Si alguna
ciudad me resultó difícil de visitar sin duda fue Odessa, puerto ucraniano del
Mar Negro, a cuyo aeropuerto Ana María, mi esposa, y yo debimos llegar a las
cinco de la tarde del domingo 3 de enero de 1988 y terminamos arribando más de
seis horas después. Nuestra salida desde ese mismo aeropuerto estaba prevista
para el miércoles 6, pero se adelantó 24 horas con salida en tren. La hermosa
vista del Mar Negro desde la ciudad nunca tuvimos oportunidad de disfrutarla y
de la famosa Escalera Potemkin, pisamos un par de escalones en la parte baja y
otros tantos en la parte alta… pero no la pudimos ver.
Llegamos desde el balneario de Sochi, también situado al borde del Mar Negro. Habíamos pasado alrededor de tres semanas en un sanatorio. En realidad era un hotel de descanso con actividades recreativas y algunos servicios ambulatorios como fisioterapia y odontología. Todo ello como parte de un programa de invitaciones inicialmente para partidos comunistas, pero en los últimos años extendidas también para partidos socialistas de distintos signos, incluyendo no marxistas leninistas como era el caso del Partido Socialista Revolucionario, cuyo secretario general era yo. Esas invitaciones normalmente para la época del verano europeo, en nuestro caso había llegado inusualmente cuando comenzaba el frio invierno ruso y a menos de una semana de haber regresado de un importante Encuentro Internacional de representantes de partidos y movimientos realizado justamente en Moscú. Las razones de la invitación, así como el programa para esas semanas, incluyendo Sochi y Odessa me la había explicado Anatoly K. funcionario del departamento Internacional del Partido Comunista de la Unión Soviética, PCUS en los días iniciales de esa visita (Ver crónica “Moscú - Surmenage - Moscú” del 21 de agosto de 2015).
Llegamos desde el balneario de Sochi, también situado al borde del Mar Negro. Habíamos pasado alrededor de tres semanas en un sanatorio. En realidad era un hotel de descanso con actividades recreativas y algunos servicios ambulatorios como fisioterapia y odontología. Todo ello como parte de un programa de invitaciones inicialmente para partidos comunistas, pero en los últimos años extendidas también para partidos socialistas de distintos signos, incluyendo no marxistas leninistas como era el caso del Partido Socialista Revolucionario, cuyo secretario general era yo. Esas invitaciones normalmente para la época del verano europeo, en nuestro caso había llegado inusualmente cuando comenzaba el frio invierno ruso y a menos de una semana de haber regresado de un importante Encuentro Internacional de representantes de partidos y movimientos realizado justamente en Moscú. Las razones de la invitación, así como el programa para esas semanas, incluyendo Sochi y Odessa me la había explicado Anatoly K. funcionario del departamento Internacional del Partido Comunista de la Unión Soviética, PCUS en los días iniciales de esa visita (Ver crónica “Moscú - Surmenage - Moscú” del 21 de agosto de 2015).
UNA ESPERA
QUE DESESPERA
Los
problemas con Odessa los comenzamos a sentir en Sochi. Nos habían indicado que
entregáramos las maletas a mediodía porque un vehículo llevaría el equipaje de
todos los huéspedes que esa tarde dejaríamos el sanatorio para dirigirnos a
distintos destinos. Éramos tres los que viajábamos a Odessa: nuestro traductor
Andrei, Ana María y yo. El vuelo debía salir a las 3:30 de la tarde, por lo que
nosotros dejaríamos el sanatorio una hora antes. No necesitábamos más tiempo ya
que eran veinte minutos hasta el aeropuerto, nuestro equipaje estaría embarcado
y nuestros boletos chequeados. Sólo tendríamos que subir al avión.
