En julio
de 1989 fui invitado por el Partido Bath de Iraq para participar de la
ceremonia por los 40 días de la muerte de Michel Aflaq. Me llamaron desde la
embajada de ese país en Venezuela, indicándome que me pondrían un pasaje
Lima-Roma-Bagdad y que la visa la recogiera en las oficinas del consulado en Roma,
considerando que tendría nueve horas de tránsito: llegaría a las 10 de la
mañana y las oficinas atendían hasta las 4 de la tarde. Dicho así sonaba como
trámite simple…
Sólo
habían pasado veintidós meses desde que había estado en Bagdad, en setiembre de
1987, cuando estaban en plena guerra con Irán (ver crónica "Volando hacia la guerra Iraq-Irán” del 16 de febrero de 2013). Esta vez iría a un país que estaba en
paz, aunque no tenía yo por que saber que esa paz no duraría sino sólo un año
más, ya que el 2 de agosto de 1990 Iraq invadiría Kuwait y cinco meses después
fuerzas de una coalición de 34 países
liderada por los Estados Unidos, iniciarían la Guerra del Golfo invadiendo Iraq, con autorización de las Naciones Unidas y venciéndolo
en poco más de un mes.
Pero
regresemos a mediados de 1989. El 23 de junio había fallecido en París Michel
Aflaq. Se trataba de uno fundadores del movimiento Bath en la década del
cuarenta y uno de los ideólogos de esta corriente que combinaba el nacionalismo
panárabe, el no alineamiento, la defensa de la cultura árabe, dentro de una
posición laicista que evitaba introducir factores religiosos en la política. Aflaq
era sirio y cristiano y había ocupado cargos políticos en su país, incluso
cuando éste formó parte junto con Egipto de la efímera República Árabe Unida.
Por problemas ideológicos internos, Aflaq resultó marginado y hasta perseguido por el Partido
Bath de su país y terminó asilado en Iraq donde el Partido Bath -que había roto
con su partido hermano de Siria- lo acogió como ideólogo del movimiento. Su
cuerpo fue trasladado a Bagdad para ser enterrado.
UN VIAJE
SIN BUENOS AUGURIOS
El 21 o
22 de julio me llamaron de Alitalia para recoger un pasaje Lima- Roma- Bagdad. El
26 sentí que el viaje no comenzaba con buenos augurios. No sólo porque había
llegado al aeropuerto tan agotado como siempre, después de haber dejado
arreglados cuestiones hogareñas, asuntos orgánicos y políticos partidarios y
pendientes laborales. Sino porque luego de embarcar mi equipaje hasta Bagdad,
cuando me estaba retirando del mostrador me llamaron para decirme que sólo
podrían poner Roma como punto de desembarque de la maleta ya que no tenía visa
para Iraq.
Como en
esos momentos me acompañaba a Lucho Flores, compañero del partido que trabajaba
como controlador aéreo, le pedí, que llamara a mi esposa y le contara el
inconveniente para que ella se comunicara en mi nombre con el funcionario de la
embajada iraquí en Caracas y que éste alertara al consulado en Roma de la
urgencia de mi visa.
El avión
partió a las 11 de la mañana. Unos 40 minutos después, escuché mi nombre en los
parlantes pidiendo que me acercara a la cabina de mando. Era un avión en cuya
parte delantera había dos pisos. Subí y al final de la escalera me esperaba una
aeromoza que me guió, cruzando la cabina de primera, hacia un teléfono que se
encontraba inmediatamente después de la puerta de ingreso a la cabina donde se
encontraba la tripulación. “Lo llaman…” me dijo y me entregó el auricular donde
escuché a Lucho Flores comunicarme que desde Venezuela le habían asegurado a mi
esposa que funcionarios del consulado en Roma irían a esperarme al aeropuerto.
Volví
tranquilo a mi asiento, leí un poco, almorcé y dormité hasta la escala en
Caracas. Luego traté de descansar lo más que pude en el largo tramo hasta Milán
y desperezarme en el vuelo entre esta ciudad y Roma. Otro mal augurio me
esperaba al desembarcar. Como ya en varios aeropuertos en esa época había una
señal roja para aquellos que tenían algo que declarar en aduanas y una señal
verde para los que no tenían que declarar. Por cierto que escogí este segundo
sendero al final del cual se mostraba el pasaporte cerrado y se seguía hacia
fuera. Pero los de pasaportes verdes con la inscripción “República Peruana”
eran separados y enviados a un cuarto para que sus equipajes y las prendas que vestían
fueran minuciosamente revisados.
