lunes, 24 de marzo de 2014

EN PARÍS SÓLO COMÍ PAN Y QUESO (1970)

Terminada la reunión del Comité Mundial de la Unión de Jóvenes Demócratas Cristianos, UIJDC realizada en Roma hasta el 10 de setiembre de 1970, debí emprender el regreso a Lima. Sin embargo tenía que reunirme con algunas delegaciones que habían estado en Quito, a fines de mayo, en la primera parte del IV Congreso de la JDC de América Latina y que no pudieron estar en su culminación en Santiago de Chile el mes anterior. El congreso tuvo que suspenderse luego que la policía ecuatoriana detuviera a varios delegados para cumplir la orden del gobierno de expulsarlos (Ver crónica "Expulsado de Ecuador, con el Papa en Roma" del 28 de enero de 2014).

Al coordinar mi regreso a Lima con los encargados, había pedido que fuera con escalas en Bruselas, París, Madrid, San Juan, Santo Domingo y Caracas. Las dos primeras escalas no tenían que ver con las conversaciones pendientes señaladas. Visitaría en la noche del jueves 10 y todo el día siguiente a Julio Da Silva, un gran amigo que se encontraba estudiando en Bruselas, con quien había compartido la dirigencia de la JDC peruana entre 1966 y 1967, justo en la época de la ruptura partidaria que significó la creación del PPC (Ver crónica "El PPC nació sin Correa" del 16 de febrero de 2013). Y el fin de semana lo dedicaría a conocer Paris. En realidad, el paso por las capitales de Bélgica y Francia más bien significaban un respiro después de casi cuatro días de reuniones y antes de una semana de conversaciones en cuatro países distintos.
FRATERNO REENCUENTRO
A Julio había logrado avisarle desde Roma de mi llegada de tal manera que estaba esperándome en el aeropuerto. Luego de un abrazo cordial nos dirigimos en tren a la ciudad y desde allí nos fuimos caminando a su departamento. Era una edificación antigua y de no más de cinco metros de ancho. Hasta donde me acuerdo, se entraba por un estrecho pasadizo al final del cual comenzaba la escalera. En cada uno de sus tres pisos tenía una amplia habitación que era dormitorio y estudio del ocupante. Me parece que frente a la del primer piso quedaba una cocina, frente a la del segundo un baño y frente a la del tercero un lavadero.
Dejamos mi maleta en su habitación, donde las siguientes dos noches dormiría  en un cómodo sofá y, nos fuimos a tomar un café y comernos algo ligero y barato. A pesar que era un año el tiempo que habíamos dejado de vernos, conversábamos como si nos hubiésemos visto el día anterior, aunque al mismo tiempo me preguntaba por lo que había pasado partidariamente, así como con tantos camaradas que eran amigos comunes. En medio de nuestra conversación le conté mis problemas económicos para el resto de ese viaje -donde por cierto no había ningún tipo de apoyo para “gastos de representación”- y que prácticamente tenía el dinero para alojarme en alguna pensión barata o alimentarme con comida también muy barata. Una u otra cosa… Es evidente, le dije, que viajar a París podía ser un exceso en esas condiciones, pero tenía el pasaje y no sabía si tendría otra oportunidad de conocer la famosa Ciudad Luz.
Con Julio nos conocíamos desde hacía varios años, pero desde 1965 en que yo ingresé como delegado de la Juventud al Comité Ejecutivo Nacional del Partido Demócrata Cristiano y me dediqué a trabajar estrechamente con la Coordinadora de Frentes Estudiantiles Social Cristianos, nuestra relación fue más cercana y fluida, al punto que integró un año después la directiva de la JDC que encabecé.
Trabajamos intensamente no sólo en COFESC, donde un par de años fue el coordinador general, sino también en los primeros años de esfuerzos por la formación de cuadros partidarios a nivel nacional. Hubo una etapa que nos veíamos casi todos los días. Algunas veces -hambrientos y sin plata- comíamos en no más de 15 minutos en una fonda modesta en la primera cuadra del jirón Quilca, a sesenta metros de la Plaza San Martín. Una porción enorme de arroz a 80 centavos, un huevo frito para bañar con la yema el arroz 1 sol y una porción de papas otro sol. Total 2 soles con 80 centavos. De allí a tomar un café cortado de 3 soles con 50 centavos durante un par de horas en el cómodo Versalles de la Plaza San Martín donde además los vasos de agua eran gratis.
