viernes, 24 de mayo de 2013

A 10000 METROS DE ALTURA NO HAY NADA QUE HACER (1987)

Hay gente que no le gusta viajar en avión. Están intranquilos desde días antes e incluso se angustia mucho más si se trata de viajes largos. No es mi caso. Desde mi primer viaje del Cusco hacia Lima, en abril de 1962, subir a un avión se convirtió en una agradable experiencia.

Quizás en esa oportunidad no tuve tiempo ni siquiera de preocuparme, subido en un avión de cuatro hélices, porque me la pasé tranquilizando a una señora bastante mayor -aunque hoy pienso que seguramente no llegaba a los 65 años- que estaba sentada a mi lado quien me contó que era su primer viaje y que asumió, al advertir que era limeño, que por lo menos yo había volado en el viaje de ida a su tierra, lo que no era cierto. De todas formas, en el vuelo de una hora y media en el cuatrimotor me sentí muy tranquilo.

Y habría volado un par de veces más, pero en pequeños bimotores a Ayacucho, cuando realicé mi primer viaje a Europa, a finales de agosto de 1964, esta vez en jet. Desde los días anteriores a mi partida tuve una sensación de expectativa por lo nuevo que me llenó de satisfacción y durante el viaje estuve muy tranquilo. Además que comí con el apetito de mis 22 años las múltiples comidas que me ofrecieron en el vuelo Bogotá - Curazao- Caracas- Lisboa - Madrid - Milán, donde cambiaríamos de avión para salir horas después a Zúrich y luego a Bonn (ver crónica “En Suiza el taxi costó cinco centavos” del 29 de octubre de 2012). Desde esa oportunidad hasta el año 1990 crucé el Atlántico treinta veces. Quince vuelos de ida y otros tanto de vuelta. La expectativa de cada uno de los viajes fue distinta por diversas razones cada vez, pero nunca subí a un avión sin ninguna sana curiosidad por conocer alguna experiencia política nueva, una cultura distinta o un pueblo diferente.

VIAJES CON DESENCUENTROS Y VIAJES PARA ENCUENTROS

Una especial motivación tuvo viajar a participar en una reunión del Comité Mundial de la Unión Internacional de Jóvenes Demócratas Cristianos, en el año 1970, en momentos en que se estaba produciendo importantes cambios en los jóvenes democristianos latinoamericanos al influjo del Concilio Vaticano II y la Teología de la Liberación. Los desencuentros y diferencias con las organizaciones europeas se agrandaban y conservar la unidad era todo un reto que no sabíamos hasta cuando podía durar.

Algo que demuestra la magnitud de la crisis de la Juventud DC a escala mundial, es el hecho que cuatro sucesivos presidentes de la Juventud Demócrata Cristiana de América: Rafael Roncagliolo (1967-1969) y yo (1969-1970) de la JDC del Perú y Pedro Felipe Ramírez (1970) y Luis Badilla (1970-1971) de la JDC de Chile, poco después de un año de esa reunión en Roma habíamos renunciado a los partidos demócratas cristianos de nuestros países.

Un viaje a ciegas a Europa realicé en octubre de 1977. Resultó muy peculiar, ya que salí de Lima con un boleto a Guayaquil y recién allí me enteré dónde sería el encuentro con tres dirigentes del Partido Socialista Revolucionario, fundado menos de un año antes, que se encontraban deportados dos y exiliado el otro en México (ver crónica “Llegué a Lund en avión, bus, barco, tren y auto” del 20 de enero de 2013).

LA ESCALA MÁS LARGA Y EL VUELO MÁS PROLONGADO

No a ciegas, un año después, viajé teniendo a Madrid como destino. Como iba a una reunión de tres días, sobreentendí que una semana después estaría de regreso en Lima. No tuve en cuenta una escala no imaginada de 6 días en Moscú para el retorno. Fue evidentemente la escala más larga de todas las que he tenido en viajes internacionales. Y ese vuelo a Madrid demoró más que cualquier otro realizado a una capital europea (ver crónica “Desorientaciones en Moscú” del 31 de diciembre de 2012).

Un viaje con una expectativa muy especial lo realicé 1990. Fue el vuelo más largo que he realizado: unas treinta y seis horas en total, con siete escalas incluidas, desde Lima hasta Pyongyang, la capital de la República Democrática de Corea. No sólo me permitió conocer un país prácticamente aislado de lo que sucedía fuera de sus fronteras, sino además conocer Beijing, la capital de su gigantesco vecino, en los momentos iníciales de la  apertura de la República Popular China, viaje que tendré que tratar en próximas crónicas.