Unas
tres docenas de peruanos fuimos revisados, con mirada atenta por “carabinieri”, dispuestos a encontrar
armas o artefactos explosivos o paquetes de drogas. El Perú ya ocupaba la
primera plana de la prensa en todo el mundo por los demenciales atentados de
Sendero Luminoso y eran crecientes las noticias sobre el incremento del
narcotráfico desde nuestro país. Casi una hora perdí en la revisión y cuando
por fin salí no había nadie esperándome. Di algunas vueltas por los
alrededores, ubiqué las oficinas de Iraqí Airways y encontré un funcionario que
hablaba italiano y algo entendía de español. Constaté que no había pasado nadie
del consulado, ni tampoco les habían solicitado que los ayudaran en ubicarme, como
otras veces habían pedido funcionarios de la embajada.
AUSENCIA
DEL CÓNSUL ME COSTÓ CUATRO DÍAS
Busque
la zona para dejar mi maleta por unas horas y con el maletín de mano me dirigí en
un vehículo de Alitalia al hotel que la empresa ofrecía a sus pasajeros en
tránsito en la localidad cercana de Ostia. Ducha rápida y partida a la estación
del tren que me llevaría a Roma en una media hora. Llegué a Termini, la principal estación ferroviaria de Roma y
adonde también había estación del metro. Era enorme y aun no se terminaban de
realizar las reformas y mejoras para el Mundial de Futbol de 1990. De allí un
taxi al consulado, ubicado en el mismo local de la embajada. Cuando a las 2:10
de la tarde ingresé a las oficinas con aire acondicionado, que contrastaba los
cerca de 30 grados que había en el exterior, expliqué quién era y una amable
secretaria italiana me indicó que me estaban esperando, me ofreció un vaso con
agua helada y me indicó que el cónsul había ido a una recepción y que llegaría
en unos minutos. Después de casi 24 horas respiré por fin tranquilo sentado en
la sala de espera.
Poco me
duró la tranquilidad. Sentí que un auto se estacionaba en las afueras de la
oficina y miré discretamente el vehículo de donde debería salir quien me
entregaría la visa. Sin embargo sólo vi bajar al chofer que ingresó y pasó
rápidamente a una oficina donde escuché una exclamación femenina primero y
luego una conversación entre exaltada y preocupada entre secretaria y chofer.
Minutos
después una azorada secretaria trataba de explicarme que el cónsul se había
sentido indispuesto y no regresaría y le encargaba decirme que lo buscara al
día siguiente a las 9 de la mañana. Le expliqué que tenía un vuelo a Bagdad 5
horas después y ella me hizo notar que nada podía hacer, pero al mismo tiempo
me explicó que seguramente el cónsul buscaría una solución para que viajara al
día siguiente. Luego me ofreció que el auto me dejara en la estación del tren
para regresar al hotel.
Llegué
al hotel que tenía que desocupar, me di otro rápido duchazo y me dirigí en
camioneta de Alitalia al cercano aeropuerto. Allí busqué un teléfono público e
hice una llamada por cobrar al funcionario en Caracas para que tratara de
arreglar mi salida de Roma al día siguiente.
Recuperé
por unos minutos mi maleta, saqué alguna ropa y deje otra, y me dirigí hacia
una cafetería para tomar un café y agua mineral. Al salir reparé que estaba
cerca de las oficinas de la línea iraquí y me encontré con la persona con la
que había hablado en la mañana. Le conté mis problemas y le pregunté cuándo era
el siguiente vuelo de ellos. El sábado me contestó, pero estoy seguro que el
cónsul le buscará un vuelo para salir mañana o pasado me dijo.
PASAPORTE
PERUANO NO AYUDABA
Regresé
una vez más a Termini. En una calle cercana
ubiqué varias antiguas casonas de 6 o 7 pisos en la mayoría de los cuales se
encontraban oficinas de turismo, talleres de reparaciones de maletas o maletines
y a partir del cuarto o quinto piso, un par de hostales por piso. Seguramente
de los más baratos de la ciudad. Entre a una de las casonas e ingresé al primer
hostal que encontré. La habitación costaba unas 25,000 liras por noche -unos 21
dólares- sin baño propio por supuesto. Supuse que todos los otros tendrían
precios parecidos. Una pizarrita indicaba que había habitaciones libres. Le
dirigí unas cuantas palabras en español al dependiente e hice señas para
registrarme. Mostré mi pasaporte, el muchacho miró atentamente que era del Perú
y me dijo “Mi dispiace, non ci sono
camere…”, mientras borraba la pizarrita. Salí, atravesé el pasillo, entré a
un hotelito similar y similar fue también el comportamiento del encargado, sin
cartelito que borrar, pero si con exclamación clara: “Peruviana non lo fa…”.
