Estoy casi
seguro que fue una noche de marzo al terminar un caluroso verano. Podría haber
sido en 1956 o 1957. Aunque tengo buena memoria, hay sucesos de los cuales a
veces no quiere acordarme, pero que sin embargo, los recuerdo incluso con
detalles. No tener precisión en la fecha creo que es una forma que mi mente
utiliza para tratar de convencerse que quizá las cosas no ocurrieron así. Pero
ocurrieron. Que dude si en ese momento estaba a punto de cumplir 14 o 15 años no
resulta significativo. Lo importante es que estoy seguro que alrededor de las 8
de la noche, salí del Hospital del Niño con aparente tranquilidad llevando un
bebe en brazos. La criatura tenía unos ocho meses de haber nacido y un par de
horas de haber fallecido…
Serían las siete
de la noche cuando en mi casa en el Rímac, en el jirón Marañón, sonó el
teléfono. Contesté. Era mi madre. “Ven al hospital del Niño” y antes que le
preguntara a qué hora quería que fuera, se adelantó a mi pregunta y añadió:
“Ahora mismo y vente con tu casaca” y cortó. No la sentí nerviosa, pero si
urgida. Como estaba en camisa, agarré mi casaca no muy gruesa y salí rápido
hacia el jirón Trujillo a media cuadra de mi vieja casa. No tuve que esperar
mucho para tomar el pequeño tranvía de la línea 2 cuyo paradero inicial estaba
en la cuadra 4 o 5 de la ancha avenida Francisco Pizarro. Faltaban algunos años
todavía para que esa avenida fuera cortada casi a esa altura por la
prolongación de la avenida Tacna cuando se construyó el Puente Santa Rosa y
desaparecieron el puente de fierro del antiguo tren a Ancón y un endeble puente
de madera que estaba a su lado (Ver crónica “El Puente de palo” del 1
de noviembre de 2012).
Me parece que
el trayecto hasta el Hospital del Niño no duró más de 20 minutos a pesar que
había algo de tránsito debido a la hora y que nos detuvimos en varios semáforos.
Después de cruzar el Puente de Piedra, atravesamos el centro de Lima, pasando por
la Plaza de Armas, la Plaza San Martín y la Plaza Bolognesi y llegamos a la
avenida Brasil. En la esquina de la cuadra 5 me bajé y avancé unos treinta metros
a la entrada del hospital.
CREÍ
ENCONTRAR A UN NIÑO ENFERMO, PERO LLEGUÉ DEMASIADO TARDE
En el
trayecto había pensado qué necesitaba mi madre. En la clínica del hospital se
encontraba internado desde hacía un par de días el hijo de Ana, amiga de mi mamá.
No recuerdo cómo se conocieron. Sí que vivía en una casa larga en la tercera
cuadra del jirón Virú y nosotros habíamos vivido en la segunda cuadra varios
años. Su casa se comunicaba con un taller de propiedad de su esposo que hasta
donde recuerdo, se dedicaba al arreglo y cromado de artículos de metal. A la tienda
y/o oficina de atención se ingresaba por el jirón Ayabaca, ya que quedaba en la
esquina de este jirón con Virú. La única hija que tuvieron durante varios años
era un par de días menor que la segunda de mis hermanas y estudiaban juntas en
el colegio. Después de muchos años, quizás 8, había nacido otro hijo a quien
por no tener pelo le llamábamos “Tiravanti” que era el apellido de un profesor totalmente
calvo amigo de mi padre. En esos días el niño tendría ocho o diez meses y
estaba hospitalizado debido a una fuerte deshidratación originada por una
fuerte infección estomacal. Mi mamá había estado desde el día anterior yendo a
acompañar a la madre, quien le pidió que su hija mayor se quedara en mi casa.
