sábado, 14 de septiembre de 2013

DURMIENDO ENTRE ATAÚDES (1976)

Me habían detenido por veinte horas el sábado 7 de agosto de 1976, sacándome de mi casa en la madrugada, después de haberla rebuscado toda incluyendo el dormitorio donde dormían mis hijos de dos años y medio, uno, y un año dos meses otra, mientras policías con metralleta se instalaban en el techo de la casa (ver crónica “Metralletas en el techo de mi casa” del 19 de julio de 2013). El domingo 8 había estado un par de horas respondiendo preguntas en las oficinas de Seguridad del Estado. En esos días no tenía por qué estar tranquilo...

El motivo del acoso policial era que el ministerio del Interior quería conocer el paradero de Rafael Roncagliolo, presidente de una de las dos federaciones de Periodistas del Perú. Cuando el lunes, Rafo me llamó por teléfono le relaté en extenso mis “aventuras” del fin de semana y decidimos dejar pasar algunos días antes de encontrarnos personalmente. El martes estuve más temprano que de costumbre en mi casa y les dediqué a mis hijos más tiempo, quizá inconscientemente queriendo compensar el tiempo perdido por la persecución policial. Antes de dormirme, escuché los noticieros en la televisión y al ministro del Interior, general Luis Cisneros declarando una vez más que Rafo era un subversivo.

A la una y media de la mañana el timbre de la casa me despertó. Me asomé y vi en la reja de mi casa a dos personas que se identificaban como policías. Me dijeron que tenían un mensaje. Y como vieron que Ana María, mi esposa, se había puesto a mi lado, añadieron: No se preocupe señora, esta vez sólo hablaremos a través de la reja. Me acerqué a escucharlos. Dijeron que tenían un encargo para Roncagliolo de parte del general Cisneros: quería tener una conversación con él. Les expliqué que no había visto a Rafo desde el viernes, que sólo había hablado por teléfono y que no sabía cuándo volvería a llamarme. Lo sabemos, me dijeron, pero es por si se comunica con usted.

“…EL MINISTRO DEL INTERIOR QUIERE HABLAR CON USTED”

Toda esa semana hice una vida muy tranquila. Iba a mi oficina y regresaba a mi casa, luego de recoger a Ana María y a mis dos hijos que pasaban el día en la guardería de su oficina. Sin embargo a las dos de la tarde del sábado 14, cuando acabábamos de terminar de almorzar y pensábamos en un tranquilo fin de semana familiar, apareció una vez más una camioneta sin ningún distintivo policial frente a la puerta de mi casa y descendieron tres policías de civil. Esta vez la visita fue cortísima. Al asomarme, quien los encabezaba me dijo: Señor Filomeno, acompáñenos por favor, el general Cisneros, ministro del Interior, quiere hablar con usted. No había nada que hacer, así que me despedí de mi esposa y salí. Mientras avanzaba entre dos policías hacia el vehículo, quien había hablado le dio las buenas tardes a Ana María y le dejó un mensaje similar al de la semana anterior. “No se preocupe…el día que se presente Rafael Roncagliolo, su esposo no tendrá ya problemas”.

La camioneta dejó rápidamente la Urbanización La Capullana, pasó por Surquillo y después de cruzar la avenida Corpac donde quedaba el ministerio del Interior, ingresó a la vía expresa dirigiéndose al centro de Lima y por detrás de Palacio de Gobierno cruzamos el puente e ingresamos a mi viejo barrio: el Rímac.

A pocos metros del Puente de Piedra –que años después se conocería como Puente Trujillo- se encontraba el antiguo local del Estanco del Tabaco, empresa que había desaparecido poco antes, para dar paso a la Empresa Nacional del Tabaco, ENATA,  la que funcionaba en otra parte. Al cruzar el puente y voltear a la derecha al jirón Loreto, la camioneta se detuvo en el primer portón de ese vetusto local. Se entreabrió una pequeña puerta, algo le comunicaron a la persona que se asomó e inmediatamente se abrió la puerta del garaje e ingresamos. Comprobé asombrado que en ese espacio de estacionamiento en el que no entraban más de cinco o seis vehículos, se encontraban dos camionetas acondicionadas para llevar aparatos florales y… dos carrozas funerarias.