En el
siguiente piso, no esperé recibir igual tratamiento. Ingresé, no dije ni una
sola palabra, leí que costaba 30 mil liras, saqué el dinero, pagué, mientras fingía
esfuerzos para entender lo que decía el talón de registro. Cuando me dio el
recibo, me pidió mi “Passaporto” y
algo quiso decir al ver que era peruano. Le mostré sonriendo mi recibo y miré las
tres o cuatro llaves sobre el mostrador. Sonriendo agarró una llave y me guió a
la habitación. Deposité mi maletín sin abrirlo y salí rápidamente a un
restaurante cercano para mi primera comida en la capital italiana: un pedazo de
pollo con papas doradas. Comí rápidamente para regresar pronto al hotel por
tres razones: estaba a punto de dormirme, necesitaba levantarme temprano porque
no sabría cuánto tiempo de espera necesitaba para el baño común y eran cerca de
las 11 de la noche y no estaba en el
barrio romano más seguro.
A las 8 de
la mañana abandoné el hotel y tomé un café en un sitio cercano. Entré a la
embajada a las 9, la secretaria me pidió el pasaporte y unos minutos después me
lo devolvió con la visa. El cónsul apareció entre tenso y sonriente unos
minutos para indicarme en un mal italiano -que resultó más comprensible para
mí- que me llevarían al aeropuerto y que coordinarían desde las oficinas de
Iraqí Airways la continuación del vuelo a Bagdad. Rápidamente se despidió
deseándome un buen viaje. Veinte minutos después de mi llegada salí en el auto
del cónsul.
DEAMBULANDO
EN EL AEROPUERTO ROMANO
Me pasé
nueve horas en el aeropuerto. Dejé el maletín que llevaba al hombro en las
oficinas de la línea iraquí y me dediqué a deambular más que caminar por el
aeropuerto, regresando cada cierto tiempo para saber de novedades. En algunos
momentos se me decía que saldría vía Amman, en otro momento que viajaría con
cambio de avión en Atenas. Mientras tanto busqué contactarme sin éxito con
algún conocido italiano y con Gabriela Fernández, joven peruana que estaba
realizando algún postgrado en Roma, a quien había conocido en algunas
actividades del PSR y era hija de Carlos Fernández Sessarego, brillante
intelectual y abogado a quien había tratado en la Democracia Cristiana,
particularmente cuando ejerció el ministerio de Justicia en 1965. Considerando
la diferencia horaria, en la tarde hablé hasta dos veces con Caracas para que
apuraran las gestiones para la continuación de mi viaje.
A las
seis de la tarde, el único funcionario con quien podía hablar en Iraqí Airways,
me dijo que ya no había posibilidades ese día. Además que desde el consulado le
habían avisado que estaba en camino el auto para recogerme. Seguramente lo
llevarán a un hotel y lo invitarán a comer, me aseguró sonriente el amable
iraquí. Se equivocó totalmente. El chofer me llevó a la oficina del consulado
donde sólo había una persona, aparentemente de seguridad, quien por señas me
indicó que debíamos esperar. Y la espera duró desde las 7 hasta pasadas las 9 y
30 de la noche, en que hubo una llamada telefónica, luego de la cual me indicó que
lo acompañara. Ya había llegado otro hombre de seguridad como a las 8 de la
noche, que seguramente haría guardia nocturna.
Salimos con el auto y nos dirigimos a un departamento en un barrio
cercano. Tendría unos tres dormitorios y todo indica que era para el personal
de seguridad y choferes. Sacaron de la refrigeradora distintos tipos de quesos
y galletas, así como una botella grande de gaseosa y comimos, luego de lo cual
me mostró un dormitorio y me indicó que al día siguiente teníamos que salir
antes de las 8. Toda la comunicación se había desarrollado por señas.
Al día
siguiente me duché y afeité temprano, tomé un café y salí con el chofer y el
hombre de seguridad del consulado. Cuando llegó la secretaria italiana, cerca
de las 9 de la mañana, pude escuchar algo que no fuera árabe después de 14
horas. Esa mañana no vi al cónsul, toda la conversación fue a través de la
italiana que me indicó que me llevarían al aeropuerto para intentar embarcarme.
