En
diciembre de 1958 terminé el colegio con 16 años y medio y 1.61 de estatura.
Era uno de los alumnos más bajos del quinto de secundaria y la cara de niño que
tenía no me terminaba de abandonar. A lo largo de toda secundaria había visto,
después de las vacaciones de los tres meses de verano, cómo mis pares
regresaban más altos luego de haber dado un “estirón”.
Cuando
Arturo Benavides –que años después sería Wilfredo, ya que ese es su primer
nombre- que era de mi tamaño aunque algo grueso, tanto que le decíamos
“papeado”, apareció no sólo espigado después de los tres meses de vacaciones
sino llevándome por lo menos 15 centímetros al iniciar el tercero de
secundaria, algo me hizo pensar que yo sería bajo, aunque en ese momento no me
inquietó mucho la idea.
CUANDO
LOS ESTIRONES PREOCUPAN
A quien
le preocupó bastante el “estirón” de Benavides fue a otro entrañable amigo,
Jorge Garrido, que todos los días se trasladaba al
colegio en bicicleta desde su casa en la avenida Bolognesi de Barranco. Un día
Jorge creyó encontrar la causa del “estirón” de nuestro compañero: el piñón
fijo de la bicicleta en que se movilizaba al colegio, desde su casa, cercana al
mercado N° 2 de Surquillo. En el obligado ejercicio que Benavides tenía que
hacer, pensaba Jorge, podía estar la explicación para su crecimiento. Aunque en
la mayoría de las bicicletas, que tenían piñón libre, se podía dejar de
pedalear cuando se alcanzaba alguna velocidad, en una bajada o sencillamente
para descansar, en las pocas que existían de piñón fijo no se podía dejar de
pedalear salvo que se levantaran las piernas mientras los pedales giraban
solos.
No estoy
seguro si Jorge logró que su familia le cambiara de piñón a su bicicleta. En
todo caso, para el siguiente año, al regresar de las vacaciones algo había
crecido, pero por cierto estaba lejano al “estirón” espectacular de Wilfredo
Arturo. De todas maneras Jorge salió todavía bajo del colegio –no tanto como
yo- y terminó de crecer estando en la universidad.
En mi
caso el “estirón” que sí me preocupó fue el de Rufino Ishii Ito, gran amigo,
siempre sonriente y amable, que era tan menudo como yo y que cuando lo
reencontré después de un verano me llevaba bastante centímetros de estatura.
Pero lo que me alarmó más fue darme cuenta que yo había quedado al nivel de uno
de sus hermanos dos o tres años menor que creo estudiaba también en el colegio.
En
quinto de secundaria, resignado a no integrar la escolta, ni mucho menos ser
brigadier como varios de mis amigos, desfilé en Fiestas Patrias a tres puestos
de la cola. Meses después, cuando terminé el colegio en diciembre de 1958, como
dije al inicio, era uno de los más bajos de la promoción.
Al
iniciarse el año 1959, con ese metro sesenta y uno me inscribí en el Partido
Demócrata Cristiano en febrero y había comenzado a crecer lentamente cuando
participé en octubre en el Primer Congreso Latinoamericano de la Juventud
Demócrata Cristiana que se realizó en Lima. Pero fue entre fines de ese año y
fines del siguiente que completé por fin mi propio “estirón” que me llevó hasta
el metro con setenta y ocho centímetros.
ME
RECORDABAN DE OTRO TAMAÑO
Lejanos
los años en que apenas sobrepasaba el metro sesenta, en diciembre de 1983, se
realizó la primera reunión de la Promoción 1958 de la GUE Ricardo Palma. Habían
pasado veinticinco años desde que dejamos el colegio. Más de 30 cuarentones nos
reunimos para un almuerzo de confraternidad en el recreo
restaurante Cream Rica de Surquillo. Como era un local muy amplio, también se
encontraban y celebraban otros grupos. Estábamos reunidos y haciendo los
primeros brindis en un gran jardín, antes de pasar a la gran mesa en que
almorzaríamos. Cuando aparecía algún
nuevo comensal, eran estruendosos los gritos de saludo, apenas alguno reconocía
a un antiguo condiscípulo. Y por todo lado sonaban las carcajadas que
acompañaban los recuerdos de las épocas escolares. En por lo menos un caso,
entró un tipo al que todos miramos y volvimos a seguir en nuestras
conversaciones, ya que ese calvo, en apariencia cincuentón, seguramente llegaba
para una reunión con otro grupo, hasta que alguien lanzó un grito “Es el loco……
el loco Rivas….”
Mientras
llegaba la hora de ir a las mesas, en el amplio jardín del Cream Rica se
formaron varios grupos de conversación mientras se realizaban algunos brindis.
Por cierto los grupos iban cambiando de integrantes, ya que todos querían
conversar con la mayor cantidad de sus antiguos “compañeritos” y saber qué
hacían en la vida. Hubo muchas sorpresas por coincidencias que habían tenido
las trayectorias de algunos. Creo incluso que se comprobó que dos integrantes
de la promoción habían estado trabajando para un mismo empleador sin haberse
reconocido.
Un buen
rato estuve conversando con Jorge Garrido y Néstor Asparrin, a los que
indudablemente trataba con la familiaridad de quienes se conocen de toda la
vida, pese a no habernos visto en más de dos décadas. En un momento de la
conversación, Jorge bajó la voz y me pregunto señalándome a uno de los
presentes: ¿Quién ese medio calvo con lentes ahumados, que fue quien me buscó
en la casa para avisarme de esta reunión? Germán Neyra, le respondí. ¿Ese que
era bien flaquito de pelo castaño y ojos verdes? Ese mismo le dije. ¡Cómo
cambia la gente!, sentenció Jorge. Seguimos conversando unos minutos y de
pronto dijo: A quien tengo ganas de saludar, porque no lo veo hace 25 años es a
Alfredo Filomeno, ¿crees que vendrá? Solté una carcajada, al igual que Nestor y
le dije: ¡Con quién crees que estás hablando!
Y a los
41 años escuché que Jorge me decía ¡cómo has crecido Alfredito!, una frase que
–en medio de la risa- también me conmovió, porque no es usual que a uno se la
digan a esas alturas de la vida, pero también porque pensé lo satisfecho que me
hubiese sentido si hubiera escuchado esas palabras 26 ó 27 años antes, cuando
en tercero o cuarto de media veía que poco a poco mis compañeros me iban
sobrepasando en tamaño…
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