Por esa época nos reuníamos con frecuencia  Julio y yo con Rafo Roncagliolo, quien había sido sub secretario general de la JDC entre 1966 y 1967 cuando yo era secretario general y con Jaime Montoya que me sucedió teniendo a Julio de sub secretario entre 1967 y 1969. Durante los tres años Rafo ejerció la secretaria de relaciones internacionales e incluso la presidencia de la Juventud Demócrata Cristiana de América Latina. Yo había sido elegido en marzo del 67 para a integrar dos años el Comité Ejecutivo Nacional del Partido, después de haber sido durante dos representante de la JDC en ese organismo. Éramos en ese momento un equipo compacto políticamente y alrededor del cual se coordinaban acciones en el partido, en la juventud DC y en los diferentes frentes estudiantiles en la que participaban centenas de camaradas en todo el país de similar vocación y entrega.
NO ERA BROMA, MI AMIGO SE CASABA
La mañana siguiente, después de compartir el desayuno con otro peruano que vivía en la misma casa, Julio me indicó por dónde podría pasearme ese día mientras él estaba ocupado en sus estudios y donde podría comer algo ligero hacia mediodía ya que se encargaría de la comida a las seis de la tarde. Pero también me dijo que había pensado  acompañarme a recorrer París y que tenía dinero ahorrado para su regreso a Lima y que podría darme algo en préstamo para que me sirviera en los gastos de regreso, con cargo a que se los repusiera en Lima. Antes de despedirnos me dijo en tono que me llamó la atención: “Tengo que contarte para qué estoy ahorrando dinero para cuando regrese a Lima…”
Caminé por la capital belga toda la mañana y hasta bien entrada la tarde. Lo primero que busqué en mi caminata fue la Grand Place, cuya hermosura admiré como seis años antes. Es sin duda la plaza que más me ha impactado entre las que conozco. Todavía el calor era fuerte ya que estábamos a finales del verano.  Pero caminando lentamente por el centro de la ciudad me sentí feliz. En algún momento compré algo de pan para entretener el estómago. Y antes de emprender el regreso a la casa volví a pasear por la hermosa plaza.
Cuando llegué, Julio estaba preparando un lomo saltado que cuando estuvo listo lo encontré delicioso. Estaban invitados sus dos vecinos. Comimos como lo hacíamos en Lima, es decir sin parar, cuando teníamos mucha hambre y algo de dinero. Especialmente en el “Bransa”, Bar Restaurante en la Colmena a pocos metros de la Plaza San Martín que tenía  una “tavola calda”, donde por el mismo precio se podía comer hasta cinco platos, siempre y cuando se acabaran por completo cada uno. Mientras comíamos me indicó que al día siguiente saldríamos juntos de la casa con dirección a París. Después de terminar el lomo saltado y mientras tomábamos un café ya los dos solos, me entregó cien dólares y me dijo que después se los pagara en Lima. Y me preguntó si necesitaba algo más. Yo sin imaginar que exactamente una semana después no tendría ni para pagar un colectivo que me llevara del aeropuerto a Caracas le dije que no… Pero además le pregunté cómo hacía para ahorrar. Me dio las explicaciones de las que sólo recuerdo que tenían sentido y, luego de un largo silencio en que seguramente esperaba alguna pregunta, añadió: “Estoy ahorrando porque cuando regrese a Lima me caso…”
Me quedé sin habla mientras lo miraba esperando que soltara una carcajada y me dijera que era una broma. Pero no, pocas veces lo había visto tan serio. Casi inmediatamente me contó que se había enamorado en Bélgica de una matemática peruana: Teresa Arellano, que hacia un par de meses se había regresado al Perú luego de haber seguido un postgrado. Y que apenas él regresara decidirían fecha de matrimonio. No quería esperar porque estaba seguro de haber encontrado a quien sería su compañera por el resto de su vida.