La jefe de
protocolo del sanatorio, Galina -con quien hicimos buena relación pese a que
conversábamos sólo a través de Andrei- almorzó con nosotros y cuando estábamos
a punto de despedirnos un funcionario se acercó e informó que el vuelo tenía un
par de horas de retraso. Y casi al cumplirse el plazo, nos avisaron de dos
horas más. El motivo fue el mismo: mal tiempo, lo cual nos intrigó ya que otros
huéspedes habían estado saliendo al aeropuerto. La explicación nos las dio
Andrei: el problema era en Odessa donde la niebla estaba muy cerrada.
Pasamos
varias horas caminando bastante abrigados por las afueras de los edificios del
sanatorio, conversando -traductor mediante- con otros huéspedes, tomando té con
Galina, cuando por tercera vez comunicaron que seguía el vuelo en suspenso.
Acabábamos de terminar la comida cuando dijeron que teníamos que irnos porque
en una hora saldría nuestro vuelo. Salimos inmediatamente y a las 9 de la noche
estábamos en el aeropuerto. Veinte minutos después subimos al avión y en otros
20 minutos comenzó nuestro vuelo.
Cuando una
hora después el avión para no más de 60 pasajeros comenzó a descender, solo se
distinguía espesas nubes en las ventanas. Cuando dieron las indicaciones para
aterrizar pensamos ver las luces de la ciudad o de los barcos si es que
estábamos ingresando desde el mar. No fue así. Sólo veíamos la neblina hasta
que sentimos que el avión había tocado la pista de aterrizaje. Hubo un
prolongado silencio mientras la nave iba frenando y luego aplausos y suspiros
de alivio cuando finalmente frenó.
PASAMOS
VARIAS VECES POR IMPRESIONANTE ESCALERA Y NO LA VIMOS
En el
automóvil, uno de los funcionarios
encargados de nuestra visita nos explicó
que el programa de visitas hasta el mediodía del miércoles se había estrechado
por el retraso en seis horas de nuestro arribo que anuló un par de actividades
previstas para el domingo. Era casi la medianoche cuando llegamos a una casa de
huéspedes muy peculiar ya que además de dos o tres dormitorios con sus
respectivos baños, una amplia sala de estar y un pequeño comedor donde nos
servirían el desayuno en los días siguientes, observamos dos o tres salas con
muchas vitrinas que exhibían juegos de copas y de vajilla, así como algunos
adornos de porcelana.
Cuando a
las 9 de la mañana del día siguiente salimos, una impresionante niebla cubría
toda la ciudad. No tiene sentido relatar las visitas y conversaciones que
tuvimos a lo largo del día, salvo indicar que en distintos momentos estando en
la parte antigua de la ciudad pasamos por una plaza pequeña en un bulevar desde
donde se baja al puerto por la Escalera Potemkin. Nos indicaron dónde estaba,
dejamos el vehículo, pisamos un par de escalones pero no se veía nada más allá
de uno o dos metros adelante. Horas después nos ocurrió lo mismo en la parte
baja. La edificación de Odessa más famosa en el mundo y que se dice que produce
distintas sensaciones ópticas, según sea vista desde arriba o desde abajo pero,
debido a la espesa niebla, no nos mostró en cada oportunidad más de dos o tres
escalones de los más de 190 que tiene.
Construida
siglo y medio antes de nuestra visita a Odessa y reconstruida cien años
después, la escalera se hizo famosa en 1925 por la película soviética “El
acorazado Potemkin”, considerada como una de las mejores de toda la historia
del cine. Relata la rebelión de tripulantes de un buque de guerra de la armada
zarista contra sus oficiales. Una de las escenas de mayor impacto se desarrolla
en esa escalera cuando las fuerzas represivas disparan al pueblo desarmado por
apoyar a los rebeldes.
