Terminada la reunión del Comité Mundial de la Unión de Jóvenes Demócratas Cristianos, UIJDC realizada en Roma
hasta el 10 de setiembre de 1970, debí emprender el regreso a Lima. Sin embargo
tenía que reunirme con algunas delegaciones que habían estado en Quito, a fines
de mayo, en la primera parte del IV Congreso de la JDC de América Latina y que
no pudieron estar en su culminación en Santiago de Chile el mes anterior. El
congreso tuvo que suspenderse luego que la
policía ecuatoriana detuviera a varios delegados para cumplir la orden del
gobierno de expulsarlos (Ver crónica "Expulsado de Ecuador, con el Papa en Roma" del 28 de enero de 2014).
Al coordinar mi regreso a Lima con los encargados, había pedido que
fuera con escalas en Bruselas, París, Madrid, San Juan, Santo Domingo y
Caracas. Las dos primeras escalas no tenían que ver con las conversaciones
pendientes señaladas. Visitaría en la noche del jueves 10 y todo el día
siguiente a Julio Da Silva, un gran amigo que se encontraba estudiando en
Bruselas, con quien había compartido la dirigencia de la JDC peruana entre 1966
y 1967, justo en la época de la ruptura partidaria que significó la creación del
PPC (Ver
crónica "El PPC nació sin Correa" del 16 de
febrero de 2013).
Y el fin de semana lo dedicaría a conocer Paris. En realidad, el paso por las
capitales de Bélgica y Francia más bien significaban un respiro después de casi
cuatro días de reuniones y antes de una semana de conversaciones en cuatro
países distintos.
FRATERNO REENCUENTRO
A Julio había logrado avisarle desde Roma de mi llegada de tal manera
que estaba esperándome en el aeropuerto. Luego de un abrazo cordial nos
dirigimos en tren a la ciudad y desde allí nos fuimos caminando a su
departamento. Era una edificación antigua y de no más de cinco metros de ancho.
Hasta donde me acuerdo, se entraba por un estrecho pasadizo al final del cual
comenzaba la escalera. En cada uno de sus tres pisos tenía una amplia
habitación que era dormitorio y estudio del ocupante. Me parece que frente a la
del primer piso quedaba una cocina, frente a la del segundo un baño y frente a
la del tercero un lavadero.
Dejamos mi maleta en
su habitación, donde las siguientes dos noches dormiría en un cómodo sofá y, nos fuimos a tomar un
café y comernos algo ligero y barato. A
pesar que era un año el tiempo que habíamos dejado de vernos, conversábamos
como si nos hubiésemos visto el día anterior, aunque al mismo tiempo me
preguntaba por lo que había pasado partidariamente, así como con tantos
camaradas que eran amigos comunes. En medio de nuestra conversación le conté
mis problemas económicos para el resto de ese viaje -donde por cierto no había
ningún tipo de apoyo para “gastos de representación”- y que prácticamente tenía
el dinero para alojarme en alguna pensión barata o alimentarme con comida también muy
barata. Una u otra cosa… Es evidente, le dije, que viajar a París podía ser un
exceso en esas condiciones, pero tenía el pasaje y no sabía si tendría otra
oportunidad de conocer la famosa Ciudad Luz.
Con Julio nos conocíamos desde hacía varios años, pero desde 1965 en que
yo ingresé como delegado de la Juventud al Comité Ejecutivo Nacional del
Partido Demócrata Cristiano y me dediqué a trabajar estrechamente con la
Coordinadora de Frentes Estudiantiles Social Cristianos, nuestra relación fue más
cercana y fluida, al punto que integró un año después la directiva de la JDC
que encabecé.
Trabajamos intensamente no sólo en COFESC, donde un par de años fue el
coordinador general, sino también en los primeros años de esfuerzos por la
formación de cuadros partidarios a nivel nacional. Hubo una etapa que nos
veíamos casi todos los días. Algunas veces -hambrientos y sin plata- comíamos en
no más de 15 minutos en una fonda modesta en la primera cuadra del jirón
Quilca, a sesenta metros de la Plaza San Martín. Una porción enorme de arroz a
80 centavos, un huevo frito para bañar con la yema el arroz 1 sol y una porción
de papas otro sol. Total 2 soles con 80 centavos. De allí a tomar un café
cortado de 3 soles con 50 centavos durante un par de horas en el cómodo
Versalles de la Plaza San Martín donde además los vasos de agua eran gratis.
