jueves, 27 de febrero de 2020

VIAJERO INTERNACIONAL NOVATO (1964)


Cincuenta y cinco años después aún recuerdo mi primer vuelo internacional. Fue a fines de agosto de 1964. Viajé a Europa para participar en un seminario organizado por la Fundación Konrad Adenauer para veinticinco dirigentes demócrata cristianos de catorce países latinoamericanos. El seminario se inició y desarrolló principalmente en Alemania Federal, hubo permanencias de tres o cuatro días en Austria, Holanda, Bélgica y Luxemburgo y la semana final se desarrolló en Italia. Si bien he contado en otras crónicas distintos aspectos de ese viaje que duró más de mes y medio, quiero en esta oportunidad referirme a algunas experiencias que tuve en ese primer vuelo como viajero principiante.

Aunque había volado por primera vez desde Cusco a Lima en un avión cuatrimotor, a fines de marzo o principios de abril de 1962 (Ver crónica "Peripecias de viajero en sierra peruana del 27 de junio de 2017), mis otros dos o tres viajes de ida o vuelta de Ayacucho los había hecho en pequeños bimotores que transportaban veintiún pasajeros y que cuando con sus dos hélices esforzadamente subían a determinada altura, los pasajeros teníamos que aspirar oxígeno de una manguerita que colgaba del techo. Incluso días antes de embarcarme a Europa había volado a Lima desde Ayacucho en un bimotor…

El avión para mi primer viaje internacional era muy diferente. Por cierto que no encontré ninguna manguerita ya que había cabina presurizada. No tenía hélices, ya que era un jet -un avión a chorro o de propulsión a chorro, se decía- y el vuelo no duraría menos de una hora sino 16 o 17 horas, no recorrería cientos sino miles de kilómetros de distancia, con cuatro o cinco escalas en distintos países…

Por cierto que días antes había aterrizado en el aeropuerto de Limatambo, pero me embarcaría en el aeropuerto Jorge Chávez -que no sería inaugurado hasta fines del año siguiente- de donde ya despegaban los vuelos internacionales.

A los diez o quince minutos de haberse elevado la aeronave, sentado tranquilamente en mi asiento, encendí mi primer cigarrillo apenas se apagó el letrero luminoso que prohibía fumar. En ese momento me di cuenta que entusiasmado por el viaje que iniciaba no estaba sin embargo deslumbrado ante un viaje inesperado. Y fui consciente que desde tres o cuatro años atrás, cuando comenzaron las invitaciones de la Konrad Adenauer, estaba seguro que alguna vez me seleccionarían para participar.

CAMINATAS POR PASILLOS

Como también se había apagado el letrero para mantener ajustados los cinturones de seguridad, cuando vi que algunos pasajeros se levantaban, decidí que escogería un momento de poco movimiento en el largo pasillo para hacer una inspección. La hice unas horas después y luego de caminar durante varios minutos tuve algunas apreciaciones que me servirían para los viajes que por motivos políticos realicé en los 26 años siguientes y en los viajes familiares que he hecho en casi treinta años últimos.

En ese vuelo la cabina del avión en clase turista tenía filas con seis asientos, tres a cada lado del pasillo. No me imaginaba que décadas después viajaría en cabinas con filas de siete o nueve asientos, separados por dos pasillos. En ese primer viaje en tres o más oportunidades hice caminatas de unos diez minutos por el pasillo para “estirar las piernas”. En los años siguientes en todos los viajes al extranjero mantuve esta costumbre, aunque mucho tiempo después me enteré que era recomendable para la salud porque evita “el síndrome de clase turista”, que puede causar problemas vasculares a los viajeros, debido a la estrechez de los asientos y a mantenerse sin mayores movimientos en viajes prolongados.

Mientras caminaba cuidando de no rozar a quienes estaban sentados junto al pasillo y dando paso a quienes también circulaban, pude darme cuenta de los peores momentos para ir al baño. Y en ese viaje y en adelante me cuidé de ocuparlos en la hora anterior al aterrizaje, ya que en los últimos sesenta minutos de cada etapa se congestionaban bastante como también -aunque en menor medida- cuando el avión terminaba de elevarse y alcanzaba la altura y velocidad de “crucero”.

Poco antes de aterrizar para hacer un cambio de avión en Milán, observé que se podía pedir afeitadora eléctrica. Y me di cuenta de que debí haberme afeitado cuando inesperadamente terminé caminando por las calles de esa ciudad italiana, somnoliento y con barba crecida (ver crónica “En Suiza el taxi costó cinco centavos” del 29 de octubre de 2012). Aunque esa vez no lo hice, sí fueron varias las ocasiones que hora y media antes de aterrizar después de un vuelo trasatlántico solicitaba a alguna de las aeromozas una afeitadora que entregaban con olor a algún desinfectante y venía acompañada de una buena loción para después de la afeitada. Después de algunos viajes comprobé que mantenían la calidad de las lociones, pero entregaban el frasco sin tapa. Y cuando se les devolvía procedían a taparlo, con gestos que indicaban que era la solución que habían encontrado a la continua desaparición de colonia.