Ese
viernes fue más o menos igual que el día anterior. Logré conversar con Gabriela
y le conté mis peripecias. Me dijo que si no lograba viajar ese día podía ir a
dormir al departamento que compartía con dos amigas latinoamericanas. Se lo
agradecí y le aseguré que si no viajaba aceptaría su ofrecimiento. A las 2 y 30
de la tarde pedí por sexta o sétima vez una llamada para ser pagada por el
destinatario y le plantee al funcionario iraquí en Caracas que la situación era
ya inaguantable. Creo que es momento de pensar más bien en regresar a Lima,
porque no creo que logren embarcarme para estar mañana en los actos centrales a
los cuales estoy invitado, les dije. Una vez más recibí disculpas y la
seguridad que me esperaban en Bagdad de todas maneras, donde además estaban muy
fastidiados con la ineficiencia de sus funcionarios en Italia.
FELIZMENTE
ACOGIDO POR PAISANOS
Hacia
las cinco de la tarde, el funcionario de la línea aérea iraquí me informó que
acababan de recibir órdenes de extenderme pasaje para que viajara en la tarde
del día siguiente y que un par de horas después irían a recogerme al igual que
el día anterior. Le agradecí y me dirigí a un teléfono para hablar con Gabriela
y pude coordinar con ella para encontrarnos a las siete de la noche. Volví a
las oficinas de la línea aérea y dejé dicho que regresaría al día siguiente
para embarcarme.
Comí con
Gabriela y sus amigas una sabrosa comida casera, después de 48 horas de mi
última comida decente. En el aeropuerto el poco dinero que tenía sólo me
alcanzaba para café o alguna agua mineral. Poco después salí con Gabriela y un
amigo argentino a caminar e instalarnos en alguna cafetería para brindar con
cerveza por nuestro aniversario patrio.
Sentado
despreocupadamente en la calida noche romana, escuché de pronto mi nombre.
Voltee y me encontré con Toribio Matos, antiguo amigo que por esos años residía
en Roma. Estaba acompañando a Max Hernández que asistía a un congreso de
psiquiatría y acababan de acompañar hasta su hotel a mi gran amigo también
psiquiatra Alberto Péndola y a Meche su esposa.
Conversé
brevemente de mis dificultades y me dio su teléfono por si al día siguiente
tuviera algún otro problema. Toribio, militante comunista por muchos años,
había organizado una empresa de traducciones, contando con que hablaba por lo
menos tres idiomas: español, ruso e italiano y en esos meses, previos al
Mundial de Fútbol tenía bastante trabajo. Con él habíamos coincidido en varias
campañas de Izquierda Unida, pero sobre todo nos conocíamos desde muy jóvenes,
ya que éramos ex alumnos del mismo colegio: de la promoción 1955 él, de la 1958
yo.
Al día
siguiente después de desayuno en el departamento de Gabriela y una conversación
con un amigo italiano, partí una vez más al aeropuerto después de agradecer el
hospedaje a mi joven amiga. A mediodía estaba chequeando mi pasaje para el vuelo
que debería salir a las dos de la tarde aproximadamente. Minutos después informaron
que el vuelo tendría un retraso de unas 4 horas.
Yo había
llegado a Roma con 160 dólares y ya había gastado 100, entre el hotel, los
viajes de ida y vuelta al aeropuerto de 4 dólares cada uno, una comida sobria,
un par de cervezas por fiestas patrias, los taxis al consulado y cafés y varias
botellas de agua mineral. No quería gastar más porque no sabía lo que me
esperaba en Bagdad. Decidí llamar a
Toribio, estaba muy ocupado pero me envío a uno de sus colaboradores de
apellido Cornejo que llegó una hora más tarde. El objetivo encomendado por mi
amigo Toribio a Cornejo era que me llevara
a una localidad cercana para almorzar y lograr que esas últimas horas en
aeropuerto no fueran tan aburridas y solitarias. La misión de Cornejo fue
cumplida a cabalidad.
Me
quedaba aun un motivo de fastidio. Después de cruzar la puerta de embarque
había que cambiar 20 dólares. No era ninguna tasa sino un cambio que obligaba a
gastar las liras –que no te servirían en otro país- en las tiendas sin impuestos del aeropuerto.
Compré un par de platos para mi colección y un cartón de cigarrillos porque estaba
a punto de terminar con mi reserva, ya que en cuatro días había fumado casi el
doble de lo habitual para mí.
Seis horas después el avión estaba aterrizando
en Bagdad, previa escala en Estambul. Yo no me imaginaba aun las peripecias que
me esperaban en su aeropuerto, pero eso merece relatarse en otra crónica.
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