Por esa época nos reuníamos con frecuencia Julio y yo con Rafo Roncagliolo, quien había sido sub secretario general de la JDC entre
1966 y 1967 cuando yo era secretario general y con Jaime Montoya que me sucedió
teniendo a Julio de sub secretario entre 1967 y 1969. Durante los tres años
Rafo ejerció la secretaria de relaciones internacionales e incluso la presidencia
de la Juventud Demócrata Cristiana de América Latina. Yo había sido elegido en
marzo del 67 para a integrar dos años el Comité Ejecutivo Nacional del Partido,
después de haber sido durante dos representante de la JDC en ese organismo. Éramos en ese momento un equipo compacto políticamente y
alrededor del cual se coordinaban acciones en el partido, en la juventud DC y en
los diferentes frentes estudiantiles en la que participaban centenas de
camaradas en todo el país
de similar vocación y entrega.
NO ERA BROMA, MI AMIGO SE CASABA
La mañana siguiente, después de compartir el desayuno con otro peruano
que vivía en la misma casa, Julio me indicó por dónde podría pasearme ese día
mientras él estaba ocupado en sus estudios y donde podría comer algo ligero
hacia mediodía ya que se encargaría de la comida a las seis de la tarde. Pero también
me dijo
que había pensado acompañarme a recorrer
París y que tenía dinero ahorrado para su regreso a Lima y que podría darme
algo en préstamo para que me sirviera en los gastos de regreso, con cargo a que
se los repusiera en Lima. Antes de despedirnos me dijo en tono que me llamó la
atención: “Tengo que contarte para qué estoy ahorrando dinero para cuando
regrese a Lima…”
Caminé por la capital belga toda la mañana y hasta bien
entrada la tarde. Lo primero que busqué en mi caminata fue la Grand Place, cuya hermosura admiré como
seis años antes. Es sin duda la plaza
que más me ha impactado entre las que conozco. Todavía el calor era fuerte ya que estábamos a finales
del verano. Pero caminando lentamente
por el centro de la ciudad me sentí feliz. En
algún momento compré algo de pan para entretener el estómago. Y antes de emprender el regreso a la casa volví a pasear por la
hermosa plaza.
Cuando llegué, Julio estaba preparando un lomo saltado que cuando estuvo listo
lo encontré delicioso. Estaban invitados sus dos
vecinos. Comimos
como lo hacíamos en Lima, es decir sin parar, cuando teníamos mucha hambre y
algo de dinero. Especialmente en el “Bransa”, Bar
Restaurante en la Colmena a pocos metros de la Plaza San Martín que tenía una “tavola calda”, donde por el mismo precio
se podía comer hasta cinco platos, siempre y cuando se acabaran por completo
cada uno. Mientras
comíamos me indicó que al día siguiente saldríamos juntos de la casa con
dirección a París. Después de terminar el lomo saltado y mientras tomábamos un
café ya los dos solos, me entregó cien dólares y me dijo que después se los
pagara en Lima. Y me preguntó si necesitaba algo más. Yo sin imaginar que
exactamente una semana después no tendría ni para pagar un colectivo que me llevara del aeropuerto a Caracas
le dije que no… Pero
además le pregunté cómo hacía para ahorrar.
Me dio las explicaciones de las que sólo recuerdo que tenían sentido y, luego
de un largo silencio en que seguramente esperaba alguna pregunta, añadió:
“Estoy ahorrando porque cuando regrese a Lima me caso…”
Me quedé sin habla mientras lo miraba esperando que
soltara una carcajada y me dijera que era una broma. Pero
no, pocas veces
lo había visto tan serio. Casi inmediatamente me contó que se había enamorado en
Bélgica de una matemática peruana: Teresa Arellano, que hacia un par de meses
se había regresado al Perú luego de haber seguido un postgrado. Y que apenas él
regresara decidirían fecha de matrimonio. No quería esperar porque estaba
seguro de haber encontrado a quien sería su compañera por el resto de su vida.