Regresemos
a la niebla de ese lunes en Odessa. Al final de un día intenso de visitas,
después de comida salimos para asistir a un teatro donde se presentaba una
ópera. A pesar de ser negado para la música, me pasé casi toda la función compartiendo
la vista del impresionante espectáculo que se desarrollaba sobre el escenario
con la vista del foso de la orquesta. Es que desde nuestro palco veíamos con
nitidez esa parte debajo de la parte delantera del escenario. Mientras la
orquesta tocaba, había al final de todos los
músicos un viejito, bajo, gordo y calvo que parecía dormir sobre un pequeño
banco. De pronto tomó sus platillos y ejecutó un único sonido e inmediatamente
volvió a su posición anterior. Lo hizo cada vez que le correspondía intervenir,
pero yo al ver la forma en que reposaba esperaba que en algún momento se
durmiera de verdad, lo que por cierto nunca ocurrió.
LA NIEBLA
REDUJO PROGRAMA A LA MITAD
A la mañana
siguiente cuando estábamos desayunando, llegaron casi una hora antes de lo previsto los dos funcionarios a cargo de
nuestra visita. Se notaban preocupados y nos explicaron la situación. Ustedes
deben salir mañana a mediodía a Moscú para seguir a Perú al día siguiente, nos
dijeron. Sin embargo, ayer no hubo ni entradas ni salidas de nuestro aeropuerto
y los pronósticos indican que hoy y mañana puede pasar lo mismo, añadieron.
También nos comentaron que el domingo con menos niebla sólo pudieron aterrizar
dos vuelos, uno de ellos el nuestro desde Sochi. Ante esto nos propusieron que
viajáramos ese mismo día. Intentar hacerlo en avión a las 12 del día y si no se
realizaba ese vuelo, salir a las 3:18 de la
tarde en el tren que viajaba directamente a Moscú. En este último caso llegaríamos
a las dos de la tarde del miércoles, más o menos la misma hora prevista en el
programa original.
Aunque
formalmente nos estaban consultando, era claro que no había alternativa. Si al
día siguiente fallaba el avión igual podíamos salir en tren pero con el riesgo
de llegar el jueves casi a la hora que debíamos salir para el aeropuerto
internacional. “Salimos hoy, en avión o tren, pero hoy” fue mi respuesta.
Significaba que terminado el desayuno preparáramos el equipaje. Como a las 9 y media
de la mañana salimos a pasear por la ciudad sabiendo que a las 11 tendríamos
que dirigirnos al aeropuerto… si es que había vuelo. Algo le dijo uno de ellos
al otro, al despedirse y subir a otro vehículo. Hemos quedado en que poco más
de una hora nos da el encuentro y me ha sugerido que nuevamente intentemos una
buena vista de la escalera. Por cierto que no tuvimos ni buena ni mala vista.
Al igual que el día anterior no tuvimos ninguna vista.
Cerca de la
once de la mañana el otro funcionario nos alcanzó para informarnos que no
habría vuelos ese día y que, tal como habíamos quedado, iría a hacer los
arreglos para nuestra salida en tren en la tarde. Antes de irse hizo un pequeño
aparte con Andrei. Luego nos enteraríamos que era para saber cuáles eran
nuestras preferencias en comida y como habíamos quedado en almorzar a la 1:45
de la tarde asumimos que era para escoger restaurante.
Los
problemas de transporte habían hecho que se anularan las visitas previstas para
esa mañana por lo cual seguimos paseando, pero convinimos que como pese a la
niebla no había tanto frío, camináramos por la avenida Deribasobskaya, la
principal arteria comercial de la ciudad. Algo nos dijeron del origen español
de esa calle, en realidad un bulevar peatonal, pero por las idas y vueltas
sobre el viaje de regreso no lo tuve en cuenta. En todo caso, me dije,
Deribasobskaya suena eslavo y no español.
Sin
embargo, como pude averiguar después, en realidad el nombre de la calle es en
honor de un almirante considerado como uno de los fundadores de la ciudad a
fines del siglo XVIII Iósif Mijáilovich Deribas, quien adoptó ese nombre cuando
ingresó muy joven al servicio del ejército del zar, pero cuyo nombre original
era José de Ribas, nacido en Nápoles cuando su padre era el cónsul español.