Cuando
ingresé quedé sorprendido al encontrarme con la señora Ana llorando
inconsolablemente, mientras que el bebe yacía quieto en una camita con
barandas. Mi madre me informó: “Lo trajeron hace casi dos horas, acababa de
morir en la sala de emergencia. El médico dijo que se hizo todo por salvarlo
pero que su cuerpecito no resistió”. Y luego me dijo que el médico había
indicado una “toxicosis” como razón de la muerte. Añadió que Ana quedó muy
golpeada por la noticia pero que de alguna manera estaba preparada desde la madrugada
anterior que lo había internado grave. Siguió hablándome: Lo vestimos para
llevarlo a velar a su casa, ya Pedro –el padre de la criatura- está viendo todo
con una funeraria para el velatorio y entierro y te llamé, por si era necesario
ayudar al momento de irnos a su casa. Asentí mudo.
Desde que
tuve unos diez años acompañé algunas veces a mi mamá. Era bastante joven y
alguna vez que tomó por un par de semanas unas clases de algún tipo de
manualidades pasaba todos los días a las siete de la noche para acompañarla
desde una casona en la cuadra seis o siete del jirón Carabaya hasta nuestra
casa en el Rímac. Caminábamos juntos y conversando las diez o doce cuadras que
había que recorrer para llegar al jirón Marañón. Alguna vez, una de sus
compañeras de estudio que ya me había visto días atrás, me sonrió y me dijo “tu
hermana ya está saliendo…”. Cuando se lo conté nos reímos un buen rato. Es que
tendría yo unos 12 o 13 años y mi madre 30 o 31.
UN ENCARGO
DIFÍCIL: LLEVARME EL PEQUEÑO CADAVER
Pero esa
noche en el hospital, la cara de mi madre estaba bastante lejos de la sonrisa
cuando me dijo: “hace un momento cuando ya estábamos listas para salir vino una
enfermera para decirnos que no podíamos llevarnos el cuerpecito porque
necesitaban hacerle autopsia”. Sus últimas palabras las dijo bajando bastante
la voz mientras que se alejaba de su amiga. Luego añadió: “Ana está sufriendo y
sin dormir desde anteayer que el bebe se la pasó llorando en su casa. No
aguanta más, menos que se lleven a examinar el cadáver de su hijo…”. Seguramente
la cara que puse fue de comprender el problema, al mismo tiempo de no saber
para qué estaba allí…
Mi madre
puso a la criatura en un "portabebé", que era un aditamento de tela reforzado por
adentro con un acolchado y cubría a las criaturas hasta la cabeza, dejando sólo
la cara al aire y se cerraba con un cierre relámpago. Luego me indicó mi rol
esa noche: Lo cargas y te lo llevas. Si alguien en el hospital te pregunta,
estás paseando a tu hermanito que no se termina de dormir. Cuando salgas,
caminas hasta la esquina, tomas un taxi y te lo llevas a su casa. Cuando te
embarques, llamaré por teléfono a Evi, la hermana de Ana que ahora está en la
casa, para que te espere. Yo llegaré con Ana unos quince o veinte minutos después.
Me sentí
acalorado e intenté quitarme la casaca, mi madre me hizo un gesto para que no
lo hiciera, mientras me decía “Con la casaca se te ve mayor…” y me entregaba un
billete de diez soles.
UN
TRASLADO FELIZMENTE TRANQUILO
Cinco
minutos después, salí del cuarto llevando en brazos a “Tiravanti”. Mi madre le
dijo a la señora Ana que la esperara unos minutos y me siguió a unos metros de
distancia. Me dirigí resueltamente a la salida, empuje la puerta de vidrio,
saludé a un vigilante y avance hasta alcanzar un taxi. Subí por la puerta
trasera y le dije al chofer “A la tercera cuadra del jirón Virú en el Rímac”.
