Entre
los últimos días de agosto y la segunda quincena de octubre de 1964 realicé mi
primer viaje a Europa. Asistí a un seminario para dirigentes demócratas
cristianos de América Latina. Con mis 22 años, estaba entre los dos o tres más
jóvenes del grupo. Fue una experiencia inolvidable pasar 50 días en Alemania
Federal, Austria, Bélgica, Luxemburgo e Italia con gente de unos catorce países
latinoamericanos. Incluso antes de comenzar el seminario tuve la suerte de
“disfrutar” de un error de la compañía de aviación y pude conocer algo de Milán.
Al terminar el seminario en Roma, los encargados de las reservas de los vuelos de retorno me preguntaron si en mi ruta de regreso tenía previsto quedarme en alguna de las escalas. Madrid dije casi de inmediato. Y cuando me entregaron mi billete, vi que me quedaría cinco días y cuatro noches en la capital de España.
Al terminar el seminario en Roma, los encargados de las reservas de los vuelos de retorno me preguntaron si en mi ruta de regreso tenía previsto quedarme en alguna de las escalas. Madrid dije casi de inmediato. Y cuando me entregaron mi billete, vi que me quedaría cinco días y cuatro noches en la capital de España.
Con el
billete en la mano, reparé en un inconveniente. ¡Y vaya qué inconveniente! No
me quedaba nada del poco dinero que había conseguido al salir de Lima, unos 150
dólares, destinados a los gastos menores del viaje, es decir cafés, pasajes en
tranvías o alguna salchicha o pizza al paso, cuando saliéramos a pasear por
nuestra cuenta. Incluso ese dinero me alcanzó para algunas camisas y corbatas y
hasta un sobretodo, todo de oferta por cierto. Los transportes en avión, tren o
bus para desplazarnos esas casi siete semanas habían sido cubiertos por los
organizadores, quienes también se encargaron del alojamiento, las comidas y
hasta el lavado de ropa. Incluso en Bruselas habían cubierto el pago de las
duchas cuando nos enteramos que ocupar habitaciones no incluía su uso (ver crónica “Dominga, al señor no le entiendo” del 1 de noviembre de 2012). Pero
en Madrid tendría que asumir todos mis gastos. Encontré una rápida solución: Francisco
Cerro, importante dirigente argentino, abogado de alrededor de 40 años, me
había dicho que se iba a quedar unos quince días en Europa y de regreso pasaría
por Lima. Le pedí que me prestara diez dólares –aunque después me di cuenta que
debí pedirle veinte- para devolvérselos en Lima e inmediatamente me los facilitó.
Solo en
el avión, sin ser parte ya de ninguna delegación y por tanto dependiendo de mi
suerte, comencé a experimentar mis destrezas de viajero sin recursos e inútil
para hablar en cualquier idioma que no fuera el castellano, habilidades que me
servirían en muchos de los viajes que haría en las siguientes décadas. Era la
hora del almuerzo y no sabía yo si esa noche tendría comida. De manera tal que verifique
si alguno de los pasajeros no aceptaba la bandeja con la comida y al constatar
unos tres casos, pedí por señas a la camarera que quería comprar otro almuerzo.
Por supuesto que, sonriente ante lo que pensó que era ignorancia, me indicó que
no era necesario el dinero y me alcanzó otra bandeja.
Como me
quedaban poquísimos cigarrillos, gasté dos dólares en comprar cuatro cajetillas
libres de impuestos en el avión, haciéndome la promesa de no pasar de una
cajetilla por día. Al llegar a Barajas, el aeropuerto madrileño, cambie los
ocho dólares restantes por unas 400 pesetas y gasté las primeras quince en el
bus que me llevaría a la ciudad. Dejé la maleta en el terminal y salí a buscar
una dirección relativamente cerca, después de comprobar en un plano mostrado en
la misma terminal que estaba a sólo unas ocho cuadras de la calle donde vivía
el hermano del antropólogo e historiador Lucho Millones, amigo que me había
facilitado su dirección. Iba avanzando impresionado por una ciudad que la veía
bonita y donde además, después de 50 días, escuchaba que la gente se expresaba
en el único idioma que yo conocía.
