Cuando estudié
secundaria en la Gran Unidad Escolar “Ricardo Palma” siempre me tocó estar en
el salón con la letra “A”. Se decía que en ese salón se encontraban quienes
tenían mejores calificaciones. Pero esa era una verdad a medias. Efectivamente,
luego del examen de ingreso a secundaria llamado “Examen de Madurez Mental”,
los que aprobamos fuimos agrupados en siete salones de acuerdo a la
calificación obtenida. De esa manera los 45 primeros ingresantes estuvimos en
el primero “A” y los últimos 45 en el primero “G”, pero evidentemente todos
habíamos ingresado y el orden obtenido en un día determinado no tenía por qué
ser el que se conservara a lo largo de los cinco años.
Tal como
lo he mencionado en otra oportunidad, durante los cinco años que duró nuestro
paso por secundaria de alrededor de 325 ingresantes sólo 103 egresamos, divididos
en dos secciones. Pero los distintos ajustes que nos llevaron de 7 primeros a 4
segundos y a 3 terceros, hizo que ya las dos secciones en cuarto y quinto
fueran el ciento de los alumnos más destacados a lo largo de esos cinco años (ver crónica “Era difícil egresar del colegio” del 14 de setiembre”).
NUESTRO
ARQUERO TENÍA POLIOMIELITIS
Calculo
que en cuarto y quinto “A” nos encontrábamos no menos del 60% de los que
habíamos estado en el primero “A”. Y si alguna vez sentimos que éramos muy
buenos alumnos demasiadas veces tuvimos que reconocer que éramos muy malos en
deporte. Y en la década de los cincuenta era el fútbol el más significativo de
los deportes, al igual que ahora. Y como muestra de nuestra inutilidad menciono
un hecho que no deja lugar a dudas: el arquero de nuestro salón hasta el
tercero de secundaria era Mario Ortiz Piscoya, de manos grandes y fuertes, de
bastante agilidad para estirarse y que hacía grandes esfuerzos para intentar
saltar ya que había sufrido de muy niño de poliomielitis o parálisis infantil.
Pese a la grave limitación física, Mario era quien mejor podía atajar la pelota
en los campeonatos internos de fútbol. La muestra de pundonor que él mostraba
era al mismo tiempo la demostración de la incapacidad del resto de nosotros.
Aprovecho
para decir que con el humor negro propio de los jóvenes
a Mario lo conocíamos como el “pez volador”, apelativo de un arquero de primera
profesional de esos años, pero que en ese caso aludía a la coji…nova, conocido
pez peruano. Pero que no se vaya a creer que eso era una muestra de lo que hoy
se conoce como “Bullying”. Por
el contrario, era Mario uno de los más mordaces de la clase, encargándose
muchas veces de poner “chapas” a los compañeros. El espíritu burlón de este
ingeniero se conservó a través de los años y resultó uno de quienes más gozó de
nuestras reuniones promocionales desde que nos reencontramos los ex alumnos por
primera vez para nuestras Bodas de Plata en 1983. Hoy Mario vive en Ferreñafe y
sus compañeros de estudio no lo vemos desde hace alrededor veinte años, aunque
esporádicamente se comunica con los directivos de la promoción.
En 1957,
cuando estábamos en cuarto, por fin Mario consiguió relevo ya que ingresó al
colegio -venido no sé bien si del Champagnat- Eduardo Peña Choque. No sólo se
integró muy bien con sus nuevos compañeros, sino demostró que era un atleta
bastante ágil y veloz. Pero además jugaba fútbol…en el puesto de arquero. No
sólo Peña destacó, sino en medio de lo modesto que era en nuestro equipo
destacaban algunos otros, como el “gringo” Maguiña (ver crónica “Un radio que nadie podía ganar”
del 19 de julio),
Edilberto Ayauca y Vicente Yamakawa. Recuerdo particularmente los llamados
campeonatos relámpagos, donde en caso de empate se contabilizaban, hasta donde
recuerdo, los outs, fouls o corners, porque en esos campeonatos sí participaba
yo. Era el delegado encargado de evitar que nos ganaran o de tratar de ganar en
la mesa.
