domingo, 20 de enero de 2013

HOTELES VARIOS A INICIOS DE LOS 60 (1960-1964)

Hoteles feos, extraños o modestísimos he conocido en mi vida y no pocos. Y no porque me llamaron la atención y por curiosidad ingresé un rato a ellos. Me refiero a hoteles donde me he alojado por necesidad, es decir porque no tenía el dinero suficiente para pagar otro un poco mejor o porque no había opción ya que no existía otro en el lugar.

He tratado de recordar lugares en los que me alojé en los primeros años en que podía hacerlo solo, aun cuando todavía no era legalmente mayor de edad.
 
HOTEL MEDIO QUEMADO Y DURMIENDO EN UN PASADIZO
 
Quizá el primero que recuerdo es uno de Cañete donde llegué muy tarde una noche de 1960. Al bajar del colectivo pregunté por un hotel barato y me señalaron uno no muy lejos de ahí. Cansado toqué la puerta, me recibieron con un lamparín de kerosene y me llevaron a un pequeñísimo cuarto con un catre sobre el que había un colchón de paja. Como tenía dos viejas frazadas me envolví en una para no tocar la sábana que a media luz no quise ni examinar.
 
Al día siguiente, al levantarme fui al baño y me sorprendió la intensa luz, al mismo tiempo que me di cuenta que si no lo veían a uno asearse desde la calle era porque habían colocado varios sacos de yute para reemplazar una de las paredes que faltaba. Cuando salí del hotel quedé impresionado: la mitad no existía porque se había quemado en un incendio, pero el humilde negocio había seguido trabajando con las habitaciones y lugares que quedaron hábiles, incluyendo aquellos que habían perdido alguna pared en el incendio. Me acordé de la noche anterior y agradecí mentalmente no haberle pedido a la dueña que me dejara el lamparín que la acompañaba.
 
A fines de agosto de 1961, en Abancay, tuvimos que esperar varias horas para encontrar cuarto. El motivo: los pocos hoteles que existían estaban abarrotados de pasajeros que hacían escala en su viaje de Cusco a Lima. No creo que siquiera cambiaran las sábanas sino apenas mal tendían las camas en cuanto se desocupaban. En medio del frío de las seis de la mañana había que abrir la ventana para ventilar en algo el cuarto maloliente y echarse vestido sobre las frazadas.
 
Unos días después estuve en el único hotel de Cangallo. Tenía tres habitaciones, numeradas como 1, 2 y 3 con dos, cuatro y ocho camas, respectivamente. Para ingresar a la número 1 había que pasar por las otras dos, así como para ir a la habitación 2 había que cruzar la número 3. Lógicamente para entrar a la habitación 3 no se tenía que pasar por ninguna otra. Claro que no se alquilaban habitaciones sino camas, por lo que si a uno le tocaba cama en la 3 no sólo tenía que dormir con algunos extraños, sino también saber que su dormitorio era el pasadizo de las otras dos habitaciones.
 
EN CUALQUIER CAPITAL ES POSIBLE PÉSIMOS ALOJAMIENTOS
 
Ya después de cumplir los 21 años, edad en esa época en la que se llegaba legalmente a la mayoría de edad, cerca de las fiestas patrias de 1964 viaje desde Ayacucho a Lima acompañando a diez escolares de quinto año de secundaria, apenas 4 o 5 años menores que yo. Era asesor de la filial en Ayacucho de ARPES, Asociación Ricardo Palma de Estudiantes Secundarios, que impulsaban jóvenes DC como una manera de ir ubicando a estudiantes con condiciones para integrar los frentes estudiantiles social cristianos en las distintas universidades del país. En esos días se iba a realizar en Trujillo un congreso nacional y había que estar en el local central entre las 6 y 8 de la noche de un día determinado, para que todas las delegaciones del centro y sur del país, además de las de Lima y el Callao, viajaran en buses hacia esa ciudad norteña.
 
Considerando que la carretera era tan angosta y peligrosa sólo había subida de Ayacucho a Huancayo tres veces por semana, por lo que tuve el problema que podía llegar a Lima 24 horas antes o 24 después. Lógicamente llegué antes y tuve que ubicar el más económico alojamiento posible. Cerca del mercado mayorista a donde llegaban los buses no era el mejor sitio para diez escolares ansiosos por caminar por la ciudad, ya que la mayoría de ellos no conocía Lima. Opté por trasladarlos a un hotelucho en el jirón Montevideo, donde conseguí dos habitaciones con 4 camas y una con 3, a media cuadra de la avenida Abancay y apenas dejaron sus cosas nos fuimos a comer en una fonda cerca del Parque Universitario a tres cuadras del hotel.
 
Después de comida, cerca de las ocho de la noche los acompañé a la Plaza San Martín situada a unas siete cuadras del hotel y los dejé caminando por ahí y por el Jirón de la Unión con rumbo a la Plaza de Armas. Les di todas las indicaciones posibles para que pudieran caminar un rato y regresar al hotel a una hora prudente, cosa que todos hicieron. Sin embargo, eran días ya próximos a los feriados con gente con ingresos extras por las gratificaciones, por lo que desde medianoche y a lo largo de la madrugada sólo se escuchaba el escándalo de tipos borrachos que se insultaban a gritos y ruidos que parecían producto de peleas que se armaban en la calle. Aunque no puedo asegurar que efectivamente había gente liándose a golpes, porque no se me ocurrió asomarme a la ventana para saber lo que pasaba, lo cierto es casi no dormí preocupado por lo que podía pasar, principalmente si a alguno de los diez muchachitos ayacuchanos lo ganaba la curiosidad y bajaba para ver lo que pasaba afuera.
 
Por cierto que a la mañana siguiente, luego de una rápida ducha en un baño que tenía terma aunque no suficiente agua, decidí que abandonáramos el hotel y nos dirigimos hacia el local central de ARPES, que quedaba en Miraflores, donde los escolares ayacuchanos podían dejar sus maletines y pasear por las cercanías, incluso caminar unas pocas cuadras para descubrir, desde alguno de los malecones, el inmenso mar que la mayoría de ellos nunca antes habían conocido.
 
Pero como para completar el recuerdo de hoteles no muy gratos en los que me alojé en la primera mitad de la década de los 60, debo indicar que no sólo hay en mi memoria hoteles de ciudades de la costa o sierra del Perú o de la propia capital. También recuerdo –como contaré en otra crónica- los últimos días de octubre de 1964, cuando llegué a Madrid con sólo ocho dólares y me instalé, pagando un dólar diario, en un modesto cuarto de una pensión con un catre, una mesita, una silla y unos cuatro ganchos en la pared. Mi problema se presentó al día siguiente, cuando pregunté a la casera por la ducha y me aseguró que para el siguiente año de todas maneras tendría una…

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