A principios de junio de 1967, regresando
del III Congreso de la Juventud Demócrata Cristiana de América Latina, JUDCA, realizado en San Salvador, hice una escala de
menos de 24 horas en San José de Costa Rica. Hasta donde me acuerdo al momento
de fijar el viaje de regreso tuve que optar entre quedarme por unas horas en
esa ciudad o en Panamá. Escogí San José porque aunque por poquísimo tiempo
tendría oportunidad de estar en un país latinoamericano atípico: sin ejército desde
casi 20 años. Quizás no tenga otra oportunidad de pisar Costa Rica, me dije. Y
no me equivoqué, ya que nunca más pisé suelo “tico”.
El corto trayecto del vuelo entre los dos
países centroamericanos fue especialmente agitado. A poco de salir del
aeropuerto de Ilopango comenzó una tormenta tropical que hizo que el avión
comenzara a moverse como una cometa con el consiguiente susto de todos los
ocupantes. En un momento de calma, las aeromozas aprovecharon para invitar licores
y bebidas gaseosas a los pasajeros. Pero poco después volvió a moverse el avión
y, por primera vez en mi vida, vi cómo un vaso se quedaba en el aire en una
repentina “caída” del avión para luego, por inercia caer sobre el pasajero que
viajaba en el asiento de atrás. El avión sólo dejó de moverse en el tramo final
del viaje, cuando estábamos bajando aunque por las ventanillas sólo se veía
gruesos goterones de la intensa lluvia que había afuera.
Aterrizamos en El Coco, el aeropuerto de la
capital costarricense, alrededor de las cinco de la tarde en plena lluvia y al
inicio de las escalerillas para bajar a tierra, todos los pasajeros recibíamos paraguas para protegernos del agua hasta llegar
al edificio donde tendríamos que pasar el control migratorio y recoger el
equipaje.
NO SABÍA QUE ATERRIZABA DONDE VIVIRÍA PARA
SIEMPRE
Allí me despedí de camaradas de varios
países que participarían en las afueras de la ciudad en un seminario de unos
seis días, que además había servido para financiar los pasajes al congreso de
uno por cada delegación. En el caso peruano llegaron tres pasajes que fueron
asignados a Jaime Montoya, secretario general de la JDC, a Rafael Roncagliolo,
secretario de relaciones internacionales y a mí, ex secretario general. Ninguno
de los tres podía quedarse tantos días en el seminario, pero un cuarto delegado
que se financió los pasajes, se ofreció a quedarse en el seminario, en el
entendido que podría participar en el Congreso, lo que efectivamente fue
posible. Hasta donde me acuerdo había conseguido un pasaje a Miami y tenía unas
tres semanas de vacaciones, por lo que aprovechó para combinar descanso con
actividad política. Se trataba de Edgar Echegaray Castellanos, si no ya abogado
a punto de serlo y que tenía una personalidad muy especial a partir de su
inteligencia, facilidad de palabra, capacidad para el debate y, principalmente,
por sus mordaces comentarios que motivó que muchas veces se le calificara como
“Cicuta”. Trujillano de nacimiento vivía en Lima desde 1959 cuando ingresó a la universidad. Aunque estoy seguro que ni el mismo lo suponía
ese día, a la mitad de la década siguiente viajó a radicarse justamente a la
ciudad a la que llegamos esa tarde lluviosa. Y allí vive hace cerca de 40 años…
Aunque Jaime, Rafo y yo no teníamos previsto
participar en el seminario, Rafo tuvo que quedarse unos dos o tres días para
aprovechar de hacer algunas coordinaciones con los delegados asistentes,
considerando que en San Salvador la JDC del Perú había sido elegida para la
presidencia de la JUDCA, en el entendido –por cierto ratificado por la directiva
peruana- que quien iba a ejercer el cargo era él.
Luego de despedirme de Rafo y Edgar que
junto con otros delegados eran esperados para ser trasladados en un bus, tomé
otro y me dirigí al centro de la ciudad a instalarme en un hotel barato que me
habían recomendado y a esperar que la lluvia calmara para poder caminar un poco.
