en mi vida futura si no fuera por una entrevista. Una sola y con quien de ninguna manera era jefe de familia. Pero fue una entrevista que marcó mis años futuros  al demostrarme lo duro que puede ser la vida para algunos y que hizo que decidiera que frente a la realidad peruana no podía ser indiferente…
LA TRAGEDIA DE UNA MADRE Y SU HIJO ME CONMOVIERON
No recuerdo la calle, ni siquiera tengo en mente cuantas otras viviendas existían en el solar al que ingresé. Sí que al centro y final del callejón adonde daban todas las puertas de las viviendas había un lavadero-botadero de fierro negro de donde se recogía el agua y a donde se arrojaban otros líquidos. También que era una tarde. Mi memoria se centra en el rostro de un niño que entreabrió la puerta cuando estaba a punto de retirarme porque nadie me abría. Tendría unos ocho o nueve años, así que le pregunté por alguna persona mayor y me dijo que estaba solo. Le conté sobre el censo y le dije que necesitaba que me contestara algunas preguntas. Dudó pero vio mi uniforme escolar y mi credencial  Comenzó a abrirme la puerta y seguramente notó que en ese momento tenía yo mayor inseguridad que la suya y me dijo resuelto señalándome un desfondado sofá: Siéntese. Dejo la puerta a medio abrir y se sentó a su vez en un despintado banquito de madera.
Por lo que vi cuando se entreabrió  la puerta y mientras daba dos o tres pasos, además del sofá y el banco, había una mesa una cama, un baúl, una cocina, un par de sillas disparejas, una caja donde había algunos platos,  tazas y cubiertos y otra con algunos víveres, así como un par de ollas y una sartén en el piso. En las paredes algunas alcayatas con ropa y un cuadro con el Corazón de Jesús.
Sentados ambos, el diálogo fue más o menos el siguiente:
  • ¿En qué trabaja tu padre?
  • No tengo padre…
  • ¿Cuándo murió?
  • No tengo padre… Nunca lo tuve
  • ¿Nunca?
  • Nunca, no tengo apellido. Nada más que el de mi mamá.
  • … ¿Tu mamá trabaja?
  • Sí trabaja.
  • ¿Dónde?
  • Es puta.
  • ¿Cómo?
  • Puta. Trabaja en un burdel. Su oficio se llama meretriz pero los vecinos dicen que es puta…
  • ¿Y tú cómo lo sabes?
  • Porque ella me lo ha dicho. Ahora mismo está trabajando.
  • ¿Dónde?
  • En La Victoria, en el jirón Huatica…
  • ¿Quiénes viven acá?
  • Mi mamá y yo. Nadie más.
  • ¿Estudias?
  • No. Estudiaba pero los otros chicos me fregaban…
 Quedé mudo. Y al levantarme para salir sobre el hule de la mesa había una receta médica con un nombre: estreptomicina.
  • ¿Estas enfermo?
  • No. Esa receta es para mi mamá. Ella es tísica…
Sentí que me faltaba aire. Le agradecí al niño y salí hacía la calle.  Lo que sentía en ese momento lo describió mejor de lo que yo lo hubiese hecho el escritor Guillermo Thorndike, quien narró este episodio de mi vida en su novela “No, mi general”, publicada en abril de 1976:

“País de mierda, se enfurecía Filomeno, mundo de mierda, peruanos de mierda que permitíamos, que consentíamos. Así es peruanito, todos cómplices. Y el tugurio le hervía en la sangre, tanta cólera y ni siquiera quince años, a todo esto –ciudad, funcionarios, discursos, primeras piedras, diplomas- había que echarle candela, reventarlo.”

LA VIDA DE UNA PROSTITUTA ME IMPULSÓ A LA POLÍTICA

Hasta ese momento mi acercamiento todavía inconsciente a la política había sido ético y racional. Lo que se hablaba en mi casa, las conversaciones con mi padre, lo que decían pero sobre todo conversaban los profesores de mi colegio, me permitían irme armando un sistema de valores que me servía para distinguir lo que estaba bien de lo que estaba mal. Mi precoz afán por enterarme de lo que sucedía en el país a través de la lectura de periódicos me permitía sopesar las posiciones que sobre determinados hechos tenían los actores políticos de esa época. Pero esa tarde la conversación con un chiquillo de no más de nueve años, le dio una dimensión distinta a mi vocación política, una mucho más completa que me encaminó a lo que luego sería el compromiso político. No sólo se trataba de buscar lo bueno o de sostener lo correcto. Sobre todo se trataba de luchar por lo justo. No era la acción política una actividad dirigida a mejorar las frías cifras con que se mide el crecimiento de un país sino a cambiar los rostros tristes de quienes viven la pobreza. Pero al mismo tiempo, no tiene sentido la política que se impulse por determinados dogmas, principios ideológicos o concepciones del mundo sino sólo tiene sentido si lo que la inspira es la insatisfacción, la indignación y la rabia frente a la marginación, la desigualdad y la pobreza.


Fue después del censo que instintivamente entendí que las realidades se cambian con instrumentos políticos que estén dispuestos a que las carencias no existan más y que esos eran los partidos. Me comenzó a interesar el Partido Demócrata Cristiano, cuya brillante bancada parlamentaria se oponía tenazmente a lo que llamaba la actitud de “borrón y cuenta nueva”  y planteaba un verdadero juicio político al ex dictador. Gobernantes como ese, pensaba yo, producen  madres e hijos como los que había descubierto en un cuarto de un callejón de Surquillo. Ese interés inicial me convertiría ya en el último año del colegio en un simpatizante demócrata cristiano, por lo que fue natural que inmediatamente después al terminar el quinto año de secundaria fuera a inscribirme en ese partido, pero esa es otra historia.

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