Mi licencia de conducir –o brevete como antes
se le llamaba- la obtuve a inicios de 1970 cuando tenía 27 años. Unos tres años
antes mis padres compraron su primer auto, de segunda mano por cierto, un
Volkswagen 1500 –un poco más grande que el tradicional “escarabajo” y que me
parece sólo se fabricó a inicios de los 60- que manejaba mi madre y luego dos
de mis hermanas y yo. En esa época mi otra hermana estaba casada, vivía en
Chiclayo y aprendió a manejar allá. Mi padre nunca manejó y siempre supuso que
ninguno de su familia lo haría, por lo que su nerviosismo era desesperante
cuando alguno de nosotros conducía.
Cuando saqué el brevete hacia unos seis años
que había aprendido a manejar y por lo menos dos que lo hacía con relativa
frecuencia.
LA NECESIDAD ME OBLIGÓ A APRENDER A MANEJAR
Durante el verano de 1964, en febrero, se
realizó un Seminario Internacional de ORMEU en el Centro Vacacional de
Huampaní, en las afueras de Lima. Las siglas correspondían a la Oficina
Relacionadora de Movimientos Estudiantiles Universitarios. En realidad era un
organismo creado por demócratas cristianos chilenos –ex dirigentes
estudiantiles la mayoría- que buscaba impulsar el pensamiento social cristiano
en los gremios universitarios de Latinoamérica, donde si bien estaba claro un
enfrentamiento ideológico con los movimientos marxistas o comunistas y con las
organizaciones juveniles de los llamados partidos populares, como el Apra en el
Perú, Acción Democrática de Venezuela o Liberación Nacional en Costa Rica,
también propiciaba la creación casi desde la nada de movimientos estudiantiles
en varios de los países centroamericanos con férreas dictaduras en sus
gobiernos. Era quizás por esto último un nombre como ORMEU, absolutamente
aséptico, sin alguna palabra con carga política, sin ninguna otra alusión que
no fuera el hecho de ser universitario, le sirvió para realizar su labor sin contratiempos. Del papel que jugó en la década del 60
y lo que desde esa institución establecida en Santiago de Chile impulsaron
numerosos amigos chilenos y el peruano Federico Velarde, Fico, uno de mis
mejores amigos fallecido hace casi dos años, habrá ocasión de escribir en otro momento. También de hablar
especialmente sobre Fico en otra oportunidad, así como también sobre el encuentro
mismo de Lima.
La organización en el Perú corrió a cargo de
la Coordinadora de Frentes Estudiantiles Social Cristianos, COFESC, que en esa
época encabezaba Carlos Lecca. Varios de los que formamos el equipo de trabajo
nos trasladamos a Huampaní un día antes del inicio del evento precediendo por
unas horas la llegada de la mayoría de los delegados nacionales y extranjeros
en un bus especialmente contratado. Después de dejar instalada lo que sería la
oficina de coordinación en un ambiente del Centro Vacacional, Carlos nos comentó
a Julio Da Silva y a mí que esa noche y la siguiente habría que ir al
aeropuerto. Si estoy muy cansando ustedes pueden agarrar el timón, nos dijo.
Pero luego de mirar las caras que ambos pusimos, nos preguntó incrédulo: ¿no
saben manejar?
Se había alquilado un auto no muy nuevo por
esos días y en las dos horas siguientes Carlos se dedicó a enseñarnos a Julio y
a mi cómo manejar. Más allá del nerviosismo por tomar el timón por primera vez,
ese par de horas sirvió para reírnos a carcajadas por los errores que
cometimos. Es que además de las coincidencias en el trabajo político éramos muy
amigos. Con Carlos me sigo viendo cincuenta años después y con Julio mantuvimos
nuestra amistad hasta su temprana muerte hace poco más de veinte años (Ver crónica “En París sólo comí pan y queso” del 24 de
marzo de 2014). Pensamos ambos que
luego de terminar el Seminario tendríamos oportunidad que Carlos nos siguiera
enseñando. No fue así. Ignoro si Julio pasó luego por alguna academia de
choferes, pero en mi caso esa tarde fue mi única escuela de manejo… Fue sobre el caballo –en realidad sobre el
auto- que terminé de aprender en los meses siguientes.
PRINCIPIANTES MANEJANDO EN CARRETERA
Esa noche después de comida, pasadas las diez de la
noche, Carlos nos indicó a Julio y a mí que saldríamos al aeropuerto. Lo
seguimos tranquilos y después de traspasar la reja de entrada e ingresar a la
carretera, Carlos paró se pasó al asiento de atrás donde estaba Julio y le dijo
que manejara él y si quería que se turnara conmigo. Mientras lo mirábamos
incrédulos, añadió que con lo que nos había enseñado era suficiente para
manejar tramos largos casi sin interrupciones ya que a esta hora la carretera
central estaba desierta. Dicho esto, se
echó sobre el asiento y añadió que lo despertáramos al entrar a Lima. En ese
momento fuimos conscientes que Carlos no nos daría ya otra clase de manejo.
Efectivamente hace 50 años se podía recorrer a
esa hora la carretera casi sin necesidad de adelantar a otro vehículo o que
adelantaran al que uno manejara y aunque se podía cruzar con camiones, ómnibus
o autos en sentido contrario no eran tantos como para que molestaran
permanentemente la vista con sus faros. Al acercarnos a la ciudad, cerca de El
Agustino, despertamos a nuestro profesor de manejo quien se despertó tan rápido
como se había dormido. Carlos Lecca es una de las personas con mayor capacidad
de trabajo que conozco y los 20 ó 30 minutos de sueño le habían servido para
reponerse. Desde allí enrumbamos hasta el flamante Aeropuerto Internacional Jorge
Chávez que en esa época quedaba lejos de cualquier construcción y más bien con
numerosos sembríos en sus alrededores.