Lo felicité y le dije que nunca me lo había imaginado
hablando de matrimonio y luego, con un fingido tono de temor, le dije: “¿Gordo,
y yo que hago ahora para no casarme?". Nos reímos ambos. Hacía unos tres años que mis amigos conocían a Ana María y
estaban seguros que nos casaríamos. Más aun cuando se enteraron que éramos
enamorados desde antes. Y por cierto, mientras comenzaban a casarse varios de ellos, la pregunta
que me hacían era que cuándo me casaba yo. Mi respuesta
era invariable: después de Julio Da Silva. Con esa frase, pensaba, tendría el tiempo asegurado hasta
tener algún ingreso estable que me permitiera cambiar de estado civil a lo que
por cierto estaba más que dispuesto. Y es que Julio siempre animoso y dispuesto
a asumir tareas partidarias no parecía candidato a dejar la soltería.
Cuando al regreso de ese viaje fui a llevarle a Teresa
algún encargo de Julio a su casa, me parece que en la avenida Javier Prado de
Magdalena, entendí plenamente por qué mi amigo estaba dispuesto a casarse. Había encontrado a la persona con la que se
complementaba plenamente y que sabría compartir la vida con un hombre
trabajador, querendón, de excelente humor, dispuesto siempre a ayudar, incapaz
de hacer ninguna trastada a nadie, en una palabra un hombre bueno.
ENCUENTRO EN NOTRE DAME
Pero regresemos a Bruselas. A primera hora del 12 de setiembre nos encaminamos con
Julio a la estación de trenes. Yo
me embarcaba hasta el aeropuerto y Julio hacia Francia. Eran las 7:30 de la mañana cuando nos despedimos. Quedamos en encontrarnos cuatro horas después en París,
en la entrada de la catedral de Notre Dame.
En el aeropuerto tuve que esperar hasta las 9 y 20 de la mañana para
embarcarme en un vuelo de alrededor de una hora hasta París. Dejé mi maleta en el aeropuerto de Orly y me dirigí en un
bus al terminal en la ciudad, cerca de Los Invalides. Desde allí me fui caminando unas veinte cuadras
a las orillas del Sena hasta llegar a la pequeña isla donde se encuentra la
iglesia. Unos
diez minutos después
llegó Julio. Rodeamos
la hermosa catedral de tipo gótico con más de ocho siglos de construida ya que
no sólo es impresionante su fachada principal, admiramos su interior incluidos
sus hermosos vitrales y subimos a una de sus torres pasando por estrechas
galerías. Aunque por lo robusto
le llamábamos “gordo”, Julio era mucho más ágil que yo de tal manera que
ascendió más rápido y cuando me asomé a la torre me esperaba con una gran
sonrisa y la mano con el pulgar levantado en señal que todo estaba muy bien.
Después
del esfuerzo de subir y bajar la torre de cerca de 70 metros de altura nos
dirigimos caminando al Barrio Latino para tomar una habitación, dejar nuestros
maletines y seguir caminando. Ese fin de semana es seguramente uno de los que más he caminado en mi
vida. Habíamos comprado una guía de turismo en español, en la que había unos catorce circuitos en la ciudad y
un par en las afueras, previstos para hacerlos en unas cuatro horas cada uno. Entre ese mediodía y el final de la tarde del día
siguiente hicimos unos diez, a paso ligero, deteniéndonos sólo cuando había que
mirar con mucha atención algo.
La
Sorbona, el Palacio de Justicia, el Hotel de Ville que es el municipio de la
ciudad, la Plaza del Ayuntamiento, los Campos Elíseos, la Plaza de la
Concordia, el museo de Louvre, el Arco del Triunfo, fueron parte de nuestro recorrido que
terminamos al anochecer en la basílica Sacre Coeur ya en la zona de Montmartre.
Ahí a las nueve de
la noche hicimos lo mismo que a las dos de la tarde en los alrededores del
cruce de los bulevares Saint-Michel y Saint-Germain: entramos a una cafetería,
ordenamos dos cafés, sacamos de una bolsa un pan baguette y un paquete con
tajadas de queso, partimos el pan y nos preparamos dos enormes sándwiches. Ignoramos las miradas curiosas
de algunos parroquianos y las nada amigables de los camareros. Comimos tranquilos, terminamos nuestro café, pagamos y
salimos dignamente. Total, me dijo Julio sonriente, acá nadie nos conoce, no
hemos venido antes y no vendremos después.