Esas caminatas por el pasillo del avión me habían servido también para ver que cada cierto tiempo de vuelo se realizaba el cambio completo de tripulación. Ocurrió en Caracas y Lisboa, Se notaba cómo el personal de cabina -mayoritariamente femenino- se arreglaba para bajar y cómo preparaba también los grandes recipientes con ruedas que contenían los restos de comida y bebida que se habían utilizado. Cuando bajaban los viajeros que se quedaban en el aeropuerto, así como sus equipajes y también los pasajeros en tránsito, personal de servicio subía para hacer limpieza de cabinas y baños y otros procedían a hacer los cambios de esos recipientes con comida y bebida para las siguientes etapas. Si algunas bandejas no habían sido tocadas, igual se desechaban. Sabiendo esto, cincuenta días después, en el regreso de este mi primer viaje pude pedir un almuerzo extra mientras viajaba de Roma a Madrid. Lo hice porque no estaba seguro si tendría el dinero suficiente para la comida de mi primera noche por cuenta propia en la capital española (Ver crónica "Llegué a Madrid con ocho dólares" del 19 de julio de 2013).

CUANDO FUMAR NO ERA PROBLEMA

En esa época no sólo se podía fumar en el avión sino también comprar cigarrillos a bajo costo ya que la venta en el aire era sin impuestos. Y recuerdo en ese viaje algo impensable desde hace ya alrededor de tres décadas: los fumadores -que éramos alrededor de un tercio de los viajeros- estábamos sentados indistintamente entre los pasajeros. Así un no fumador podía tener a fumadores incansables a sus dos lados. O una pareja con una niña de pocos años y un bebe de meses en brazos podían recibir de la fila anterior harto humo. Y alguno de los que se desplazaba a los baños lo hacía cigarrillo en mano.

Al ver los pasajeros moverse pude darme cuenta que no eran pocos los hombres que lucían corbatas y que en cada escala se las acomodaban, antes de ponerse el saco para bajar a la sala de tránsito. Yo viajaba algo más cómodo pero sin imaginarme que décadas después la gente viajaría en buzos o en shorts.

Ese año 1964 nadie imaginaba que unos veinte años después se destinaría una zona de la cabina de pasajeros para fumadores, mientras que en el resto no se podía fumar. Menos aun que unos treinta años después no sería permitido fumar en ningún avión. Incluso en las inmensas instalaciones de los aeropuertos está prohibido fumar, salvo pequeñas zonas para fumadores, que se sienten totalmente recargadas de olor a tabaco que hacen retroceder incluso a más de un fumador que pretende allí refugiarse. Recuerdo que en los años finales de la década del 80 había en el aeropuerto de Shannon -en la República de Irlanda- una habitación con paredes de vidrio templado a la que se invitaba a pasar para respirar… aire puro. La habitación llamaba la atención a quienes por ahí pasaban fumando tranquilamente sus cigarrillos.

VARIOS DESEOS CUMPLIDOS Y UNO POR CUMPLIR

En ese primer viaje tuve algunos deseos o sensaciones que más de medio siglo después puedo comprobar que se cumplieron. Estaba seguro antes de ese vuelo de 1964 que en viajes largos tendría la misma tranquilidad que en los pocos viajes cortos que había realizado en el Perú. Y no me equivoqué porque nunca tuve problemas e incluso en los pocos viajes “movidos” que me han tocado si bien he sentido preocupación he mantenido la calma (ver crónica “A 10000 metros de altura no hay nada que hacer” del 24 de mayo de 2013). Por otro lado, en ese viaje cuando el avión salió de Caracas rumbo a Lisboa estaba seguro que no sería mi único vuelo a Europa. Pensé que haría por lo menos unos cinco viajes transatlánticos más. Me quedé corto, ya que cruzaría el Atlántico catorce veces más.

Cuando el avión estaba por aterrizar en Lisboa quedé impresionado de la ciudad al borde del mar. Se me ocurrió que sería hermoso estar en la orilla con todo el Atlántico al frente y me dije que alguna vez podría experimentar esa visión. En cambio en la siguiente escala, cuando aterrizamos en Madrid experimenté el deseo de recorrer sus calles. Unos cincuenta días después, cuando terminó el seminario, la capital española sería la única ciudad que visitaría por mi cuenta y durante cuatro días caminé por sus calles, con poco dinero y mucho entusiasmo. Incluso tuve oportunidad de transitar esa ciudad otras cinco veces. En la capital portuguesa he aterrizado tres o cuatro veces más, pero nunca he puesto un pie afuera del aeropuerto.

Mirar el Atlántico desde la orilla portuguesa es un deseo que tuve a los 22 años y que hoy a los 77 aún tengo por cumplir…


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