En estos días tan lamentables para la vida de los habitantes de Ucrania, vienen a mi mente los recuerdos de la visita que hice a ese país en la primera semana de enero de 1988. Quizás lo más impactante fue estar más de una vez al inicio y al final de la famosa escalera Potemkin, pero sólo ver dos o tres metros hacia arriba o hacia abajo, debido a una niebla tan espesa que cubría toda la ciudad.
LA NIEBLA NO PERMITÍA VER NADA
Estábamos en el puerto de Odessa, la tercera ciudad de Ucrania, y no
pudimos ver la escalera que se hizo famosa en 1925 por la película soviética
“El acorazado Potemkin”, considerada como una de las mejores de toda la
historia del cine. La imponente escalera de ciento noventa escalones es la
edificación de Odessa más famosa en el mundo y se dice que produce sensaciones
ópticas disímiles, dependiendo desde dónde se observa. Tampoco en ningún
momento pudimos ver el mar Negro a pesar de pasear a menos de diez o quince
metros de distancia de la orilla.
Visitábamos la República Socialista Soviética de Ucrania, que era una de las integrantes de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, URSS. No podíamos sospechar que poco después de tres años y medio -en agosto de 1991- esa república se desligaría de la URSS, dejaría de denominarse socialista y soviética y se convertiría en Ucrania. Y mucho menos podíamos imaginar que pocos meses después, en los últimos días del año 1991, la propia URSS se disolvería.
Como he contado en otra oportunidad, la niebla sobre Odessa hizo que una visita que debía durar entre las tardes de un domingo y un miércoles, se redujera del domingo a las 11 de la noche hasta el martes a inicios de la tarde. Después que en el aeropuerto de Odessa se comprobó que en dos días seguidos no hubo vuelos de ingreso o salida, se cambiaron los planes- El viaje a Moscú ya no fue en avión sino en tren y duró casi 23 horas. El cambio fue por precaución, ya que no había forma de asegurar la salida a tiempo de Odessa para no perder el vuelo ya programado de Moscú a Lima (Ver crónica "Niebla en Odessa retrasó regreso de Moscú" del 16 de diciembre de 2016).
Considerando lo desarrollado del transporte en trenes en Europa, fueron muy pocas las oportunidades que utilicé este eficiente medio de comunicación en más de una docena de veces que estuve en ese continente. Y el viaje de Odessa a Moscú no fue el único que sirvió para cubrir retrasos de vuelos en avión.
VARIOS AVIONES VOLABAN DEBAJO NUESTRO
En mi primer viaje Europa, desde fines de agosto de
1964, para participar de un seminario organizado por la Fundación Konrad
Adenauer para dirigentes políticos demócratas cristianos latinoamericanos, después
de un mes en la República Federal de Alemania, un grupo de ocho de los veinticinco
debimos trasladarnos a Austria el 29 o 30 de septiembre. El itinerario previsto
era volar de Köln o Colonia a Múnich y luego de una breve escala seguir hacia
Viena.
El avión salió con retraso y cuando llevábamos
algún tiempo en el aire, uno de mis compañeros -el paraguayo Ángel José Burró-
me comentó que había pasado bastante más tiempo del previsto para ese vuelo, aunque
aparentemente no había ningún problema con el avión. Poco después, el mismo
Burró me indicó que mirara por la ventanilla y descubrí que había seis o siete aviones
volando en círculos más abajo. Nos tranquilizamos. No era que nuestro avión
estuviese gastando gasolina por alguna emergencia, ya que era imposible que lo
mismo sucediera simultáneamente con varios aviones más. Le preguntamos a Heinz
Göhring, nuestro acompañante alemán que era el coordinador y traductor del grupo,
quien luego de averiguarlo con algún miembro de la tripulación nos dijo que el
problema había sido que horas antes el aeropuerto había estado cerrado por
algún percance menor y que se habían retrasado la llegada de varias decenas de
aviones que circulaban por ese importante aeropuerto alemán. Esa era la razón
por la que varios aviones volaban haciendo tiempo mientras esperaban su nuevo
turno para tomar tierra.
Cuando aterrizamos en Múnich ya estaba avanzada la
tarde y habíamos perdido nuestro vuelo de conexión a Viena. Göhring hizo todas
las consultas en el aeropuerto y tendríamos que esperar hasta la tarde del día
siguiente. El coordinador del viaje decidió cambiar de planes. Encontró que la única forma
de recuperar en algo el tiempo era viajar esa medianoche en tren y llegar a
primera hora de la mañana a Viena. De esa forma no perderíamos el programa que
se iniciaba en las primeras horas del día. Göhring arregló el cambio de pasajes,
dejamos nuestras maletas en la estación del tren y nos dedicamos las horas de
finales de la tarde y principios de la noche para pasear, comer y hacer un par
de brindis con enormes jarras de cerveza en la conocida cervecería Bürgerbräu
Keller, famosa por que allí se inició un golpe fallido de Hitler en 1923.
El cansancio y los brindis fueron suficientes para
que el viaje en tren, que no recuerdo si duró 6 o 7 horas, lo hiciéramos
dormidos en distintos coches cama y donde se podía coincidir con cualquier pasajero,
incluidos algunos muy mal encarados. Varios pasajeros al comprobar que éramos
latinoamericanos, aunque genéricamente se referían a nosotros como mexicanos,
no dejaban de intentar tomar algo de distancia de nosotros.