ME ENTREGARON A UNA FUNERARIA

A la izquierda estaban las oficinas  a unos treinta o cuarenta centímetros sobre el nivel del garaje y sólo ingresó el jefe de mis captores. Los otros me invitaron a subir los dos o tres escalones y me indicaron que esperara en la puerta. Desde allí distinguí unos tres escritorios de distinto tamaño, algunos archivadores y un par de armarios, además de sillas y sillones. Todo el mobiliario era de metal y bastante gastado. Vi como el jefe del equipo que me había detenido saludaba muy respetuosamente a alguien evidentemente de más rango, le mostraba unos papeles y me señalaba ante la mirada incrédula de quien sin duda era jefe de esa dependencia. Después de dos o tres minutos se despidió del otro que le puso cara que mostraba desagrado. Se dirigió hacia afuera, pasó por mi lado sin mirarme y ordenó a su gente que subiera al vehículo para irse.

El otro se acercó a mí, me tendió la mano, se presentó como el comandante Landa y me pidió que pasara y tomara asiento frente a su escritorio. Señor Filomeno, me dijo, me acaban de informar que debo mantenerlo incomunicado con el exterior hasta que sea usted llamado para conversar con el ministro del Interior. Y luego de tomar un respiro añadió: “Como no me han dado ninguna otra indicación, a pesar de la precariedad de esta oficina, siéntase como un invitado. El sitio no es muy grande, pero puede usted desplazarse para no entumecerse por el frio y mirar la televisión en el único aparato que tenemos”. También me preguntó si tenía dinero y como le contesté que algo tenía, me dijo que en la noche podía encargar a cualquiera de sus subordinados que comprara un cuarto de pollo a la brasa en una pollería que había al otro lado de la calle. Como no creo que esté más de tres días, estoy seguro que podrá alcanzarle su dinero. Y si se le acaba, habrá forma de compartir lo que nos traen, dijo. Me quedé más tranquilo y le agradecí el trato cordial.

El tono amable que escuchaban mis oídos contrastaba con la imagen que contemplaban mis ojos. Frente a la parte administrativa que había visto desde la puerta, ahora adentro se distinguía el área más amplia de la habitación: bastante ordenados se encontraban unos veinte ataúdes de distinto tamaño, color y material, ubicados en algunos casos en varios niveles de altura. A un lado se distinguían juegos de metal que se utilizaban en los velorios, como reclinatorios, lámparas en forma de llamas, crucifijos, etc. No podía haber ninguna duda… ¡Me encontraba en la agencia funeraria de la Policía de Investigaciones del Perú, PIP!

La experiencia resultaba bastante tétrica. Ser detenido sin ninguna orden, trasladado en un vehículo no identificado y entregado en una funeraria no resultaba nada normal en cualquier país, más aun si consideramos que el presidente de facto de entonces, el general Francisco Mortales Bermúdez, justificaría unos 35 años después, sus actos de abuso del poder señalando que lo hacía porque estaba buscando la transición democrática.

El cordial policía interrumpió mis pensamientos, para decirme que se estaba sintiendo algo de frio y preguntarme si quería un café, lo que acepte con gusto. Conversamos un poco, mientras nos lo servían y comenzábamos a tomarlo, pero el diálogo fue interrumpido por un servicio, es decir un servicio funerario, que puso al hombre y su pequeño equipo en movimiento. Terminé el café y me senté en una silla en silencio y comencé a meditar sobre mi situación...

NOSTALGIA POR EL ANTIGUO BARRIO

Lo primero que se me ocurrió es que el tiempo pasaría lentamente. Sentía que habían pasado muchas horas desde que fui sacado de mi casa, pero eran un poco más de las cuatro de la tarde. También me invadió una cierta nostalgia: estaba en línea recta a unos cien metros de donde quedaba la vieja casa de quincha, en cuyo segundo piso había vivido entre 1948 y 1961 y que había quedado inhabitable en 1966, cuando un terremoto que tuvo como epicentro el distrito limeño de Puente Piedra causó algunos destrozos materiales. En los años que viví en esa casa del jirón Marañón 180, de lunes a sábado se escuchaba la sirena del Estanco a las 7:15 y 7:30 de la mañana y sólo hasta el viernes a la 1:15 y 1:30 de la tarde. Era el preaviso y aviso de entrada de los cientos de obreros y empleados.