LAS
CALLES EN MADRID RESULTABAN MÁS LARGAS QUE EN LIMA
Al
llegar a la calle que buscaba experimenté la primera sensación que algunas
cosas eran bastantes distintas. En Lima y en el Perú en general el número 106
en una calle queda en la primera cuadra al lado de los números pares, mientras
que en Madrid venía a estar después de pasar por 52 casas antes. Ya que a un
lado se agrupan los pares sucesivos 2, 4, 6, 8, etc. hasta llegar al 106 y al
frente también sucesivamente los impares. De manera tal que en una cuadra podía
haber 20 ó 30 números, pero también uno sólo si se trataba de un solar muy
grande y en la vereda del frente podía estar el número 33, mientras uno estaba
a la altura del 4 ó del 102.
Felizmente
encontré al hermano de Millones, me parece que se llamaba Bernardo. Con él
logramos ubicar y dejar el encargo telefónico sobre mí llegada a un entrañable
amigo Carlos Neira, indicándole un lugar cercano para encontrarnos a cenar a
las 10 de la noche. Además me consiguió una pensión muy barata cercana a la
suya por la que tendría que pagar 50 pesetas diarias y me ayudó a trasladar mi
maleta desde la estación. Eran casi las ocho de la noche cuando nos despedimos
y me instalé en la modestísima habitación –un catre, una mesita chica, una
silla y tres o cuatro ganchos en la pared para colgar cosas- deshaciendo en lo
mínimo la maleta que había tenido cuidado en arreglar de manera que quedara
encima lo que usaría en mi estancia madrileña. Para evitarme apuros de última
hora pagué las 200 pesetas del alojamiento por cuatro noches y salí a respirar
el aire fresco del otoño madrileño y tomarme un café en una pequeña cafetería,
donde fui espectador de algo imposible de ver en Lima de esa época: cuatro
jovencísimas estudiantes que ingresaron y pidieron una botella de vino y se
pusieron a conversar y reír entre ellas.
Aproveche
esos minutos en la cafetería para sacar cuentas: entre alojamiento, transportes
y un par de cafés, había gastado ya cerca de 250 pesetas y me quedaban tres
días y medio por delante. Suponía que en la noche estaba invitado a cenar, pero
a pesar de ello sólo eran unas cincuenta pesetas diarias para todos los gastos
de los siguientes días y eso era aun en 1964 poquísimo dinero, sólo un dólar
por día. Había sin embargo algo positivo, así como en los países europeos que
venía de visitar todo era más caro o muchísimo más caro que en el Perú, los
precios de Madrid eran parecidos y algunos hasta menores que los de Lima.
Poco
después el encuentro con Carlitos Neira fue muy cordial. Hacia unos seis meses
que estaba haciendo un curso en Madrid. Aunque más de diez años mayor que yo,
nos habíamos llevado muy bien desde 1959 en que lo había conocido en el PDC.
Ambos vivíamos en el Rímac en esa época. En marzo de 1960 se le comenzó a decir
risueñamente “ejecutito”, porque en Trujillo había sido elegido en dos
congresos simultáneos miembro del Comité Ejecutivo Nacional del PDC y miembro
también del Comité Ejecutivo Nacional de la Juventud DC que en esa oportunidad
se constituyó. Con él y Millones hablamos largo de todo mientras cenábamos en
un pequeño restaurante y, como suponía, pagaron la cuenta entre los dos. Y
luego continuamos hablando con Carlos tomando café en la Gran Vía y quedamos en
vernos en la noche siguiente.
GASTANDO
CASI SOLO ZAPATOS
Al día
siguiente al levantarme, fui al baño como toda mañana y después de ocupar el
wáter y el lavatorio, con la cara aun algo enjabonada después de afeitarme, me
asomé afuera para preguntar a la dueña por la ducha. “No tenemos”, me dijo. Y
añadió, como si el anuncio podía servirme de algo “… pero para el próximo año
construiremos una”. La señora se dio media vuelta, mientras que yo me
preguntaba si el dólar diario alcanzaría también para algún baño público y
trataba de medio bañarme en el lavatorio.
