viernes, 19 de julio de 2013

LLEGUÉ A MADRID CON OCHO DÓLARES (1964)

Entre los últimos días de agosto y la segunda quincena de octubre de 1964 realicé mi primer viaje a Europa. Asistí a un seminario para dirigentes demócratas cristianos de América Latina. Con mis 22 años, estaba entre los dos o tres más jóvenes del grupo. Fue una experiencia inolvidable pasar 50 días en Alemania Federal, Austria, Bélgica, Luxemburgo e Italia con gente de unos catorce países latinoamericanos. Incluso antes de comenzar el seminario tuve la suerte de “disfrutar” de un error de la compañía de aviación y pude conocer algo de Milán.

Al terminar el seminario en Roma, los encargados de las reservas de los vuelos de retorno me preguntaron si en mi ruta de regreso tenía previsto quedarme en alguna de las escalas. Madrid dije casi de inmediato. Y cuando me entregaron mi billete, vi que me quedaría cinco días y cuatro noches en la capital de España.
 
Con el billete en la mano, reparé en un inconveniente. ¡Y vaya qué inconveniente! No me quedaba nada del poco dinero que había conseguido al salir de Lima, unos 150 dólares, destinados a los gastos menores del viaje, es decir cafés, pasajes en tranvías o alguna salchicha o pizza al paso, cuando saliéramos a pasear por nuestra cuenta. Incluso ese dinero me alcanzó para algunas camisas y corbatas y hasta un sobretodo, todo de oferta por cierto. Los transportes en avión, tren o bus para desplazarnos esas casi siete semanas habían sido cubiertos por los organizadores, quienes también se encargaron del alojamiento, las comidas y hasta el lavado de ropa. Incluso en Bruselas habían cubierto el pago de las duchas cuando nos enteramos que ocupar habitaciones no incluía su uso (ver crónica “Dominga, al señor no le entiendo” del 1 de noviembre de 2012). Pero en Madrid tendría que asumir todos mis gastos. Encontré una rápida solución: Francisco Cerro, importante dirigente argentino, abogado de alrededor de 40 años, me había dicho que se iba a quedar unos quince días en Europa y de regreso pasaría por Lima. Le pedí que me prestara diez dólares –aunque después me di cuenta que debí pedirle veinte- para devolvérselos en Lima e inmediatamente me los facilitó.
 
Solo en el avión, sin ser parte ya de ninguna delegación y por tanto dependiendo de mi suerte, comencé a experimentar mis destrezas de viajero sin recursos e inútil para hablar en cualquier idioma que no fuera el castellano, habilidades que me servirían en muchos de los viajes que haría en las siguientes décadas. Era la hora del almuerzo y no sabía yo si esa noche tendría comida. De manera tal que verifique si alguno de los pasajeros no aceptaba la bandeja con la comida y al constatar unos tres casos, pedí por señas a la camarera que quería comprar otro almuerzo. Por supuesto que, sonriente ante lo que pensó que era ignorancia, me indicó que no era necesario el dinero y me alcanzó otra bandeja.
 
Como me quedaban poquísimos cigarrillos, gasté dos dólares en comprar cuatro cajetillas libres de impuestos en el avión, haciéndome la promesa de no pasar de una cajetilla por día. Al llegar a Barajas, el aeropuerto madrileño, cambie los ocho dólares restantes por unas 400 pesetas y gasté las primeras quince en el bus que me llevaría a la ciudad. Dejé la maleta en el terminal y salí a buscar una dirección relativamente cerca, después de comprobar en un plano mostrado en la misma terminal que estaba a sólo unas ocho cuadras de la calle donde vivía el hermano del antropólogo e historiador Lucho Millones, amigo que me había facilitado su dirección. Iba avanzando impresionado por una ciudad que la veía bonita y donde además, después de 50 días, escuchaba que la gente se expresaba en el único idioma que yo conocía.
 