Después de recoger un par de delegados en el
nuevo aeropuerto Internacional Jorge Chávez, que aun se inauguraría al año
siguiente ya que faltaban muchos acabados en el edificio terminal, volvió a
manejar Carlos hasta llegar al inicio de la carretera donde me entregó el timón
a mí. La noche siguiente repetimos la faena aunque fui yo el que manejó en la
carretera a la ida y Julio al regreso.
Salvo al hacer cambio a primera para iniciar
el recorrido los dos pasajeros del primer viaje no se dieron cuenta que era mi
primera experiencia al volante e incluso durmieron ya que estaban cansados del
viaje. Por eso no se dieron cuenta que cuando llegamos a Huampaní le pasé el
auto a Carlos porque después de parar en la entrada me era imposible arrancarlo
en subida. El mexicano que llevamos al día siguiente sí se pasó despierto los
veintitantos kilómetros de carretera luego que Carlos al trocar de puesto con
Julio comentara algo así como: vamos a ver cómo te va en tu segundo día
manejando…
PRÁCTICAS DE MANEJO
Poco más de un año después de esa inicial
experiencia, siendo ya miembro del Comité Ejecutivo Nacional del Partido
Demócrata Cristiano como representante de la Juventud DC, estaba en estrecha
vinculación no sólo con COFESC sino con ARPES, Asociación Ricardo Palma de
Estudiantes Secundarios, una especie de
“semillero” para los frentes estudiantiles social cristianos y la propia JDC.
La asociación de estudiantes secundarios era impulsada por Lucho Montero, quien me pidió a inicios de julio
de 1965 que lo apoyara en la realización de cinco o seis reuniones regionales
que tendría ARPES ese año en lugar del
congreso nacional que tendrían que hacerse en poquísimos días a fines de ese
mes o principios de agosto. Esto me lo planteó cuando se estaba recuperando de
un fuerte golpe que le había roto la nariz durante una marcha partidaria (Ver crónica
“Buscando clínica para el zambo Montero” del 31 de diciembre de 2012).
Cuando le acepté viajar a dos o tres de las
reuniones regionales, Lucho me preguntó si manejaba… Sin saber por qué lo
quería saber, le conté mi experiencia del año anterior y le advertí que no
tenía brevete. Sólo te falta práctica me dijo y añadió: por la falta de brevete
no te preocupes, yo tampoco tengo...
En la semana siguiente, varias veces con Lucho
y otros camaradas nos dirigimos desde el local de la DC a Miraflores en el auto
que manejaba desde unos meses atrás. Nunca supe cómo lo consiguió. Había sido un
elegantísimo Packard convertible de color azul y capota blanca. No tendría más
de 15 años de antigüedad, aunque el enorme auto se veía muy descuidado. Me
acuerdo el nombre del modelo: Patrician, aunque por la fama del Zambo más se le
conocía como Patricia. Y en esas oportunidades me daba el auto urgiéndome para
que practicara.
Semanas después entendí el apuro. Lucho había
hecho un complicado cronograma para que ambos presidiéramos las reuniones en
distintas ciudades, donde previamente alguno de su equipo había viajado para
organizarlas. Nuestra presencia era muy breve, por un día e incluso por unas
horas. Para que ello funcionara, el Packard jugaba un papel importante. El
primer día viajamos con diferencia de horas y llegamos juntos al aeropuerto,
donde quedó el auto con la llave bajo el asiento y la puerta sin seguro. Al día
siguiente uno llegaba, recogía el auto, se iba a su casa y regresaba horas
después o al día siguiente para dejar el auto y viajar. Poco después aterrizaba
el otro para hacer la misma operación. Creo que me tocó tres veces recoger el
auto después de aterrizar y la última vez que regresé al aeropuerto fue para
recoger a Lucho cuando llegó del último encuentro regional.
LARGO VIAJE QUE AUN RECUERDO
Con esa experiencia no me fue difícil que mi
madre un par de años después me prestara algunas veces el Volkswagen y no
tuviera mucho reparo en que no tenía brevete. Suena ahora irresponsable y sin
duda lo era, aunque no era yo un conductor habitual. Pero cuando en 1970,
vendiendo el Volkswagen 1500 compraron un Toyota Corona nuevo, la necesidad del
brevete para poder manejarlo fue una decisión familiar que cumplí. En todo
caso, el examen de reglas no requería más que una buena lectura y mucho sentido
común, era miope pero tenía anteojos con medidas adecuadas y sabía que no
tendría ningún problema el examen de
manejo.
Cuando el 30 de marzo de 1970 me entregaron mi
brevete, manejaba muy bien en Lima y Callao. Un mes después fue mi prueba de
fuego. Aprovechando el feriado largo, por caer viernes el Día del Trabajo
hicimos un viaje familiar a Chiclayo. Manejé todo el camino sólo parando en
grifos para estirar las piernas. No hubo problemas salvo el nerviosismo de mi
padre. Pasó toda la noche indicándome el sentido de todas las curvas como si yo
no pudiera ver las señales de advertencia en la carretera.
Recuerdo especialmente el regreso de ese viaje
porque compartí el manejo con un gran amigo con quien estudié en el colegio y
que dejó su pasaje en avión para regresar a Lima conversando. Ya cuando
estudiábamos secundaria solíamos hablar durante varias horas. En la noche del 3
y madrugada del 4 de mayo mientras hablábamos, ni él ni yo podíamos imaginar
que esa sería nuestra última conversación larga… (Ver crónica “Óscar Álvarez se fue muy pronto” del 29 de noviembre de 2012).
No hay comentarios.:
Publicar un comentario