Pero en 1976, el sentir el río a pocos metros, también me hizo acordar cómo el cruzar diariamente el Puente de Piedra había sido una rutina durante años. Quince años atrás con mi familia dejamos el Rímac, distrito muy querido principalmente para mi padre porque había nacido y vivido hasta los 30 años en la calle Malambo, posteriormente y hasta ahora conocida como la tercera cuadra del jirón Francisco Pizarro, Allí quedaba el colegio José Pardo, donde mi abuelo había trabajado durante 47 años y había sido su legendario director. Incluso, en su memoria, a un pequeño parque que quedaba al terminar el puente y al borde del local Estanco le pusieron su nombre.

Como cuando llegamos al local había comprobado –no sé si porque ya se había construido o se estaba por construir la Vía de Evitamiento- que el parque Armando Filomeno había desaparecido, por un instante pensé si no sería yo el segundo Filomeno que desaparecería en ese lugar. Deseché rápidamente ese pensamiento y como una semana atrás me repetí que no estábamos en Chile o Argentina donde los detenidos desaparecidos sumaban cientos…

De todas maneras, no dejaba de ser extraño el sitio en el que me encontraba. Yo, que era un buen conocedor de mi ciudad, ignoraba hasta pocos minutos antes que lo que quedaba del antiguo local del Estanco –o por lo menos gran parte de él- estaba ocupado por algunas oficinas administrativas de la PIP. Me puse a pensar entonces que si Ana María, mi familia y amigos quisieran encontrarme les iba a ser muy difícil hallarme… en una funeraria.

Preocupado por mi situación, teniendo como telón de fondo el programa de televisión “Trampolín a la fama” del inolvidable Augusto Ferrando, de pronto escuché un “flash” informativo. El ministro de Transportes y Comunicaciones, general Artemio García Vargas, había fallecido en un accidente en la ciudad de Moquegua. Se había caído el helicóptero en el que llegaba procedente de Tacna. Por alguna razón, enterarme de una muerte en una agencia funeraria me produjo una extraña sensación…

Los policías que estaban destacados en esa dependencia sí estaban familiarizados con la muerte. Cuando ocurría la de un integrante de la PIP o uno de sus familiares, se desplazaban para hacer todas las diligencias habituales de una funeraria comercial, tal como lo había constatado a poco de llegar.

CALOR HUMANO ENTRE ATAÚDES

Faltaría poco para las ocho de la noche, cuando llegó una señora a quienes los subalternos saludaron con respeto. Miró hacia donde me encontraba y me hizo una venia en señal de saludo que yo contesté. Luego saludó familiarmente al comandante. Era su esposa, que trabajaba en otra oficina de la PIP que quedaba también en el local del antiguo Estanco del Tabaco. Venía para irse a casa junto con su marido, quien seguramente le contó mi situación, mientras procedía a cerrar su escritorio y ordenar que me consiguieran unas frazadas y una “Comodoy” –en realidad era la marca de un catre estrecho y plegable que se utilizaba para huéspedes en las casas- y que la ubicaran entre las últimas filas de los ataúdes.

Poco antes que la pareja se retirara, sonó el teléfono. El tono de quien contestó hizo que el comandante se pusiera alerta. Poco después salió encabezando al equipo y llevando un ataúd de lujo y los otros ornamentos. Regreso apenas pueda le dijo a su esposa. Ella acepto resignada y se puso a leer un periódico. Sólo un subalterno quedó en la oficina.

Media hora después, la señora hizo una llamada telefónica y luego de quince minutos apareció un mozo de la pollería vecina con un paquete. La dama pagó y se acercó a mí y me dijo: “Caballero, no tengo idea de la hora en que regresará mi esposo, por lo que seguramente comerá su pollo frio. Yo prefiero el pollo a la brasa caliente, pero no me gusta comer sola. ¿No sé si usted podría acompañarme…? Asentí sorprendido y durante una hora tuve una charla sobre mis hijos pequeños y los de ella mayores que los míos como si se tratara de una conversación en la sala de mi casa. Poco después de las once regresó el equipo y la pareja se retiró despidiéndose diría que hasta cordialmente del huésped inesperado que era yo.

Esa noche como en la siguiente dormí tranquilo en la tarima, pero despertar entre ataúdes no fue una experiencia agradable. El comandante Landa regresó el domingo y fue recibido con abrazos por sus subalternos, porque era su cumpleaños. Me acerqué y también lo saludé. A media mañana se retiró despidiéndose hasta el día siguiente. Me señaló al suboficial al que podía mandar comprar mi almuerzo y me advirtió que él enviaría la comida. Esa noche llegó un chofer con envases plásticos con papa a la huancaína y arroz con pollo, así como algún postre, tanto para los policías de turno como para mí. El mismo menú que comían los invitados al cumpleaños del comandante en su casa.