Evidentemente viajar a Asia es muy distinto que hacerlo a Europa. En el primer caso uno siempre será visto como un extraño y en el otro en algunas partes puede pasar como del sur europeo o del norte de África, de donde la migración cada vez es más intensa. Como evidentemente también es distinto conocer el mundo árabe convulsionado como me ocurrió en 1987 (ver crónica “Volando hacia la guerra Iraq-Irán” del 16 de febrero de 2013) y apreciar cómo, pese a las grandes diferencias incluyendo un idioma con caracteres tan extraños para nosotros, hay una serie de características como las de repostería, arquitectónicas e incluso faciales que nos emparentan.

LA MAYORÍA DE LAS VECES ATRAVESAR EL OCÉANO FUE ABURRIDO

Casi todos mis cruces del Atlántico han sido por razones políticas, aunque es obvio que esas visitas me sirvieron para conocer muchos países. En prácticamente todos, el cruce del océano era sólo un largo y a veces aburrido vuelo de siete u ocho horas, sin escalas, si es que se salía de Sudamérica o el Caribe o de cinco si se pasaba desde Canadá a Irlanda. Muchas veces el largo trayecto lo hacia uno cansado y hasta adormilado.

Pero hubo uno que que no sólo no tuve ganas de dormir, sino más bien me tuvo con los ojos abiertos, muy abiertos. Fue en la mañana del 2 de diciembre de 1987… Justamente un viaje que no sólo era político, sino se combinaba con el descanso.

Había sido invitado por el Partido Comunista de la Unión Soviética, PCUS, a pasar unas semanas en ese país junto con mi esposa, que incluía un chequeo médico completo. La invitación recibida dos semanas antes no pudo caer mejor, ya que ocurrió a los tres días que un médico me diagnosticó un “surménage” y ordenado un descanso absoluto. Pero las circunstancias que originaron la invitación son para contarlas en otra crónica.

Volvamos a esa mañana del 2 de diciembre. Habíamos partido de Gander, en la enorme isla canadiense de Terranova con destino a Shannon en la República de Irlanda. El viaje era sólo de cuatro horas y media, la ruta más corta entre América y Europa, debido según me explicaron a que el enorme avión de Aeroflot tenía unas seis horas de autonomía de vuelo y la travesía saliendo de La Habana demoraba más.

CRUZAR EL ATLÁNTICO SIEMPRE ES ASÍ

A poco más de una hora de iniciado el vuelo se desató una tormenta tan fuerte que hizo que el avión pareciera una cometa de papel. Se movía de arriba a abajo y de un lado a otro. La aeromoza que sólo nos atendía a nosotros dos, dado que en La Habana habían bajados los otros cuatro pasajeros que viajaban en primera, no podía disimular su temor y después de intentar decirnos algunas palabras que demostraran que todo estaba bajo control, optó por sentarse en uno de los sillones, ajustarse el cinturón de seguridad y cerrar los ojos…

Ana María también mantenía los ojos cerrados y felizmente no podía ver la expresión de terror de la aeromoza. En un momento me apretó un brazo y me miró intentando preguntarme algo. Con la voz más tranquila que pude poner le dije: “No te preocupes, al cruzar el Atlántico siempre hay que aguantar estos movimientos…”. Y ante sus gestos de duda, añadí: “No te olvides que este es mi onceavo viaje a Europa…”. Como me comentó horas después, siendo su primer vuelo sobre el Atlántico no tenía cómo compararlo.

La tormenta se extendió creo que cerca de una hora. En un momento le dije a mi esposa que tratara de pensar en otra cosa, mientras yo no podía evitar pensar que 17 años antes salieron 30 aviones de carga desde Moscú a Lima llevando hospitales de campaña, alimentos y ropa para colaborar con los damnificados del terremoto ocurrido en el Callejón de Huaylas el 31 de mayo de 1970. Sólo llegaron 29, ya que uno de ellos se perdió justamente en la ruta por la que estábamos pasando.

Al calmarse el clima, la aeromoza se levantó del asiento y comenzó a ofrecernos café, brandy o algunas otras bebidas. Aceptamos café para ambos y yo me tomé tres copas de brandy para tranquilizarme en el resto de la travesía. En el par de horas que siguieron, la chica se deshizo en atenciones creo porque notó el nerviosismo de mi esposa, pero también como forma de mantenerse ocupada y olvidarse del susto que había pasado.

Al llegar a Shannon y pararnos para bajar por unos tres cuartos de hora a su enorme aeropuerto, después de respirar tranquilo le comenté a Ana María: “Nunca en mi vida en tenido un vuelo tan terrible como éste…”. Y antes que me dijera algo añadí: “No tenía sentido decírtelo mientras volábamos a diez mil metros de altura, ya que sólo habría servido para aumentar el terror que ya tenías”.

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