A fines de noviembre de 1987 José María Salcedo,
“Chema”, regresó de un viaje a la entonces existente Unión de Repúblicas
Socialistas Soviéticas, URSS. Bajó del avión en Luxemburgo –primera escala del
vuelo- para dirigirse por tren a París y regresar una semana después para
embarcarse rumbo a Lima. Chema había viajado acompañado de Carlos “Chino”
Domínguez para hacer una amplia crónica sobre la “perestroika” que venía impulsando en su país el presidente Mijaíl
Gorbachov. Mucho conversamos sobre su experiencia en este viaje ya
que yo había estado poco antes en la URSS. Incluso él me vio salir del avión a mi llegada
al Perú, cuando se encontraba en la sala de espera para embarcarse.
Pero no sólo algunos hechos políticos, impensables
pocos años atrás, lo habían impresionado. También y mucho un episodio que le
tocó vivir en Luxemburgo.
LAS ACCIONES DE ALGUNOS DIERON MALA FAMA A
TODOS
Al llegar al aeropuerto de ese pequeño país y
pasar a la sala de espera fue un privilegiado espectador del reencuentro de más
de una docena de peruanos. Parecían uniformados con buzos, gorras y zapatillas y amplios maletines de
mano. Por lo que escuchó habían llegado un par de meses antes y se habían
dirigido a diversos países para trabajar en su especialidad. Como hubo
problemas en ese aeropuerto, la línea aérea soviética Aeroflot los trasladó en
buses al aeropuerto de Bruselas de donde salieron unas tres horas después. Con
lo escuchado en el aeropuerto y luego en el bus, José María tuvo las cosas
claras: eran carteristas que se habían dedicado a desvalijar incautos en seis u
ocho países europeos y que en ese momento hablaban sobre la tranquilidad que
les esperaba al vivir disfrutando tranquilamente con sus familias de sus
ahorros por uno o dos años para después regresar a volver
a “trabajar”. Chema incluso escribió una crónica sobre su vuelo de regreso y
cómo los “duty free” de Shannon y Gander quedaron desvalijados.
Yo no sabía aun cuánto había afectado los
actos delictivos de peruanos como los compañeros de ese viaje de Chema Salcedo.
Por esa razón me fastidió mucho cuando en julio de 1989 me sentí discriminado
al llegar al aeropuerto de Roma. En esa oportunidad dentro de la fila de quienes no tenían
nada que declarar en la aduana, me encontré que sólo revisaban a los que tenían
pasaporte peruano. Y horas después no me aceptaron en un par de "hoteluchos" al
enterarse de mi nacionalidad (Ver crónica “Varado en Roma” del 23 de agosto de 2013).
En esa oportunidad estaba de tránsito camino a Bagdad.
Cuatro meses después llegué también en tránsito desde Bucarest rumbo a Lima y
ahí vi y sufrí directamente a migrantes peruanos que malograban la imagen del
país y afectaban la percepción que sobre los peruanos podían tener los
ciudadanos de varios países europeos.
Habíamos llegado con Pepe Luna de un evento que se
realizó en la capital rumana y nos alojaron por cuenta de Alitalia en un
pequeño hotel en Ostia, localidad situada en las afueras de Roma y cercana al
aeropuerto de Fiumicino y esa noche viajamos en tren a la ciudad para conversar
y cenar en la casa de mis amigos Hélan Jaworski y su esposa Clemencia, quienes
tendrían viviendo en Roma por lo menos unos seis o siete años. Además de
conversar sobre el Perú y darle noticias sobre amigos comunes, una de los temas
que tratamos fue el inmenso crecimiento de los migrantes peruanos, que se
contaban por pocos cientos cuando ellos habían llegado a Roma y que sumaban
varios miles pocos años después. Aunque en ese momento no lo sabía, hace
relativamente poco me enteré que algunos estudios sobre la migración peruana
señalaban los años 1989 y 1990 como los del inicio de una ola migratoria hacia
Italia huyendo de la violencia terrorista y la grave crisis económica que vivía
el Perú.
PLANEANDO ROBOS Y ESTAFAS EN VOZ ALTA
Al día siguiente 30 de noviembre estuve escuchando hablar
español con acento peruano en varias oportunidades y resultó un día negro para
mí. Terminando de desayunar nos fuimos a la estación de tren que estaba a unas
tres cuadras del hotel para dirigirnos a Roma. Casi al llegar vimos cómo partía
el tren por lo que tuvimos que esperar una media hora al siguiente. Sentados en
una banca pudimos escuchar la conversación entre dos jóvenes, uno de cerca de
30 años y el otro quizás con poco más de 20. Hablaban sin cuidarse con la
seguridad que nadie los entendería. Por lo que decían trabajaban en un
restaurante de comida rápida, en que aparentemente las hamburguesas eran un
plato muy pedido. Hablaban de cómo ahorrar y el mayor le decía que no se
gastaba en comida. El menor le decía que si bien le daban almuerzo salían antes
de la comida. El otro le dijo que tenía que hacer lo mismo que él: coger al
paso un pan con hamburguesa y rápidamente ponerlo debajo del enorme gorro con
que tenían que estar uniformados. “Al rato vas al baño y en el camino dejas en
tu casillero el sándwich. Si lo haces un par de veces, cuando salgas en la
noche ya tienes tu comida”, añadió ante el asombro primero y luego la
aceptación entusiasta del otro.