No está de más recalcar que el trato entre policías y políticos era respetuoso, pero eso acabó cuando en 1980 se inició el terrorismo en el país y aquellos sospechaban de todo…

En mi tercer día en la funeraria, seguí mirando la televisión y caminando dentro del recinto, lo único que se podía hacer. Acostumbrado ya a ese lugar de reclusión, veía relucientes los cajones y limpios los forros de seda que tenían. Pero el pequeño baño al fondo del patio donde se estacionaban las carrozas, era sí incomodo, húmedo, maloliente, medio oscuro y con una ventana abierta donde entraba no sólo el rumor del río sino el ruido de los vehículos y, sobre todo, el viento frio del invierno limeño.

En la tarde, alrededor de las seis, el comandante se me acercó y me dijo en voz baja: esta noche sale de acá. Y añadió: estoy casi seguro que es para dejarlo libre. Un par de horas después entró un auto a la cochera. Bajaron dos hombres bastante jóvenes que hablaron unos minutos con Landa. Éste me llamó y mientras los dos policías se dirigían al auto, me dijo: “Señor Filomeno, estos señores tienen órdenes de llevarlo. Disculpe por las incomodidades. Estoy seguro que esta noche dormirá usted mejor que en las últimas”. Sus palabras fueron acompañados de gesto que indicaban que todo estaba bien.


CÓMO COMPORTARSE CUANDO LOS CUSTODIOS NO SABEN QUÉ HACER

Al atravesar las puertas y encontrarme otra vez en la calle, me sentí de pronto desamparado. Humanamente la experiencia en esa funeraria había sido enriquecedora. Había conocido a un oficial que resultaba todo un caballero y me imaginaba –nunca hubo forma de comprobarlo- que ese insólito puesto administrativo era una especie de castigo por haberse negado a algún tipo de atropello. Pero también me iba con el recuerdo de la esposa del comandante y de la extrema fineza para invitarme comida la primera noche de detención: presentar como un favor a ella lo que era evidentemente un gran favor a mí…

Después de dejar la funeraria, cruzamos el puente con el auto e iniciamos un interminable recorrido silencioso de más de dos horas por las calles de varios distritos. Cada cierto tiempo, uno de ellos bajaba a hablar desde algún teléfono público. O el auto paraba durante unos minutos en alguna calle solitaria. Comprendí asombrado que tenían orden de liberarme pero su instinto les decía que algo debían sacarme… O dicho de otra manera, no tenían idea de cómo terminar el operativo…

Cuando paramos en una calle de Pueblo Libre, a muy pocos metros de la iglesia Santa María Magdalena, donde casi exactamente cuatro años antes me había casado, decidí tomar la iniciativa. Señores, les dije, estamos a menos de una hora del toque de queda y es claro que ustedes no han recibido instrucciones de dónde llevarme. Es obvio que el ministro del Interior no quiere hablar conmigo sino con Rafael Roncagliolo y que él no se comunicará conmigo mientras yo esté incomunicado, añadí. Al ver la cara de interés de ambos, continué: Hagamos un trato, déjenme aquí y denme el nombre de algunos de ustedes y su teléfono y apenas se comunique Roncagliolo conmigo, que espero sea mañana o pasado, le paso el teléfono con el encargo de que hable con ustedes para coordinar la entrevista con el general Cisneros…

Después de un breve silencio, el de mayor rango me contestó en un tono que sentí de alivio: De acuerdo. E inmediatamente escribió un nombre y un teléfono en un papel que me entregó, al tiempo que me decía: Puede irse señor, esperamos cumpla usted con el trato. Salí apresuradamente del auto, no sin antes despedirme respetuosamente. Inmediatamente comencé a buscar un taxi. Paralelamente iba pensando qué casa de amigo había cercana, por si me acercaba demasiado al inicio del toque de queda. Recién el tercer taxi que paré aceptó llevarme de Pueblo Libre a Surco, ya que el chofer vivía en San Juan de Miraflores y en su ruta de regreso pasaba cerca de mi casa.

Faltaban 10 minutos para que comenzara el toque de queda cuando me reencontré con mi familia. Estaba feliz, aunque no podía decir que volvía a la tranquilidad del hogar, dado que precisamente de allí me habían sacado para las dos detenciones que en sábados sucesivos había sufrido…

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