lunes, 24 de marzo de 2014

RECUERDOS BAJOPONTINOS (1946/53)


Como he señalado en una crónica anterior los primeros años de mi vida (Ver crónica "Cambié de casa en octubre de 1948" del 27 de noviembre de 2012) los pasé en el Rímac, una de las zonas más antiguas de Lima. Incluso el antiguo Puente de Piedra, primer puente que cruza el río del mismo nombre desde el centro de la ciudad ya cumplió cinco siglos de construido. Se hizo en una época en que la ciudad estaba amurallada y esa zona comenzaba a crecer.

Es natural que mis más antiguos recuerdos estén ligados a ese barrio que hace casi un siglo, en 1920, se convirtió en distrito con el nombre de Rímac, aunque en mi niñez se le conocía más con su antiguo nombre: Bajo el Puente…

UN BURRO RECORRÍA LAS CALLES PAVIMENTADAS

La llegada del lechero en las mañanas las recuerdo como si hubiesen sucedido hace muy pocos años. Seguramente tenía unos cuatro años y vivía en la segunda cuadra del jirón Virú. Cuando anunciaba su llegada –no recuerdo con qué tipo de señal- me asomaba a la ventana del segundo piso donde vivía para ver cómo el señor Nicho avanzaba arrastrando con una soga a su burro que cargaba dos grandes “porongos” -recipientes de hojalata- a cada lado. No tengo idea de cuánto contenía cada porongo, pero asumo que no menos de 20 litros cada uno, ya que en cada casa de mi barrio se compraban dos o tres litros diariamente.
En cada casa se repetía la operación. Una persona salía con una olla o recipiente grande, el lechero sacaba con uno de sus recipientes de mango largo la leche de un porongo y la vertía en la olla del cliente. Esos recipientes eran de un litro o medio litro. Completada la operación, recibía el pago y continuaba su recorrido. Recuerdo que aún en ese tiempo se me ocurría medio  fuera de lugar la imagen de un burro caminando lentamente por calles pavimentadas, mientras que a su lado pasaban autos y tranvías.
COMIENDO DULCES EN MALAMBO
Por esos mismos años recuerdo los dulces de las hermanas Elías. Caminábamos hasta la esquina y volteábamos a la derecha por el jirón Ayabaca, pasábamos por el cine Rialto –que en los años 60 se modernizara y se denominaría Capri- y al terminar esa calle doblábamos a la izquierda para entrar al jirón Francisco Pizarro, aunque la tercera cuadra se llamaba Malambo y a unos treinta metros quedaba la dulcería. Justo al lado de un gran solar, que en los bajos tenía el colegio donde mi abuelo había trabajado por más de 40 años y en los altos la casa donde había nacido y vivido hasta su juventud mi padre y sus nueve hermanos. De esa época se conocía mi padre con las hermanas, una de las cuales recuerdo que se llamaba Teresa, que eran muy amables con sus clientes. Estarían alrededor de los 40 años y ambas se repartían el trabajo de preparación de los dulces y atención al público.
Ir a la dulcería no era algo que sucedía muy seguido. De tal manera que cuando íbamos mi hermana y yo –aún faltaban nacer dos hermanas más- comenzábamos a gozar desde el momento que veíamos los dulces. Arroz con leche, ranfañote, mazamorra morada, suspiro a la limeña, alfajores y otros muchos dulces más eran disfrutados por nosotros y nuestros padres. No sé cuánto tiempo más duró la dulcería, pero con seguridad llegaron hasta inicios de los 70 porque en alguna oportunidad ya casado le mostré a mi esposa sus instalaciones.
UNA SIRENA NOS ACOMPAÑABA EN LAS MAÑANAS Y AL MEDIODÍA
Cuando en octubre de 1948 nos mudamos a la primera cuadra del jirón Marañón recuerdo que en los primeros días sentía muy fuerte la sirena del Estanco del Tabaco que quedaba  a unos cien metros de mi nueva casa –lo de nueva es un decir ya que 18 años después se cayó cuando un terremoto no muy intenso se produjo en Lima- y que se usaban para avisar la hora de entrada de empleados y obreros a su centro de trabajo. La sirena se escuchaba a las 7:15 y 7:30 de la mañana y sólo hasta el viernes a la 1:15 y 1:30 de la tarde. La casa donde había vivido anteriormente quedaba en línea recta a unos 150 metros más del Estanco, por lo que seguramente también allí se escuchaba pero en mis recuerdos esa sirena sólo está desde la mudanza de 1948. Los sonidos eran de distinta duración, más corto el pitazo del preaviso y bastante más largo el aviso de entrada tanto en las mañanas como en las tarde para los cientos de trabajadores. Al final del segundo sonido se cerraban las puertas, por lo cual era usual ver correr a la gente hacia la entrada cuando sonaba la sirena a las 7:30 de la mañana y 1:30 de la tarde.
Poco después me acostumbre al sonido y, como todos los del barrio, me servía para calcular el tiempo cuando tenía que salir al colegio, primero, o a la universidad después. No era raro ver un grupo de escolares conversando en una esquina y al sonar la sirena despedirse apresuradamente para partir en distintas direcciones. Y así como me llamó la atención los primeros días que la escuché, cuando cambiamos de casa en 1961 extrañé su sonido por algunos días.
SALA DE LECTURA DE LOS AGACHADOS
Ya no a la década del 40 sino a los primeros años de la del 50 están otros recuerdos de mi niñez. Se ubican exactamente al costado del Mercado Baratillo que quedaba frente a la plazuela Paita a una cuadra del jirón Trujillo y a dos cuadras de mi casa. Antes de llegar a la puerta lateral del mercado habían no sé si una o dos pequeñas tiendas. Una de ellas tendría unos tres metros de ancho por cuatro o cinco de largo. Uno entraba y junto a la puerta había un pequeño mostrador atendido por el dueño donde se vendía periódicos y “chistes” como se le decía a los “comics”. Pero además –y creo que era el ingreso principal de ese negocio- se alquilaban las revistas. El resto del local lo ocupaban tres bancas de madera muy bajas y sin respaldo. Eran las “butacas” para los pequeños lectores. Y a veces también algunos no tan pequeños que ya no parecían sentados sino agachados.
El precio de los comics era de dos soles o dos soles cincuenta, mientras que el alquiler sólo de 20 centavos. Incluso si uno pagaba 50 centavos podía leer hasta tres comics. Mis lecturas en los años 1951, 1952 o 1953 eran no sólo la versión en papel de los clásicos dibujos animados con entrañables animalitos de Disney sino las aventuras de Superman, Batman o Los Halcones Negros. Para 1954 al ingresar a secundaria, los “chistes” fueron cambiados por libros, dos de los cuales me impactaron de distinta manera: “El mundo es ancho y ajeno” de Ciro Alegría y “Robinson Crusoe” de Daniel Defoe.

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