Nos miramos con Pepe y cuando se alejaron algo comentamos
que una cosa era que en un momento de necesidad algún cocinero o camarero se
comiera algo del negocio donde trabajaba y otra muy distinta que fuera una
sistemática práctica diaria. Estábamos asombrados, pero no teníamos idea que lo
que habíamos escuchado era poco comparado con lo que escucharíamos minutos
después.
Cuando subimos al vagón instintivamente no hablamos entre
nosotros por si escuchábamos otra conversación. ¡Y vaya que la escuchamos!
Cuatro mujeres estaban sentadas frente a frente en dos asientos dobles. Tres
cuarentonas y otra quizás de unos 25 años que era virtualmente “bombardeada” de
consejos por las otras. Igual que los jóvenes en la estación, no se cuidaron en hablar en voz alta con acento
inconfundiblemente peruano. Con lo que escuchamos pudimos reconstruir la
situación que vivía...
La muchacha tenía dos problemas. Su pareja estaba preso
por robo y le quedaba no mucho dinero que no estaba dispuesta a gastar
quedándose en una habitación amoblada cómoda pero relativamente cara. Las otras
tres, que evidentemente ya habían pasado por el mismo trance, comenzaron a
darle una serie de indicaciones. Las mejores horas para visitar a su marido, lo
que estaba permitido ingresar y qué podía llevarle para mejorar su estancia, lo
que estaba prohibido ingresar y cómo hacer para pasarlo y que su pareja pudiera
comercializarlo adentro, etc.
En cuanto a la habitación le dijeron que la dejara ese
mismo día y le indicaron dónde podía
vivir pagando un alquiler cómodo. Pero la joven les respondió que como tenía
que pagar todo el mes aprovecharía para quedarse hasta el último día. Las otras
se miraron entre sí y se rieron. ¿Quién ha dicho que tienes que pagar? le dijo
una. Si no lo hago, no podré retirar mis cosas, les contesto. No te preocupes,
esta tarde te visitamos las tres y como hace ya frio vamos con abrigos grandes
y hacemos la mudanza. Si tienes muchas cosas lo hacemos en dos viajes. Después
de eso sales como siempre, pero no regresas más…
ESTOY SEGURO QUE FUERON COMPATRIOTAS LOS QUE ME ROBARON
En la estación en que salimos del tren y enrumbamos al
metro para ir a una reunión con un amigo peruano,
avanzamos entre muchas personas apiñadas. Simultáneamente ocurrieron dos cosas:
escuché el acento peruano en un par de personas que avanzaban rápidamente a mi
lado y sentí que algo me había golpeado. Cuando pude salir del amontonamiento
de gente, me busqué el bolsillo del pantalón y allí donde tenía 300 dólares no
había nada. ¡Por primera vez en mi vida me habían “bolsiqueado”, había sido en
Roma y estaba seguro que los ladrones eran peruanos!
Me fastidió mucho y traté de encontrar explicación a mi
descuido. Era cierto que el grueso abrigo que vestía era inusual para mí e
inconscientemente asumía que al cuidar mi cuerpo del frio también cuidaba los
bolsillos de mis pantalones o saco. Grave error como lo acababa de comprobar.
Por otro lado, me consolaba pensando que era un dinero
con el cual no contaba hasta el día anterior a salir de Lima. Me explico: en
estos viajes todos los gastos estaban cubiertos y por eso siempre viajaba con
muy pocos dólares. Para este viaje tenía previsto llevar alrededor de unos
ciento treinta dólares, pero el día anterior a mi salida conversé con un amigo
que se había forjado muy buena posición económica y que no podía creer que
viajara con tan poco dinero. Como otras veces hablamos de sus negocios y le
hice un análisis de la situación que vivía el país. No era fácil si
consideramos que ese año de 1989 la inflación llegó a 2775% y los atentados
terroristas iban en aumento. Al despedirnos abrió su escritorio y me entregó
cuatro billetes de 100 dólares. Para tus gastos si te quedas varado en algún
lugar como te sucedió en julio, me dijo. Cuando quise devolvérselos me dijo que
era menos de lo que gastaba en un día cuando viajaba y que era bastante menos
de lo que tendría que haber abonado por honorarios por los análisis que
periódicamente le hacía sólo por amistad.