En mi
primera mañana madrileña salí y frente a la pensión encontré una bodega donde
pedí una botella de leche fresca de un litro que me tomé a pico, con lo cual
sabía que tenía reserva hasta media tarde por lo menos. Inmediatamente después
inicié mi recorrido turístico por las calles de la capital española. A eso de
las tres de la tarde, me fui al terminal de buses del aeropuerto a esperar a
Edwin Masseur, el otro peruano con quien había estado en el seminario europeo (ver crónica “En Suiza el taxi costó cinco centavos”
del 29 de octubre de 2012). Edwin
en su vuelo de regreso al Perú tendría una escala de seis o siete horas en
Madrid. Dos días antes habíamos quedado en vernos ahí. Recorrimos a pie algo
del centro de la ciudad y luego como a las siete de la noche nos metimos a una
cafetería a tomar algo y comer un “bocadillo”. La cuenta la pagó él aunque por
cierto tampoco le sobraba el dinero, pero ya estaba en camino a casa. Era mi
primer alimento después de la leche matinal. Luego lo acompañé al bus que lo
llevaría al aeropuerto.
Poco
después me encontré con Carlos que me propuso comer más o menos decentemente o
ir a la zarzuela, ya que no había dinero para las dos cosas. Opté por la
zarzuela, ya que hubiese sido un pecado estar en Madrid y no hacerlo. A la
salida entramos a un cafetín para tomar un café acompañado del algún sanguche
barato con lo que mi segundo día en materia alimenticia quedó completo.
Antes de
despedirse, Carlos me dijo: “mañana en la mañana llega César Pacheco Vélez,
camino a una reunión de UNESCO en París y me escribió para que lo busque en la
tarde en una pensión de la plaza Callao”. César era muy amigo de Carlos y yo lo
conocía, aunque no podría decir que fuéramos grandes amigos. Era un destacado
intelectual demócrata cristiano de unos 35 años, en esos tiempos Director
General de Organismos Internacionales del ministerio de Educación. Si bien
viajaba a París, aprovechaba para quedarse unas 30 horas viendo algunos asuntos
personales en la capital española.
Mi segunda
mañana en Madrid comenzó igual en el baño sin ducha de la pensión y con una
botella de leche. Pero al haber gastado el día anterior, salvo en la leche,
sólo zapatos, me llevó a darme un lujo por una de las calles aledañas: un baño.
Había al igual que en Lima grandes instalaciones con una serie de apartados con
duchas o tinas donde, previo pago creo que de unas 20 pesetas, asignaban a cada
cliente uno de los compartimientos y entregaban una toalla gastadísima y un
jabón minúsculo.
Y luego
a caminar, visitar el Museo del Prado, mirar monumentos, descubrir similitudes
y encontrar diferencias con nuestro país y seguir caminando. Al iniciar la
tarde, hice una breve pausa para entrar a una panadería y comprar un par de
panes para entretener el estómago. Bastante cansado, a las seis de la tarde me
encontré con Carlos y César en la puerta de la pensión de la Plaza Callao,
conversamos algo de lo que venía sucediendo en el Perú. Luego César que había
vivido años atrás un buen tiempo en España le preguntó a Carlos por una serie
de temas, circunstancias y conocidos. Y poco después nos propuso ir “de tapas”,
aclarando que él invitaba.
Allí
conocí –y principalmente disfruté- de una costumbre típica española. Iniciar un
recorrido por varios bares y restaurantes y en cada uno de ellos comer una o
dos tapas –porciones pequeñas de tajadas de pan con jamones, quesos, aceitunas,
tortillas de papa, chorizos, mariscos, etc.- acompañadas de una copa de vino,
vaso de cerveza o alguna gaseosa. Y al final de un recorrido de un par de horas
por lo menos, sentados en una cafetería de la Gran Vía, pedimos para mí “copa,
café y puro” es decir una copa de brandy, un café expreso y un puro pequeñito,
mientras ellos omitieron los puros. Era una culminación sosegada de esa marcha
incesante que con cientos de personas habíamos hecho por numerosos
establecimientos cercanos a la Plaza Mayor.
ASCENSOR
ES PARA ASCENDER
Al día
siguiente, saliendo de la pensión y tomando mi ya habitual litro de leche,
continúe mis paseos por las calles de Madrid. Y a las tres de la tarde fui a la
pensión de la Plaza Callao para buscar a César Pacheco a quien después
acompañaríamos al aeropuerto. Subí en el viejo ascensor hasta el sexto piso.
Hay que decir que esos edificios habían sido construidos antes de la existencia
de los ascensores, de tal manera que eran unas cajas de fierro instalas en el
cuadrado hueco que se formaba en el centro del recorrido de las escaleras. Se
cerraban manualmente juntando las puertas plegadizas y se bamboleaban bastante
más de lo que uno estaba acostumbrado.