Recién creo que pude hacerlo a las nueve de la noche. Caminé un par de horas,
comí algo ligero y barato en algún lugar modesto y me fui a dormir para poder
levantarme temprano al día siguiente. Lo hice y pude caminar otras tres horas
por el centro, tomarme un café en algún lado y volver al hotel a recoger mi
maleta para dirigirme otra vez al aeropuerto de donde saldría alrededor de la
una de la tarde.
Cinco horas o poco más de caminata por la
ciudad pueden parecer muy poco y de hecho lo son para conocer una ciudad. Sin
embargo algunas cosas se me quedaron grabadas. Era una ciudad en la que al
caminar me sentía muy tranquilo, incluso de noche en calles prácticamente
desérticas. Se veía muy ordenada particularmente en el tránsito cuyas reglas se
respetaban aunque el vehículo fuera el único en varias cuadras. El trato al
interlocutor era muy cordial, lo noté en todos los comercios a los que ingresé
para comer o tomar un café, para revisar algún libro, para comprar algún
“souvenir” o preguntar para orientarme cómo llegar al correo o qué bus tomar. Y
por otro lado, la ausencia de policías en las calles en las que no vi ni uno
solo.
COMPROBÉ LA HONRADEZ DE LOS TICOS
Pero lo que más me impresionó fue la
honradez. Lo comprobé en un asunto de muy poca importancia pero que para mí
marcó definitivamente la imagen que hasta hoy tengo de Costa Rica como país.
Poco antes de dirigirme al hotel llegué a
las oficinas del Correo. Era un pasaje bastante espacioso. Me dirigí a una
pequeña tienda, compré un par de postales y escribí unas palabras de saludo en
ambas. Pregunté ahí mismo donde podría comprar estampillas. Me dirigí a una
oficina que estaba al final del pasaje y me encontré con dos cosas: que había
una fila de unas quince personas en la única ventanilla que señalaba que era
para despachar cartas internacionales y con un policía que estaba paseando
tranquilamente cerca de la puerta de esa oficina. ¡Era el primer uniformado que
veía desde mi llegada a la ciudad la tarde anterior!
Miré con decepción que varios de los que
esperaban su turno para despachar su correspondencia tenían más de una carta o
postales en las manos. Estaba por darme media vuelta para salir, cuando el
policía se me acercó y me preguntó si tenía algún problema. Le dije que quería
enviar un par de postales al Perú, pero que no tenía más de cinco minutos
porque debía recoger mi equipaje y salir al aeropuerto. ¿Son para el Perú las
postales?, me preguntó y ante mi asentimiento me dijo que lo esperara y se
dirigió a la ventanilla.
Bueno, pensé, el policía tratará que yo pase
de frente para que pueda salir pronto de la oficina de correo. Es una buena
manera que el turista se sienta cómodo, seguí diciéndome. Cuando el policía
regresó me di cuenta que estaba completamente equivocado. Me dijo que el envío
costaba determinada cantidad de colones, nombre de la moneda local y añadió que
si le dejaba el dinero se encargaría del
despacho. Más por la sorpresa que por la certeza, busqué el dinero en mis
bolsillos y se lo di. Vaya usted a su hotel que me ha preocupado que por la
demora pierda usted el vuelo, me dijo como urguiéndome a que me vaya mientras
que él… se colocaba a hacer la cola de espera.
No puedo negar que dos horas después
mientras disfrutaba de un buen almuerzo en el avión en que me dirigía a Bogotá para desde
allí seguir a Lima, me preguntaba si no había perdido las monedas entregadas al
policía costarricense. Aunque eran pocas me hubiesen servido para comprar algún
recuerdo me decía, ya que no tenía prácticamente dinero. Como ya no había nada
que hacer, me resigné…
A los
dos días de estar en Lima llegó una de las postales a casa de mis padres que
recientemente vivían en Residencial San Felipe en el distrito de Jesús María y
un día después Ana María recogió la suya en la oficina de Correos de
Bellavista, ya que en ese momento no hubiese sido del agrado de mis futuros
suegros que la postal llegara a su casa.
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