Como he señalado en una crónica anterior los primeros años de mi vida (Ver crónica "Cambié de casa en octubre de 1948" del 27 de
noviembre de 2012)
los pasé en el Rímac, una de las zonas más antiguas de Lima. Incluso el antiguo
Puente de Piedra, primer puente que cruza el río del mismo nombre desde el
centro de la ciudad ya cumplió cinco siglos de construido. Se hizo en una época
en que la ciudad estaba amurallada y esa zona comenzaba a crecer.
Es natural que mis más antiguos recuerdos estén ligados a ese barrio que hace casi un siglo, en 1920, se convirtió en distrito con el nombre de Rímac, aunque en mi niñez se le conocía más con su antiguo nombre: Bajo el Puente…
Es natural que mis más antiguos recuerdos estén ligados a ese barrio que hace casi un siglo, en 1920, se convirtió en distrito con el nombre de Rímac, aunque en mi niñez se le conocía más con su antiguo nombre: Bajo el Puente…
UN BURRO RECORRÍA LAS CALLES PAVIMENTADAS
La llegada del lechero en las mañanas las recuerdo como si hubiesen
sucedido hace muy pocos años. Seguramente tenía unos cuatro años y vivía en la
segunda cuadra del jirón Virú. Cuando anunciaba su llegada –no recuerdo con qué
tipo de señal- me asomaba a la ventana del segundo piso donde vivía para ver
cómo el señor Nicho avanzaba arrastrando con una soga a su burro que cargaba
dos grandes “porongos” -recipientes de hojalata- a cada lado. No tengo idea de
cuánto contenía cada porongo, pero asumo que no menos de 20 litros cada uno, ya
que en cada casa de mi barrio se compraban dos o tres litros diariamente.
En cada casa se repetía la operación. Una persona salía con una olla o
recipiente grande, el lechero sacaba con uno de sus recipientes de mango largo
la leche de un porongo y la vertía en la olla del cliente. Esos recipientes
eran de un litro o medio litro. Completada la operación, recibía el pago y
continuaba su recorrido. Recuerdo que aún en ese tiempo se me ocurría medio fuera de lugar la imagen de un burro
caminando lentamente por calles pavimentadas, mientras que a su lado pasaban
autos y tranvías.
COMIENDO DULCES EN MALAMBO
Por esos mismos años recuerdo los dulces de las hermanas Elías.
Caminábamos hasta la esquina y volteábamos a la derecha por el jirón Ayabaca,
pasábamos por el cine Rialto –que en los años 60 se modernizara y se
denominaría Capri- y al terminar esa calle doblábamos a la izquierda para entrar
al jirón Francisco Pizarro, aunque la tercera cuadra se llamaba Malambo y a
unos treinta metros quedaba la dulcería. Justo al lado de un gran solar, que en
los bajos tenía el colegio donde mi abuelo había trabajado por más de 40 años y
en los altos la casa donde había nacido y vivido hasta su juventud mi padre y
sus nueve hermanos. De esa época se conocía mi padre con las hermanas, una de
las cuales recuerdo que se llamaba Teresa, que eran muy amables con sus
clientes. Estarían alrededor de los 40 años y ambas se repartían el trabajo de
preparación de los dulces y atención al público.
Ir a la dulcería no era algo que sucedía muy seguido. De tal manera que
cuando íbamos mi hermana y yo –aún faltaban nacer dos hermanas más-
comenzábamos a gozar desde el momento que veíamos los dulces. Arroz con leche,
ranfañote, mazamorra morada, suspiro a la limeña, alfajores y otros muchos
dulces más eran disfrutados por nosotros y nuestros padres. No sé cuánto tiempo
más duró la dulcería, pero con seguridad llegaron hasta inicios de los 70
porque en alguna oportunidad ya casado le mostré a mi esposa sus instalaciones.
UNA SIRENA NOS ACOMPAÑABA EN LAS MAÑANAS Y AL MEDIODÍA
Cuando en octubre de 1948 nos mudamos a la primera cuadra del jirón
Marañón recuerdo que en los primeros días sentía muy fuerte la sirena del
Estanco del Tabaco que quedaba a unos
cien metros de mi nueva casa –lo de nueva es un decir ya que 18 años después se
cayó cuando un terremoto no muy intenso se produjo en Lima- y que se usaban
para avisar la hora de entrada de empleados y obreros a su centro de trabajo.
La sirena se escuchaba a las 7:15 y 7:30 de la mañana y sólo hasta el viernes a la
1:15 y 1:30 de la tarde. La casa donde había vivido anteriormente quedaba en
línea recta a unos 150 metros más del Estanco, por lo que seguramente también
allí se escuchaba pero en mis recuerdos esa sirena sólo está desde la mudanza
de 1948. Los sonidos eran de distinta duración, más corto el pitazo del
preaviso y bastante más largo el aviso de entrada tanto en las mañanas como en
las tarde para los cientos de trabajadores. Al final del segundo sonido se
cerraban las puertas, por lo cual era usual ver correr a la gente hacia la
entrada cuando sonaba la sirena a las 7:30 de la mañana y 1:30 de la tarde.
Poco después me acostumbre al sonido y, como
todos los del barrio, me servía para calcular el tiempo cuando tenía que salir
al colegio, primero, o a la universidad después. No era raro ver un grupo de
escolares conversando en una esquina y al sonar la sirena despedirse
apresuradamente para partir en distintas direcciones. Y así como me llamó la
atención los primeros días que la escuché, cuando cambiamos de casa en 1961
extrañé su sonido por algunos días.
SALA DE LECTURA DE LOS
AGACHADOS
Ya no a la década del 40 sino a los primeros
años de la del 50 están otros recuerdos de mi niñez. Se ubican exactamente al
costado del Mercado Baratillo que quedaba frente a la plazuela Paita a una
cuadra del jirón Trujillo y a dos cuadras de mi casa. Antes de llegar a la
puerta lateral del mercado habían no sé si una o dos pequeñas tiendas. Una de
ellas tendría unos tres metros de ancho por cuatro o cinco de largo. Uno
entraba y junto a la puerta había un pequeño mostrador atendido por el dueño
donde se vendía periódicos y “chistes” como se le decía a los “comics”. Pero
además –y creo que era el ingreso principal de ese negocio- se alquilaban las
revistas. El resto del local lo ocupaban tres bancas de madera muy bajas y sin
respaldo. Eran las “butacas” para los pequeños lectores. Y a veces también
algunos no tan pequeños que ya no parecían sentados sino agachados.
El precio de los comics era de dos soles o dos
soles cincuenta, mientras que el alquiler sólo de 20 centavos. Incluso si uno
pagaba 50 centavos podía leer hasta tres comics. Mis lecturas en los años 1951,
1952 o 1953 eran no sólo la versión en papel de los clásicos dibujos animados
con entrañables animalitos de Disney sino las aventuras de Superman, Batman o Los Halcones Negros. Para 1954 al ingresar a
secundaria, los “chistes” fueron cambiados por libros, dos de los cuales me
impactaron de distinta manera: “El mundo es ancho y ajeno” de Ciro Alegría y
“Robinson Crusoe” de Daniel Defoe.
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