DEL
PATIO DEL RECREO AL FÚTBOL PROFESIONAL
Pero
además de los campeonatos, a la hora del recreo entre diez y diez y media de la
mañana, había apresurados partidos de fulbito que en forma simultanea se
jugaban en el patio central del colegio. Eran caóticos porque terminaban
cruzándose los jugadores de un partido con los de otro y abundaban las protestas
por las interrupciones o por los puntapiés a pelotas ajenas. En esos partidos
era imposible que yo jugara porque había que tener demasiada habilidad para
dominar la pelota en pequeños espacios.
Cuando
estuve en cuarto y quinto de primaria y la mayoría de mis compañeros eran
pequeños -de 10, 11 o 12 años- había el peligro que alumnos de secundaria nos
llevaran de encuentro si intentábamos jugar a la hora del recreo. Muchas veces
nos limitábamos a mirar cómo jugaban los de
años superiores.
Sin
embargo en 1953, cuando estaba en 5° “A” de Primaria el equipo de 5° “C” más de
una vez jugó y ganó a equipos de cuarto o quinto de secundaría. Aunque mayores
que sus compañeritos –quizá de 15 o 16 años- Miguel Loayza, el “sordo”
Timarchi, o “el viejo” Facusse, eran unos maestros frente al resto de
colegiales. De hecho poco después estaban jugando en un equipo profesional, el
Ciclista Lima. Loayza fue seleccionado peruano en 1959 y brilló durante muchos
años en el fútbol argentino. Uno de los que llegó a jugar en el colegio con
ellos estando en Primaria fue Aníbal del Águila’, que resultó el mejor alumno
de la Promoción 1958 en toda la Secundaria. A sus 11 años con muchas ganas de
jugar, como tenía gran facilidad para los números,
lograba la inclusión en el equipo a cambio de resolverles las tareas de
aritmética a quienes sólo les gustaba dedicarse al fútbol.
EN
BARRANCO HASTA LOS MALOS JUGÁBAMOS
Pero
volvamos a los años 1957 o 1958. Más allá de la inutilidad que varios teníamos,
existía la posibilidad –y las ganas- de jugar todos los sábados que salíamos
alrededor de las 10 de la mañana. Nos trasladábamos en bicicletas o en tranvía,
para llegar presurosos a ocupar algunas de las losas de cemento del parque de
Barranco y nos dedicábamos a jugar fulbito.
Eran los
clásicos partidos callejeros donde los dos que mejor jugaban, escogían
alternativamente a quienes serían sus compañeros de equipo y donde algunos
éramos parte del “saldo” que se escogía al final. Era el Yan Ke Po, el juego
infantil de ocultar la mano para mostrar simultáneamente piedra, papel o tijera
lo que servía para saber quién comenzaba a escoger. Se jugaba por dos o tres
horas hasta que el hambre nos decía que había llegado la hora de irnos a
nuestras casas. Poco antes que varios de nosotros buscáramos el tranvía para
trasladarnos, llegaban apresurados los cinco compañeros que ese día les había
correspondido limpiar nuestro salón (ver crónica “Los tranvías de mi tiempo” del 16 de febrero).
Mirando hacia atrás, esos
partidos en Barranco interminables que se jugaba hasta el cansancio, deben constituir uno de los más gratos recuerdos
en la vida de quienes conformamos la Promoción 1958. Corríamos libres, alegres,
bromeando y conversando entre nosotros. No sabíamos qué nos esperaba en la vida
cuando dejáramos las aulas escolares, pero teníamos la seguridad que
conservaríamos la ligazón con aquellos compañeros que corrían y gritaban a
nuestro lado en esos momentos. Y más de 55 años después estamos convencidos que
esa seguridad fue acertada.
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