Durante el almuerzo, los
funcionarios ucranianos se disculparon porque no habíamos cumplido ni la mitad
del programa previsto y reiteraron que la solución encontrada era la única que
garantizaba que llegáramos a Moscú prácticamente a la misma hora del día
previsto. Mientras tanto uno de los vehículos se llevó las maletas para irlas
acomodando.
VIAJE CON MUCHA COMIDA Y POCOS CIGARRILLOS
A las tres de la tarde estábamos en la estación del tren que lucía muy
bien mantenido, aunque definitivamente antiguo. Mientras conversábamos antes de
subir a nuestro vagón, un joven se acercó al grupo portando una caja de cartón
bastante grande y uno de los funcionarios dijo algo e inmediatamente Andrei
guió hacia el vagón al joven y ambos regresaron ya sin caja. Es la comida para
el viaje, nos dijo. Y como nuestros anfitriones notaron nuestra extrañeza
explicaron que viaje era de casi 24 horas y no había vagón comedor, sólo
servicio de té.
Nos despedimos, nos ubicamos en un apartado con dos asientos-cama,
donde ya estaban acomodadas nuestras maletas, mientras que Andrei se instalaba
en el suyo. Minutos después nos tocó la puerta y nos hizo un recuento de las
cosas que tenía la caja que estaba depositada: panes, frutas, galletas, salame,
pollo asado, aguas gaseosas, pero todo en exceso. Parecía que no éramos tres
los viajeros, sino por lo menos media docena.
Sentados los tres, conversamos sonrientes y nos dimos cuenta que el
tren avanzaba a unos 50 kilómetros por hora, lo que explicaba por qué demoraría
tanto -más o menos 22 horas con 45 minutos- para 1150 kilómetros de recorrido.
Y el movimiento que se sentía junto con la lentitud me hizo recordar al viejo
ferrocarril central del Perú, en el cual viajé en alguna oportunidad de Lima a
Huancayo. Estábamos en pleno invierno pero había calefacción no sólo en los
compartimientos sino en el pasadizo por donde se podía dirigir a los baños o a
una pequeña repisa donde se encontraba té y agua hirviendo, que era repuesta
permanentemente.
Bueno nos dijimos, todo está bien ya que tenemos comida, bebida y
lectura para matar el tiempo. Andrei, quien
decía que en ese mes con nosotros nos conocía más que a sus padres diplomáticos
(Ver crónica “Una Navidad lejos de casa” del 19 de diciembre de 2014), reparó en los letreros muy explícitos que no se podía fumar en los
apartados, ni en los baños o pasadizos. Salió un rato y regresó diciendo que
había averiguado que terminando el pasadizo se abría una puerta que daba a la
plataforma por donde subían los pasajeros a los vagones y también desde donde
se abría una puerta para pasar al siguiente vagón. Una plataforma cerrada de
unos tres metros de ancho por metro y medio de largo. Una especie de tierra de
nadie luego de la subida de los pasajeros y por la que sólo transitaban los
empleados del tren que se desplazaban de vagón en vagón. Era el único sitio que
se podía fumar aunque tenía un inconveniente: no había calefacción y una
ventanilla en el techo permanecía abierta.