Después de nuestra comida nocturna paseamos por el barrio situado en una
elevación de poco más de cien metros y que permite ver París en todo su
esplendor porque se puede observar panorámicamente toda la ciudad e identificar
sus edificios emblemáticos. Montmartre es
conocido como el barrio bohemio parisino, porque allí viven los artistas que
incluso exhiben sus obras en las calles. Pero también porque allí
se encuentran los más famosos cabarés, como el Moulin Rouge. Paseamos por las calles repletas de gente, con
solícitos “llamadores” que invitaban a los turistas, en varios idiomas a
ingresar a sus locales. No éramos con Julio aficionados a ese tipo de
espectáculos, aunque en París podía haber sido una excepción si no fuera porque
no teníamos dinero. Nuestra caminata terminó mas bien pasada la medianoche en un pequeño café cerca de
nuestro hotel.
NO COMÍ NI UN PLATO DE COMIDA EN PARIS
Al día siguiente tuvimos que ir al aeropuerto de Orly
para recoger mis maletas ya que mi salida a España sería de otro aeropuerto: Le
Bourget. En el traslado de ida y vuelta tuvimos oportunidad de seguir admirando
la ciudad. Al regreso recorrimos el
Campo Marte, visitamos la Torre Eiffel, pasamos a recoger el maletín de Julio
paseando más por la zona del barrio Latino donde aprovechamos para meternos a
un café con nuestra bolsa de pan y queso para almorzar a eso de las tres de la
tarde y luego nos dirigimos a recorrer la Plaza de la República. Desde allí nos fuimos a la estación de París Norte del
tren -Gare du Nort- de donde Julio partió a Bruselas a las siete de la noche. Poco
antes que subiera al vagón comentamos riéndonos que habíamos estado en una
ciudad cuya comida era considerada la mejor del mundo y no habíamos comido un
solo plato… Nos despedimos agotados pero felices de haber caminado todo lo que
pudimos por París sabiendo que en pocos meses nos volveríamos a ver en Lima.
Efectivamente,
a inicios
de 1971 Julio regresó a Lima y poco
después se casó con Teresa. Yo fui uno de los testigos del matrimonio civil una
mañana de abril en la municipalidad de Magdalena. Dieciséis meses después Ana
María y yo nos casamos también. Mantuvimos la amistad de siempre, aunque la
dedicación a las familias que ambos formamos y los compromisos laborales,
aumentados en mi caso por la intensidad del compromiso político en los años
posteriores, determinaron que nuestros encuentros no fueran tan seguidos como
hubiésemos ambos querido. Sin darnos cuenta algunas veces pasamos un año sin
vernos. Como para ilustrar
lo que digo recuerdo que cuando los visitamos
para saludarlos por la llegada de la segunda hija nos encontramos con que
acababa de nacer la tercera.
Abril 1971, de derecha a izquierda Teresa Arrellano, R.P. Luis Velaochaga que bendijo el matrimonio, Julio Da Silva y yo |
Lamentablemente antes de los 50 años tuvo problemas cardiacos y en los
años finales de la década de los 80 fue operado del corazón. El día que fuimos a visitarlo a la clínica, aun seguía en
Cuidados Intensivos y justamente estábamos acompañando a Teresa en el pasillo
cuando vimos que lo sacaban en camilla con dirección a su habitación. Al
vernos levantó una mano con el dedo pulgar en alto. En ese momento mi mente me trasladó a la torre de la
catedral de Notre Dame en París casi 20 años antes y adiviné la sonrisa franca
de mi amigo, detrás de la máscara que le cubría nariz y boca.
Aunque se repuso y siguió trabajando en los siguientes
años, Julio sabía que no tendría una larga vida. Lo asumió sin dramatismos y
mantuvo el espíritu alegre que lo caracterizó desde joven. He dicho antes que
era esencialmente un hombre bueno. Como para hacerlo evidente algunos años
después, en 1994, Julio que había nacido un 25 de diciembre falleció un Viernes
Santo. En estos días se cumplirán 20 años de su partida, pero quedó presente
para siempre en la memoria de su familia y sus amigos.
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