LAS CALLES EN MADRID RESULTABAN MÁS LARGAS QUE EN LIMA
 
Al llegar a la calle que buscaba experimenté la primera sensación que algunas cosas eran bastantes distintas. En Lima y en el Perú en general el número 106 en una calle queda en la primera cuadra al lado de los números pares, mientras que en Madrid venía a estar después de pasar por 52 casas antes. Ya que a un lado se agrupan los pares sucesivos 2, 4, 6, 8, etc. hasta llegar al 106 y al frente también sucesivamente los impares. De manera tal que en una cuadra podía haber 20 ó 30 números, pero también uno sólo si se trataba de un solar muy grande y en la vereda del frente podía estar el número 33, mientras uno estaba a la altura del 4 ó del 102.
 
Felizmente encontré al hermano de Millones, me parece que se llamaba Bernardo. Con él logramos ubicar y dejar el encargo telefónico sobre mí llegada a un entrañable amigo Carlos Neira, indicándole un lugar cercano para encontrarnos a cenar a las 10 de la noche. Además me consiguió una pensión muy barata cercana a la suya por la que tendría que pagar 50 pesetas diarias y me ayudó a trasladar mi maleta desde la estación. Eran casi las ocho de la noche cuando nos despedimos y me instalé en la modestísima habitación –un catre, una mesita chica, una silla y tres o cuatro ganchos en la pared para colgar cosas- deshaciendo en lo mínimo la maleta que había tenido cuidado en arreglar de manera que quedara encima lo que usaría en mi estancia madrileña. Para evitarme apuros de última hora pagué las 200 pesetas del alojamiento por cuatro noches y salí a respirar el aire fresco del otoño madrileño y tomarme un café en una pequeña cafetería, donde fui espectador de algo imposible de ver en Lima de esa época: cuatro jovencísimas estudiantes que ingresaron y pidieron una botella de vino y se pusieron a conversar y reír entre ellas.
 
Aproveche esos minutos en la cafetería para sacar cuentas: entre alojamiento, transportes y un par de cafés, había gastado ya cerca de 250 pesetas y me quedaban tres días y medio por delante. Suponía que en la noche estaba invitado a cenar, pero a pesar de ello sólo eran unas cincuenta pesetas diarias para todos los gastos de los siguientes días y eso era aun en 1964 poquísimo dinero, sólo un dólar por día. Había sin embargo algo positivo, así como en los países europeos que venía de visitar todo era más caro o muchísimo más caro que en el Perú, los precios de Madrid eran parecidos y algunos hasta menores que los de Lima.
 
Poco después el encuentro con Carlitos Neira fue muy cordial. Hacia unos seis meses que estaba haciendo un curso en Madrid. Aunque más de diez años mayor que yo, nos habíamos llevado muy bien desde 1959 en que lo había conocido en el PDC. Ambos vivíamos en el Rímac en esa época. En marzo de 1960 se le comenzó a decir risueñamente “ejecutito”, porque en Trujillo había sido elegido en dos congresos simultáneos miembro del Comité Ejecutivo Nacional del PDC y miembro también del Comité Ejecutivo Nacional de la Juventud DC que en esa oportunidad se constituyó. Con él y Millones hablamos largo de todo mientras cenábamos en un pequeño restaurante y, como suponía, pagaron la cuenta entre los dos. Y luego continuamos hablando con Carlos tomando café en la Gran Vía y quedamos en vernos en la noche siguiente.
 
GASTANDO CASI SOLO ZAPATOS
 
Al día siguiente al levantarme, fui al baño como toda mañana y después de ocupar el wáter y el lavatorio, con la cara aun algo enjabonada después de afeitarme, me asomé afuera para preguntar a la dueña por la ducha. “No tenemos”, me dijo. Y añadió, como si el anuncio podía servirme de algo “… pero para el próximo año construiremos una”. La señora se dio media vuelta, mientras que yo me preguntaba si el dólar diario alcanzaría también para algún baño público y trataba de medio bañarme en el lavatorio.
 
En mi primera mañana madrileña salí y frente a la pensión encontré una bodega donde pedí una botella de leche fresca de un litro que me tomé a pico, con lo cual sabía que tenía reserva hasta media tarde por lo menos. Inmediatamente después inicié mi recorrido turístico por las calles de la capital española. A eso de las tres de la tarde, me fui al terminal de buses del aeropuerto a esperar a Edwin Masseur, el otro peruano con quien había estado en el seminario europeo (ver crónica “En Suiza el taxi costó cinco centavos” del 29 de octubre de 2012). Edwin en su vuelo de regreso al Perú tendría una escala de seis o siete horas en Madrid. Dos días antes habíamos quedado en vernos ahí. Recorrimos a pie algo del centro de la ciudad y luego como a las siete de la noche nos metimos a una cafetería a tomar algo y comer un “bocadillo”. La cuenta la pagó él aunque por cierto tampoco le sobraba el dinero, pero ya estaba en camino a casa. Era mi primer alimento después de la leche matinal. Luego lo acompañé al bus que lo llevaría al aeropuerto.
 