Lo felicité y le dije que nunca me lo había imaginado hablando de matrimonio y luego, con un fingido tono de temor, le dije: “¿Gordo, y yo que hago ahora para no casarme?". Nos reímos ambos. Hacía unos tres años que mis amigos conocían a Ana María y estaban seguros que nos casaríamos. Más aun cuando se enteraron que éramos enamorados desde antes. Y por cierto, mientras comenzaban a casarse varios de ellos, la pregunta que me hacían era que cuándo me casaba yo. Mi respuesta era invariable: después de Julio Da Silva. Con esa frase, pensaba, tendría el tiempo asegurado hasta tener algún ingreso estable que me permitiera cambiar de estado civil a lo que por cierto estaba más que dispuesto. Y es que Julio siempre animoso y dispuesto a asumir tareas partidarias no parecía candidato a dejar la soltería.
Cuando al regreso de ese viaje fui a llevarle a Teresa algún encargo de Julio a su casa, me parece que en la avenida Javier Prado de Magdalena, entendí plenamente por qué mi amigo estaba dispuesto a casarse. Había encontrado a la persona con la que se complementaba plenamente y que sabría compartir la vida con un hombre trabajador, querendón, de excelente humor, dispuesto siempre a ayudar, incapaz de hacer ninguna trastada a nadie, en una palabra un hombre bueno.
ENCUENTRO EN NOTRE DAME
Pero regresemos a Bruselas. A primera hora del 12 de setiembre nos encaminamos con Julio a la estación de trenes. Yo me embarcaba hasta el aeropuerto y Julio hacia Francia. Eran las 7:30 de la mañana cuando nos despedimos. Quedamos en encontrarnos cuatro horas después en París, en la entrada de la catedral de Notre Dame.
En el aeropuerto tuve que esperar hasta las 9 y 20 de la mañana para embarcarme en un vuelo de alrededor de una hora hasta París. Dejé mi maleta en el aeropuerto de Orly y me dirigí en un bus al terminal en la ciudad, cerca de Los Invalides.  Desde allí me fui caminando unas veinte cuadras a las orillas del Sena hasta llegar a la pequeña isla donde se encuentra la iglesia. Unos diez minutos después llegó Julio. Rodeamos la hermosa catedral de tipo gótico con más de ocho siglos de construida ya que no sólo es impresionante su fachada principal, admiramos su interior incluidos sus hermosos vitrales y subimos a una de sus torres pasando por estrechas galerías. Aunque por lo robusto le llamábamos “gordo”, Julio era mucho más ágil que yo de tal manera que ascendió más rápido y cuando me asomé a la torre me esperaba con una gran sonrisa y la mano con el pulgar levantado en señal que todo estaba muy bien.
Después del esfuerzo de subir y bajar la torre de cerca de 70 metros de altura nos dirigimos caminando al Barrio Latino para tomar una habitación, dejar nuestros maletines y seguir caminando. Ese fin de semana es seguramente uno de los que más he caminado en mi vida. Habíamos comprado una guía de turismo en español, en la que había unos catorce circuitos en la ciudad y un par en las afueras, previstos para hacerlos en unas cuatro horas cada uno. Entre ese mediodía y el final de la tarde del día siguiente hicimos unos diez, a paso ligero, deteniéndonos sólo cuando había que mirar con mucha atención algo.
La Sorbona, el Palacio de Justicia, el Hotel de Ville que es el municipio de la ciudad, la Plaza del Ayuntamiento, los Campos Elíseos, la Plaza de la Concordia, el museo de Louvre, el Arco del Triunfo,  fueron parte de nuestro recorrido que terminamos al anochecer en la basílica Sacre Coeur ya en la zona de Montmartre. Ahí a las nueve de la noche hicimos lo mismo que a las dos de la tarde en los alrededores del cruce de los bulevares Saint-Michel y Saint-Germain: entramos a una cafetería, ordenamos dos cafés, sacamos de una bolsa un pan baguette y un paquete con tajadas de queso, partimos el pan y nos preparamos dos enormes sándwiches. Ignoramos las miradas curiosas de algunos parroquianos y las nada amigables de los camareros. Comimos tranquilos, terminamos nuestro café, pagamos y salimos dignamente. Total, me dijo Julio sonriente, acá nadie nos conoce, no hemos venido antes y no vendremos después.