PUERTA SE CERRÓ DEJANDO A VARIOS FUERA
Seis años después, el 20 de diciembre de 1970, unos
12 o 15 latinoamericanos nos encontrábamos en los mostradores de la línea aérea
Lufthansa del aeropuerto alemán de Colonia - Bonn. Éramos alrededor de la mitad
de los participantes que habíamos terminado el día anterior un seminario de
casi tres semanas para jóvenes demócratas cristianos latinoamericanos. La
reunión promovida también por la Fundación Konrad Adenauer se había realizado
en una casona en la localidad de Altenberg. Íbamos a abordar un vuelo corto que
nos llevaría a Frankfurt de donde saldríamos en un vuelo intercontinental para
llegar a Nueva York. Allí nos separaríamos para abordar vuelos con destino a distintos
aeropuertos de Centro América y Sudamérica.
Cuando pasamos a la sala de espera, comprobamos que
faltaban tres de los viajeros, entre ellos mi paisano y camarada Manuel Ruiz
Huidobro. Tratamos de averiguar lo que pasaba, pero en esa zona no nos
permitían regresar. Mientras esperamos que nos llamaran para subir al avión y ya
en la nave, nuestra preocupación era qué pasaría con ellos. Teníamos la seguridad
que los organizadores del seminario encontrarían alguna solución para lograr
que estos latinoamericanos viajaran a sus países, particularmente estando en
víspera de Navidad, aunque esa circunstancia justamente hacía más difícil
conseguir nuevos pasajes.
Después de menos de una hora de vuelo, arribamos al
aeropuerto de Frankfurt para tomar el siguiente vuelo y nos sentamos en la sala
de tránsito todavía preocupados por la suerte de nuestros compañeros. Fue grande
nuestra sorpresa cuando, a punto de embarcarnos, aparecieron nuestros
compañeros sudorosos y agitados pero felices de poder embarcarse con nosotros. ¿Qué
había pasado?
Con la puerta de embarque cerrada y sus equipajes
aun no registrados, un ecuatoriano tomó la iniciativa. Hay que cambiar de
planes, dijo. Si no se puede llegar a Frankfurt por avión habrá que llegar por
tierra, pensó. Agarró maleta y
maletín -que en esa época no tenían ruedas- y les dijo a los otros dos que hicieran
lo mismo. Salió corriendo hasta encontrar un taxi dispuesto a ir a toda
velocidad hasta Frankfurt, que estaba a unos 160 kilómetros. Negoció precio con
el chofer al que le ofreció pago extra si llegaba a tiempo y partió con sus dos
aun confundidos acompañantes, mientras los funcionarios de la Konrad Adenauer esperaban
desconcertados. El ecuatoriano que salvó la situación tenía el nombre germano
de Otto y había presumido frente a los que participamos en el semanario con sus
conocimientos de autos y motores, carreteras y carreras. Es evidente que ese
conocimiento generalmente escaso entre quienes estábamos comprometidos en
tareas políticas, sirvió para salvar la situación…
POCO TIEMPO Y MUY POCO DINERO
Tres meses antes de
la carrera en auto para alcanzar el avión, había participado en Roma en una
reunión del comité mundial de la Unión Internacional de Jóvenes Demócratas
Cristianos, UIJDC, de donde había salido en la tarde del jueves 10 de setiembre
de 1970 rumbo a Bruselas. Allí vivía y estudiaba mi amigo y camarada Julio Da
Silva. Con él habíamos transitado intensamente París el sábado y el domingo. Quedamos
agotados pero satisfechos de haber caminado todo lo que pudimos por la capital
francesa. Cuando nos despedimos, mientras subía al vagón que lo regresaría a
Bruselas, nos reímos por haber estado en una ciudad que tenía una comida
considerada la mejor del mundo y no habíamos comido un solo plato… (Ver crónica "En París sólo comí pan y queso” del 24 de marzo de 2014).
Dos días después en la noche del 15 de setiembre,
me sentía fastidiado conmigo mismo por no haber cambiado de planes en mi ruta
de regreso de Europa a Latinoamérica. En la mañana del lunes 14 debía viajar a
Madrid desde el aeropuerto Le Bourget, muy cercano a París. O no me acuerdo o
nunca supe por qué me lo asignaron cuando la mayoría de los vuelos salían del
aeropuerto de Orly. Por una serie de circunstancias, mi vuelo se fue retrasando
y terminé por llegar a Madrid a las 10 de la noche. No pude hacer nada ese día
y la persona con quien debía
entrevistarme en la capital española y de la cual sólo tenía un número
telefónico, me resultó inubicable al día
siguiente. Por eso en la noche cuando me embarcaba a San Juan de
Puerto Rico, me sentía frustrado. Estando en París, pensé
anular la escala en Madrid y embarcarme a Puerto Rico, pero las conexiones desde
el aeropuerto en que me encontraba eran muy pocas. De haber estado en Orly
hubiera podido hacerlo.
El lector podría decir que haber permanecido un día
más en Europa no era tan grave. Sin embargo, cuando se viaja con muy poco
dinero propio y ningún tipo de viáticos ni gastos de representación, un día
puede ser bastante. En ese viaje después de estar en San Juan alojado en la
casa de la familia de un camarada y en Santo Domingo en un hotel muy modesto,
al aterrizar en el aeropuerto de Maiquetía el único dólar que tenía en el
bolsillo valía 3 bolívares y medio, pero el precio del auto colectivo del
aeropuerto a Caracas era de cuatro bolívares. Cómo me las arreglé en esa ciudad
donde permanecí tres días, ya lo he contado en otra oportunidad (Ver crónica “A Caracas llegué con un dólar”
del 20 de febrero de 2015).
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