Poco después me encontré con Carlos que me propuso comer más o menos decentemente o ir a la zarzuela, ya que no había dinero para las dos cosas. Opté por la zarzuela, ya que hubiese sido un pecado estar en Madrid y no hacerlo. A la salida entramos a un cafetín para tomar un café acompañado del algún sanguche barato con lo que mi segundo día en materia alimenticia quedó completo.
 
Antes de despedirse, Carlos me dijo: “mañana en la mañana llega César Pacheco Vélez, camino a una reunión de UNESCO en París y me escribió para que lo busque en la tarde en una pensión de la plaza Callao”. César era muy amigo de Carlos y yo lo conocía, aunque no podría decir que fuéramos grandes amigos. Era un destacado intelectual demócrata cristiano de unos 35 años, en esos tiempos Director General de Organismos Internacionales del ministerio de Educación. Si bien viajaba a París, aprovechaba para quedarse unas 30 horas viendo algunos asuntos personales en la capital española.
 
Mi segunda mañana en Madrid comenzó igual en el baño sin ducha de la pensión y con una botella de leche. Pero al haber gastado el día anterior, salvo en la leche, sólo zapatos, me llevó a darme un lujo por una de las calles aledañas: un baño. Había al igual que en Lima grandes instalaciones con una serie de apartados con duchas o tinas donde, previo pago creo que de unas 20 pesetas, asignaban a cada cliente uno de los compartimientos y entregaban una toalla gastadísima y un jabón minúsculo.
 
Y luego a caminar, visitar el Museo del Prado, mirar monumentos, descubrir similitudes y encontrar diferencias con nuestro país y seguir caminando. Al iniciar la tarde, hice una breve pausa para entrar a una panadería y comprar un par de panes para entretener el estómago. Bastante cansado, a las seis de la tarde me encontré con Carlos y César en la puerta de la pensión de la Plaza Callao, conversamos algo de lo que venía sucediendo en el Perú. Luego César que había vivido años atrás un buen tiempo en España le preguntó a Carlos por una serie de temas, circunstancias y conocidos. Y poco después nos propuso ir “de tapas”, aclarando que él invitaba.
 
Allí conocí –y principalmente disfruté- de una costumbre típica española. Iniciar un recorrido por varios bares y restaurantes y en cada uno de ellos comer una o dos tapas –porciones pequeñas de tajadas de pan con jamones, quesos, aceitunas, tortillas de papa, chorizos, mariscos, etc.- acompañadas de una copa de vino, vaso de cerveza o alguna gaseosa. Y al final de un recorrido de un par de horas por lo menos, sentados en una cafetería de la Gran Vía, pedimos para mí “copa, café y puro” es decir una copa de brandy, un café expreso y un puro pequeñito, mientras ellos omitieron los puros. Era una culminación sosegada de esa marcha incesante que con cientos de personas habíamos hecho por numerosos establecimientos cercanos a la Plaza Mayor.
 
ASCENSOR ES PARA ASCENDER
 
Al día siguiente, saliendo de la pensión y tomando mi ya habitual litro de leche, continúe mis paseos por las calles de Madrid. Y a las tres de la tarde fui a la pensión de la Plaza Callao para buscar a César Pacheco a quien después acompañaríamos al aeropuerto. Subí en el viejo ascensor hasta el sexto piso. Hay que decir que esos edificios habían sido construidos antes de la existencia de los ascensores, de tal manera que eran unas cajas de fierro instalas en el cuadrado hueco que se formaba en el centro del recorrido de las escaleras. Se cerraban manualmente juntando las puertas plegadizas y se bamboleaban bastante más de lo que uno estaba acostumbrado.
 