Después de nuestra comida nocturna paseamos por el barrio situado en una elevación de poco más de cien metros y que permite ver París en todo su esplendor porque se puede observar panorámicamente toda la ciudad e identificar sus edificios emblemáticos.  Montmartre  es conocido como el barrio bohemio parisino, porque allí viven los artistas que incluso exhiben sus obras en las calles. Pero también porque allí se encuentran los más famosos cabarés, como el Moulin Rouge. Paseamos por las calles repletas de gente, con solícitos “llamadores” que invitaban a los turistas, en varios idiomas a ingresar a sus locales. No éramos con Julio aficionados a ese tipo de espectáculos, aunque en París podía haber sido una excepción si no fuera porque no teníamos dinero. Nuestra caminata terminó mas bien pasada la medianoche en un pequeño café cerca de nuestro hotel.
NO COMÍ NI UN PLATO DE COMIDA EN PARIS
Al día siguiente tuvimos que ir al aeropuerto de Orly para recoger mis maletas ya que mi salida a España sería de otro aeropuerto: Le Bourget. En el traslado de ida y vuelta tuvimos oportunidad de seguir admirando la ciudad. Al regreso recorrimos el Campo Marte, visitamos la Torre Eiffel, pasamos a recoger el maletín de Julio paseando más por la zona del barrio Latino donde aprovechamos para meternos a un café con nuestra bolsa de pan y queso para almorzar a eso de las tres de la tarde y luego nos dirigimos a recorrer la Plaza de la República. Desde allí nos fuimos a la estación de París Norte del tren -Gare du Nort- de donde Julio partió a Bruselas a las siete de la noche. Poco antes que subiera al vagón comentamos riéndonos que habíamos estado en una ciudad cuya comida era considerada la mejor del mundo y no habíamos comido un solo plato… Nos despedimos agotados pero felices de haber caminado todo lo que pudimos por París sabiendo que en pocos meses nos volveríamos a ver en Lima.
Efectivamente, a inicios de 1971 Julio regresó a Lima  y poco después se casó con Teresa. Yo fui uno de los testigos del matrimonio civil una mañana de abril en la municipalidad de Magdalena. Dieciséis meses después Ana María y yo nos casamos también. Mantuvimos la amistad de siempre, aunque la dedicación a las familias que ambos formamos y los compromisos laborales, aumentados en mi caso por la intensidad del compromiso político en los años posteriores, determinaron que nuestros encuentros no fueran tan seguidos como hubiésemos ambos querido. Sin darnos cuenta algunas veces pasamos un año sin vernos. Como para ilustrar lo que digo recuerdo que cuando los visitamos para saludarlos por la llegada de la segunda hija nos encontramos con que acababa de nacer la tercera.
Abril 1971, de derecha a izquierda Teresa Arrellano, R.P. Luis Velaochaga
que bendijo el matrimonio, Julio Da Silva y yo
Lamentablemente antes de los 50 años tuvo problemas cardiacos y en los años finales de la década de los 80 fue operado del corazón. El día que fuimos a visitarlo a la clínica, aun seguía en Cuidados Intensivos y justamente estábamos acompañando a Teresa en el pasillo cuando vimos que lo sacaban en camilla con dirección a su habitación. Al vernos levantó una mano con el dedo pulgar en alto. En ese momento mi mente me trasladó a la torre de la catedral de Notre Dame en París casi 20 años antes y adiviné la sonrisa franca de mi amigo, detrás de la máscara que le cubría nariz y boca.
Aunque se repuso y siguió trabajando en los siguientes años, Julio sabía que no tendría una larga vida. Lo asumió sin dramatismos y mantuvo el espíritu alegre que lo caracterizó desde joven. He dicho antes que era esencialmente un hombre bueno. Como para hacerlo evidente algunos años después, en 1994, Julio que había nacido un 25 de diciembre falleció un Viernes Santo. En estos días se cumplirán 20 años de su partida, pero quedó presente para siempre en la memoria de su familia y sus amigos.

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