Felizmente había cambiado cien dólares en el aeropuerto
la tarde anterior y esas liras las tenía en otro bolsillo. Además el amigo al que iba a visitar Toribio Fernández Baca –al
que yo conocía también como Toribio Matos- me facilitó posteriormente cien mil
liras que eran cerca de 80 dólares, por lo cual no sólo pude cubrir mis gastos
hasta la noche del día siguiente en que nos embarcamos a Lima, sino también
comprar recuerdos y pequeños regalos para la familia. Toribio a quien conocía
desde el colegio, aunque el terminó tres años antes que yo, resultó no sólo un
excelente anfitrión las dos veces que en ese semestre pasé por Roma sino
también un solidario amigo en las dos ocasiones. Lo recuerdo con especial
cariño ahora que me he enterado de su fallecimiento en Lima el 14 de este mes.
LAS DOS CARAS DE LA MIGRACIÓN PERUANA
Esa tarde volví a escuchar acento peruano cuando entramos
con Pepe a una tienda. Mientras buscábamos algunos regalos, dos jovencitas
hablaban de lo que iban a comprar para enviar a sus familias aprovechando que
otra viajaba en las siguientes semanas al Perú. La preocupación no sólo era por
los precios sino por el peso de los regalos ya que aparentemente la amiga les
había puesto un límite. Por la conversación comprobé que eran trabajadoras
manuales que se habían puesto como meta trabajar algunos años y ahorrar para
poner algún negocio al regresar a su país. Tuvimos la satisfacción de comprobar
que había compatriotas honrados trabajando arduamente para salir adelante. De
alguna manera esto sirvió para reconciliarme con los migrantes de los cuales
había pensado lo peor cerca del mediodía.
Este espíritu no me duró mucho. A las ocho de la noche
nos encontramos para comer con Javier, un compatriota que trabajaba con Toribio
y a quien éste le había encargado nos acompañara. Fuimos a un restaurante que
me extrañó, porque combinaba las formas de atención de las cadenas de comida
rápida con los platos típicos italianos como pastas y pizzas. Sentados los tres
de pronto volvimos a escuchar conversaciones con acento peruano. Era un grupo
de siete u ocho compatriotas que hablaban en voz alta y en algunos momentos en
una jerga incomprensible. Me acordé que Chema Salcedo, comentando su encuentro
en Luxemburgo con el grupo de compatriotas, me dijo que no hablaban sólo jerga
común sino “canera”, es decir de prisión…
El relato de todos
se referían a la facilidad con que podían “trabajar” en Europa. Aquí no
caminan a la defensiva cuando se cruzan con otros como en el Perú, decía uno.
Cuando para sacarle la billetera uno se tropieza con ellos encima piden
disculpas, comentaba entre carcajadas otro. Con un solo tropezón me tiré al
mismo tiempo las billeteras de dos patas, alardeaba un tercero. Las tías
caminan luciendo carteras abiertas y una puede escoger lo que le gusta, decía
la única mujer del grupo. Cada comentario me hacía enojarme conmigo mismo por
no haber caminado como peruano en el Perú…
Han pasado veinticinco años del robo en Roma. No he
regresado desde entonces, pero algo he leído y sobre todo he escuchado. Ya no
son algunos miles los peruanos que viven en Italia. Se calcula que son
oficialmente más de cien mil, pero para algunos podría incluso duplicar esas
cifra. Y esas decenas de miles de compatriotas han salido adelante tanto para
asentarse definitivamente en ese país como para regresar para sacar adelante
algún negocio propio. Son miles las
enfermeras requeridas por su excelente formación, así como especialistas en
cuidado de ancianos, pero también muchos compatriotas que trabajan en hotelería
y gastronomía. Son muchos los peruanos que destacan incluso en las ocupaciones
que podrían parecer exclusivas para los italianos.
Como muestra lo que pasó con un pariente mío hace unos
seis o siete años cuando antes de la crisis económica europea visitó Venecia, formando parte de un tour de latinoamericanos
por algunos países de Europa. Era el único peruano del grupo. Al terminar el
paseo en góndola por los canales de Venecia el guía que los acompañaba desde
que salieron de Madrid les indicó que se encontrarían en el hotel en unas
cuatro o cinco horas y que cada uno podía almorzar donde deseara y aprovechar
para caminar por la ciudad o hacer compras. En ese momento el gondolero –que
como corresponde había cantado durante el paseo- le dijo con innegable acento
peruano que podían almorzar en un sitio de comida muy buena y conversar del
Perú a donde no viajaba en varios años, Por cierto la cuenta la pagó el
gondolero remarcando que lo hacía porque él ganaba en euros y podía darse esos
lujos con un compatriota que le había permitido enterarse cómo estaba la vida
en su país.
Es posible que todavía existan
malandrines entre los peruanos en Italia pero estoy seguro que es una ínfima
minoría frente a la pujanza de la inmensa mayoría que quieren salir adelante
trabajando honradamente.
Buena experiencia la tuya y me agradó que tengas un buen concepto de la mayoría de compatriotas que van por allá en busca de trabajo. Nunca hemos viajado por Italia, pero la suerte de ser músico nos hizo alternar con la colonia italiana y descubrir que hay de todo. Gente sana y de la otra también. Ambas me tenían aprecio por tocar su hermosa música. Felicitaciones Alfredo.
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