Llegado al sexto piso, toqué la puerta de la pensión y la matrona que me abrió me dijo que César aun no había llegado. Como no me dijo que podía esperarlo en el saloncito que se lograba distinguir –que mostraba un lugar infinitamente mejor que mi alojamiento- y también por la mirada de desconfianza que por alguna razón me puso, dejé mi nombre, dije que regresaría media hora después, me despedí y di una media vuelta para regresar.
 
Mientras buscaba el botón para llamar el ascensor, sentía en la espalda la mirada inquisidora de la dueña de la pensión. Cuando voltee y le dije nervioso que estaba tratando de llamar al ascensor, la voz áspera de la señora me espetó: ¿usted no sabe español?, acerté a mover la cabeza afirmativamente, mientras ella concluía: “ascensor es para ascender, para descender están las escaleras”, mientras me señalaba con gesto rotundo los peldaños que tendría que usar. Y al bajarlos comprobé también que en España el sexto piso es en realidad el sétimo en términos peruanos, ya que primero se denomina planta baja desde donde recién se sube al primer piso.
 
Media hora después cuando regresé, César estaba ya abajo con su maleta –no le pregunté si la había bajado por el ascensor- y me dijo que Carlos había llamado para decir que no podía acompañarnos y que me comunicara con él por teléfono en la noche para vernos al día siguiente. Nos instalamos en un taxi que nos llevó al aeropuerto y allí nos tomamos un café. Poco antes de embarcarse, César quiso comprar alguna revista que costaba 20 pesetas y me dijo que si tenía cambio mostrando un billete de cien. Sonreí y le contesté: sólo tengo cerca de sesenta pesetas, 15 para irme en el bus y otros 15 para regresar mañana en la noche que me embarco a Lima y el resto quizás para unos cafés.
 
César me dio el billete de 100 y me pidió 20. Compró la revista y luego sacó seis billetes más de 100 y unas pocas monedas que tenía y me dijo: las pesetas que me quedaban las iba a cambiar en la caja que hay pasando Migraciones, pero en total son alrededor de 14 dólares que en Paris me sirven muy poco y además para allá tengo viáticos, así que creo que a ti te van a caer mejor aquí. Le agradecí mucho y antes que pudiéramos seguir hablando lo llamaron a embarcarse.
 
HASTA PUDE INVITAR A ALMORZAR EN MI ÚLTIMO DÍA EN MADRID
 
Y unas 75 horas después de llegar al aeropuerto de Barajas con 8 dólares en el bolsillo, salí esta vez con el equivalente en pesetas de cerca de 15. Esa noche comí un riquísimo menú. Al día siguiente, luego del litro de leche y el baño público de 20 pesetas, mientras seguía conociendo Madrid pude comprar dos o tres recuerdos para regalar a la familia. A las dos de la tarde invité un menú, copa de vino incluido, a Carlitos Neira y unas tres horas más tarde pagué sin angustias el bus al aeropuerto para embarcarme de regreso al Perú.
 
Mientras almorzábamos con Carlos le conté lo del ascensor en la pensión de la Plaza Callao. Él me explico que por lo frágiles que eran estos aparatos, el peso podía acelerar la velocidad en la bajada. Y se rió mucho porque me habían preguntado si entendía el idioma.
 
Aun me quedaba en la mente la expresión de la matrona de la pensión preguntándome si sabía español, cuando en el aeropuerto comprobé que me quedaban unas 30 pesetas con las que podía comprar algún adorno más. Entré a un pequeño kiosco y la señora que atendía, al darse cuenta de mi acento, me preguntó de dónde era. Del Perú, contesté. Oiga, pero que buen español que habla usted, me replicó ella en tono halagador. Iba a aclararle que era mi idioma natal, pero preferí decirle con toda seriedad: “Bueno, como sabrá, en mi país se habla francés, pero en el sur hay una pequeña colonia de españoles y como tengo un compañero de estudios que es de allí suelo ir en los veranos y pude aprender el idioma”. Mientras hablaba, la mujer sonreía asombrada sin duda de mi capacidad… ¡para los idiomas!
 
No me sentí mal al soltar tremenda mentira a mi interlocutora, porque yo sabía que mis palabras burlonas no estaban dirigidas a la amable señora que en esos momentos me atendía sino a la vieja malgeniada de la pensión de la Plaza Callao, vieja que seguramente tenía menos años que los que yo tengo ahora…

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