El 3 de
julio de 1965, en momentos que integrantes de la Juventud Demócrata Cristiana iniciábamos una marcha de protesta
frente al Club Nacional, contra el “Baile de Debutantes”, estalló
atronadoramente un petardo y la guardia de asalto arremetió contra los
manifestantes principalmente contra los que encabezábamos la movilización, para
disolverla rápidamente y, sobre todo, acallar el bombo que portábamos cuyo
sonido no dejaba de escucharse (Ver
crónica “El baile de debutantes” del 27 de noviembre de 2012).
RECLUIDOS
EN SAN QUINTÍN
En
primera fila, junto al bombo que tocaba Guillermo Miranda, estábamos entre
otros, Augusto Velezmoro, Carlos Montero y yo. Dos o tres días después al
iniciarse la tarde, los cuatros nos encontrábamos detenidos en Seguridad del
Estado, en la zona conocida como San Quintín. A Augusto, Guillermo y a mí,
detenidos antes del mediodía, se nos ocurrió adelantar la detención del último
de la lista, Carlos Montero. Le dijimos a los policías que lo ubicaran en su
trabajo y no esperaran que llegara a su casa donde vivía con su madre y
hermanos, entre ellos seis mujeres.
Carlitos
era considerado uno de los mejores activistas de la DC, que se había integrado
al partido junto a un grupo de muchachos barranquinos para apoyar la campaña
electoral de 1962. La mayoría de ese grupo, entre ellos su hermano Walter,
había integrado un par de años antes un club de rock llamado “Tabaco negro”. No
era el caso de Carlos, amigo de todos ellos, pero que en esa época trabajaba en
el día y estudiaba secundaria en la noche.
Cuando
lo detuvieron, Carlos seguramente sintió que eso era algo distinto. Como pasar de amateur
a profesional. No era un detenido en la comisaria de Barranco donde conocía a
todos los policías sino una especie de preso político. Su experiencia en
detenciones era por “mataperradas” de muchachos, como jugar pelota en la calle
con rotura de algún vidrio o por denuncia de algún vecino que le molestaba las
risas ruidosas de un grupo de amigos. En los cinco o siete minutos que duró el
viaje en el auto con los policías se sentía intranquilo frente a algo que
desconocía.
Cuando
llegó a la azotea de un edificio de la Prefectura, donde se ubicaba San
Quintín, su preocupación disminuyó al vernos a los tres. De todas maneras, para
los sabuesos de la PIP el nerviosismo de Carlos no pasó desapercibido. Y en los
primeros interrogatorios trataron de preocuparlo indicándole que no era el típico joven democristiano, más intelectual o
de formación universitaria, seguramente porque era un infiltrado partidario de
las guerrillas.
Las
reiteradas preguntas eran en las oficinas y por las ventanas se podía ver una
zona al aire libre en cuyo otro extremo habían unos cuartos pequeños que
servían de dormitorios para los detenidos por varios días. En esos momentos
había siete u ocho detenidos, a los que habíamos visto caminar por turnos. Se
trataba de algunos personajes de izquierda que la policía suponía podían ser
colaboradores de la guerrillas del MIR, que en aquellas semanas se encontraban enfrentando
a las fuerzas del orden.
UN CURA
EXTRAVAGANTE
Uno de
los detenidos era el sacerdote suspendido Salomón Bolo Hidalgo o simplemente el
cura Bolo como se le conocía. A esas alturas ya era un personaje folclórico de
la política peruana. Había sido capellán del Ejército, luego fervoroso
partidario de la nacionalización del petróleo llegando a integrar por el año
1960 el “Frente Nacional de Defensa del Petróleo” y para las elecciones de 1962
había formado parte de la plancha presidencial del Frente de Liberación
Nacional, encabezada por el general César Pando Egúsquiza.
Cuando
las autoridades de la Iglesia lo suspendieron de sus labores sacerdotales, Bolo
había amenazado con consagrar toda la producción de las panaderías de la ciudad
en que había ejercido, creo que Huaraz. Tres años después de las elecciones,
Bolo ya no sólo era conocido como un luchador social, sino fundamentalmente
porque había comenzado a buscar figuración en cada ocasión que podía,
característica que se acrecentaría muchísimo más en los años siguientes. Le
gustaba la “peliculina”, se decía en esos años. Es un “figuretti” se diría hoy.
Frente a
la condena de la jerarquía católica por sus actuaciones políticas, entre los
años 1960 a 1962 los seguidores del suspendido sacerdote habían acuñado la
frase “Bolo no está solo”, que se coreaba en los mítines del FLN como forma de
expresar que sus posiciones contaban con respaldo.
El año
1965, Bolo vivía en una casa en la tercera cuadra de Domingo Elías en
Miraflores, en compañía de una señora cuyo papel no estaba muy claro para el
barrio. Y la familia Montero -que ya había dejado Barranco- habitaba la casa
colindante en la esquina de General Suárez con Domingo Elías. Algunas veces los
hermanos Carlos y Walter Montero, con algunos de sus amigos, se reunían en la
azotea de la casa. Cuando sentían algún movimiento en el patio de la casa del
costado, alguno de ellos gritaba “Bolo no está solo” y el resto coreaba “NO,
está con su mujer…”
“NO TE
CONOZCO…”
Regresemos
a San Quintín. Como a las cinco de la tarde, nos dejaron salir de las oficinas
a estirar las piernas en la zona al aire libre. En ese momento sólo había uno
de los detenidos que caminaba de un extremo a otro de la azotea: el cura Bolo.
Al reconocerlo, Carlitos Montero se puso más nervioso aún de lo que ya estaba.
Bolo caminaba lentamente, vestido con una desgastada sotana blanca, el pelo desgreñado,
luciendo una raleada barba y leyendo una biblia que sostenía con ambas manos.
Cuando
los cuatro nos cruzamos con el sacerdote de apariencia extravagante, éste
levantó la cabeza de su libro, hizo una venia a nuestro grupo y le brindó una
cálida sonrisa a Carlitos diciendo: que gusto volver a verlo amigo, mientras
que nuestro camarada le contestaba en voz baja: no te conozco, cura de mierda…
No
alcanzábamos a conocer las razones de Bolo para saludar a Carlos. O creía
reconocer a un joven vecino del barrio y quería mostrarse cortés o había
recordado a quien era uno de los que le gritaban desde la azotea y se vengaba
haciéndolo aparecer como una persona a quien conocía o frecuentaba bastante. Sí
estábamos seguros de las razones de la reacción de Carlitos: evitar que los
policías que trataban de desvincularlo de la DC catalogándolo como partidario
de la guerrilla y que en esos momentos vigilaban atentamente nuestros
desplazamientos, pudieran encontrar algún indicio en esa dirección debido al
trato cordial de Bolo.
Nosotros salimos de San Quintín al día siguiente, el cura Bolo pocas
semanas después. Estoy seguro, sin embargo, que después de ese breve encuentro
en la azotea de San Quintín, nunca más se escuchó en la esquina de General
Suárez con Domingo Elías el grito de “Bolo no está solo”.
alfredo peroque buena , tienes una memoria excelente, especialmente para los detalles
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