Pese a que en Sochi asistimos a un programa de siete u ocho sesiones
de acupuntura para dejar de fumar sólo nos sirvió para bajar de más de una
cajetilla diaria de cigarrillos cada uno a menos de una cajetilla diaria entre
los dos. Eso durante el viaje, ya que de regreso a Lima volvimos a nuestra
ración habitual. En ese viaje en tren cada uno fumó por lo menos siete
cigarrillos. Y cuando salíamos a fumar teníamos que vestirnos especialmente
para ello. Nos poníamos saco o sacón, abrigo con el cuello levantado, bufanda,
gorro de piel que nos cubría las orejas y guantes. Y salíamos con un cigarrillo
en la mano y el encendedor en la otra para tratar de prender rápidamente el
cigarrillo e intercambiar manos para ponerlo y quitarlo de la boca mientras la
mano libre pero enguantada se guardaba en el bolsillo del saco. Sentíamos un
frío infernal, pero estábamos tan bien abrigados que no sufrimos ninguna
enfermedad respiratoria y fuimos tan cuidados que no quemamos ningún guante a
pesar de exponerlos al fuego de encendedores y chispas de los cigarrillos.
Durante el viaje bromeábamos con nuestro traductor. ¿Qué vieron en Odessa?
nos preguntábamos. “Nada” contestábamos. “No puedo ser, algo habrán visto”,
replicábamos. “Niebla, sólo niebla…”, concluíamos…
NUESTRO ASPECTO OBLIGABA A POSTERGAR REGRESO
A las dos de la tarde llegó nuestro tren a Moscú, Andrei se encargó de
regalar más de la mitad de los víveres que quedaron y ubicó rápidamente al auto
que nos esperaba. Camino al hotel “Octubre” el chofer le dijo algo a Andrei
quien nos dijo que después de instalarnos en nuestra habitación bajáramos al
comedor porque Anatoly nos esperaba para almorzar a las tres.
Nuestro reencuentro fue muy cordial y amigable. Nos preguntó cómo
habíamos sentido el viaje en tren. Algo lento pero era la forma de llegar a
Moscú a la hora prevista, le dijimos. Lo que sí nos pasa comentamos Ana María y
yo sonriendo es que todavía nos sentimos sobre el tren, parece que se nos moviera
el piso por el zarandeo y en nuestros oídos aun escuchamos el traqueteo…
Ya me lo imaginaba nos dijo. Ustedes han venido a descansar y ahora
mismo vienen de casi 24 horas en tren y mañana les espera 24 horas de viaje en
avión. Quienes vayan a esperarlos al aeropuerto en su país, van recogerlos del
suelo porque van a llegar totalmente desfallecidos. Y vuestros compañeros van a
decir qué tipo de descanso ha tenido nuestro secretario general que estaba al
borde del surmenage y regresa totalmente agotado.
Ante nuestro silencio, Anatoly continuó: les traigo una propuesta. El siguiente
vuelo a Lima es el lunes. Tómense estos cuatro días de descanso aquí haciendo
algunas visitas a lugares que aun no conocen pero sin ninguna premura, podemos
tener otra reunión entre nosotros en estos días y cuando lleguen a Lima lo
harán con otra cara. Y antes que se los dijéramos se nos adelantó: pueden en un
rato comunicarse con su familia y con su partido para avisar la nueva fecha de
llegada.
Nos miramos con Ana Maria, mientras aun sentíamos que el piso se movía
como si estuviéramos en el tren y aceptamos…
Nos despedimos y le dijimos a Andrei que después de tantos días se
fuera ya a su casa y luego a visitar a su novia. Sólo que dejara pedidas las
llamadas para cinco de la tarde a la casa de mis suegros y para las siete de la
noche a la oficina de Pepe Luna, nuestro encargado de Relaciones
internacionales, que serían las 9 y las 11 de la mañana en Lima.
Dicho como paréntesis, cuando
estuve invitado por los partidos de Europa Oriental siempre me cuidé de hacer
llamadas internacionales sólo cuando resultaran indispensables porque sabía que eran de los pocos gastos que
los hacían utilizar sus divisas.
Tranquilizamos a nuestros hijos que nos esperaban al día siguiente y
le pedí a mi compañero que hablara con los otros dirigentes del partido. No les
dije algo que, siendo esencialmente cierto, resultaba difícil de entender: nos
demoraremos en salir de Moscú porque hubo niebla en Odessa.
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