Llegado
al sexto piso, toqué la puerta de la pensión y la matrona que me abrió me dijo
que César aun no había llegado. Como no me dijo que podía esperarlo en el
saloncito que se lograba distinguir –que mostraba un lugar infinitamente mejor
que mi alojamiento- y también por la mirada de desconfianza que por alguna
razón me puso, dejé mi nombre, dije que regresaría media hora después, me
despedí y di una media vuelta para regresar.
Mientras
buscaba el botón para llamar el ascensor, sentía en la espalda la mirada
inquisidora de la dueña de la pensión. Cuando voltee y le dije nervioso que
estaba tratando de llamar al ascensor, la voz áspera de la señora me espetó:
¿usted no sabe español?, acerté a mover la cabeza afirmativamente, mientras
ella concluía: “ascensor es para ascender, para descender están las escaleras”,
mientras me señalaba con gesto rotundo los peldaños que tendría que usar. Y al
bajarlos comprobé también que en España el sexto piso es en realidad el sétimo
en términos peruanos, ya que primero se denomina planta baja desde donde recién
se sube al primer piso.
Media
hora después cuando regresé, César estaba ya abajo con su maleta –no le
pregunté si la había bajado por el ascensor- y me dijo que Carlos había llamado
para decir que no podía acompañarnos y que me comunicara con él por teléfono en
la noche para vernos al día siguiente. Nos instalamos en un taxi que nos llevó
al aeropuerto y allí nos tomamos un café. Poco antes de embarcarse, César quiso
comprar alguna revista que costaba 20 pesetas y me dijo que si tenía cambio mostrando
un billete de cien. Sonreí y le contesté: sólo tengo cerca de sesenta pesetas,
15 para irme en el bus y otros 15 para regresar mañana en la noche que me
embarco a Lima y el resto quizás para unos cafés.
César me
dio el billete de 100 y me pidió 20. Compró la revista y luego sacó seis
billetes más de 100 y unas pocas monedas que tenía y me dijo: las pesetas que
me quedaban las iba a cambiar en la caja que hay pasando Migraciones, pero en
total son alrededor de 14 dólares que en Paris me sirven muy poco y además para
allá tengo viáticos, así que creo que a ti te van a caer mejor aquí. Le
agradecí mucho y antes que pudiéramos seguir hablando lo llamaron a embarcarse.
HASTA
PUDE INVITAR A ALMORZAR EN MI ÚLTIMO DÍA EN MADRID
Y unas
75 horas después de llegar al aeropuerto de Barajas con 8 dólares en el
bolsillo, salí esta vez con el equivalente en pesetas de cerca de 15. Esa noche
comí un riquísimo menú. Al día siguiente, luego del litro de leche y el baño
público de 20 pesetas, mientras seguía conociendo Madrid pude comprar dos o
tres recuerdos para regalar a la familia. A las dos de la tarde invité un menú,
copa de vino incluido, a Carlitos Neira y unas tres horas más tarde pagué sin
angustias el bus al aeropuerto para embarcarme de regreso al Perú.
Mientras
almorzábamos con Carlos le conté lo del ascensor en la pensión de la Plaza
Callao. Él me explico que por lo frágiles que eran estos aparatos, el peso
podía acelerar la velocidad en la bajada. Y se rió mucho porque me habían
preguntado si entendía el idioma.
Aun me
quedaba en la mente la expresión de la matrona de la pensión preguntándome si
sabía español, cuando en el aeropuerto comprobé que me quedaban unas 30 pesetas
con las que podía comprar algún adorno más. Entré a un pequeño kiosco y la
señora que atendía, al darse cuenta de mi acento, me preguntó de dónde era. Del
Perú, contesté. Oiga, pero que buen español que habla usted, me replicó ella en
tono halagador. Iba a aclararle que era mi idioma natal, pero preferí decirle
con toda seriedad: “Bueno, como sabrá, en mi país se habla francés, pero en el
sur hay una pequeña colonia de españoles y como tengo un compañero de estudios
que es de allí suelo ir en los veranos y pude aprender el idioma”. Mientras
hablaba, la mujer sonreía asombrada sin duda de mi capacidad… ¡para los
idiomas!
No me
sentí mal al soltar tremenda mentira a mi interlocutora, porque yo sabía que
mis palabras burlonas no estaban dirigidas a la amable señora que en esos
momentos me atendía sino a la vieja malgeniada de la pensión de la Plaza
Callao, vieja que seguramente tenía menos años que los que yo tengo ahora…
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