¿A Barraganes?, me dijo. Exactamente, le contesté. Hasta el siglo XIX cada
calle tenía su nombre y cuando por el crecimiento de la ciudad fue necesario establecer
la denominación de avenida o jirón para varias calles consecutivas, durante muchas
décadas se siguieron utilizando los nombres de las calles en el Centro de Lima,
en los Barrios Altos y Bajo el Puente, que desde 1920 sería distrito y se llamaría
Rímac. La tercera cuadra de Virú era Barraganes, como la segunda donde había vivido
hasta 1948 era Cruz de Lazo o Rastro Nuevo (Ver crónica
“Cambié de casa en octubre de 1948” del 27 de noviembre de 2012). La
primera cuadra era Condesa y la cuarta cuadra -donde también había vivido aunque
no recordaba nada de esa casa- se llamaba Cabezas.
Cuando
avanzó el auto noté a mi madre que entraba al hospital luego de asegurarse de
mi partida. Como no era usual que un muchacho que no llegaba a los quince años,
además con cara de chiquillo, subiera con un crio en brazos, dije en voz alta,
como comentando con el chofer, “Ojalá no se despierte” y éste me preguntó
preocupado si mi hermano había estado enfermo u hospitalizado. No, él no, sino
otro que está en emergencia para que le enyesen un brazo pero los médicos están
muy ocupados y están demorando. Mientras esperábamos, el bebe se quedó dormido
y mi mamá me manda a la casa para que lo acueste mi abuela ya que ella todavía
tiene para rato en el hospital, fue más o menos lo que le dije y parece que fui
convincente, porque el chofer se concentró en manejar...
Mientras
que el auto avanzaba hacia las calles del centro de Lima iba pensando si lo que
estaba haciendo era correcto o no. ¿Estás robando un cadáver? fue una pregunta
que me sonó horrenda y la cambié por ¿Está bien llevarte el cadáver de un niño
sin que le hayan hecho la autopsia? Si la autopsia es para saber de qué ha
muerto una persona y ya el médico había indicado que fue debido a la toxicosis,
estaba justificada mi acción ya que estaba evitando un mayor dolor a su
desconsolada madre, me dije y quedé tranquilo conmigo mismo…
Pero
surgió otra preocupación: cómo reaccionaría el chofer del taxi si al llegar a
la casa encontraba, junto a la hermana de la señora Ana, a algunas otras
personas llorando o sollozando. Felizmente pronto se me ocurrió una solución…
Cuando
pasamos por detrás de Palacio de Gobierno y cruzamos el Puente de Piedra e
ingresamos al jirón Trujillo y luego a Francisco Pizarro, le dije al chofer que
volteara antes de Malambo –como se denominaba la tercera cuadra de Francisco
Pizarro- y que me dejara al terminar esa cuadra. La casa está muy cerca de la
esquina y así nos evitamos una “vueltota” y me demoro menos, le explique. Pagué
con el billete y algunas monedas recibí de vuelto. Al bajar me despedí y avancé
como si fuera a cruzar la pista. Mientras el taxi se alejaba, hice como si
esperaba que pasara un vehículo que venía por esa tercera cuadra de Virú. No
crucé sino avancé unos metros hasta llegar a la casa.
DÍA TRISTE
CON MUY POCA COMPAÑÍA
Toqué la
puerta y me abrieron inmediatamente ya que esperaban mi llegada. Estaban dos o
tres mujeres, una de ellas Evi tía del pequeño difunto. Les entregué al bebe
que llevaron presurosas hasta su dormitorio, mientras que yo prácticamente me
desmoronaba sobre un sillón de la modesta sala.
Casi media
hora después llegó mi mamá con su inconsolable amiga quien rápidamente se
dirigió al dormitorio donde estaba el bebe. Mi madre me preguntó cómo había
estado el trayecto en el taxi. Muy bien, le dije. ¿Y tú cómo te sientes? añadió
mirándome la cara e imaginando mi desasosiego. Muy mal le contesté…
Luego de
un rato llegó don Pedro acompañado de unos dos o tres hombres. Ingresaron al
dormitorio con un pequeño ataúd blanco que luego sacaron con el bebe adentro
para ponerlo al centro de la capilla ardiente que habían preparado en la sala.
Me quedan pocos recuerdos de esa noche de un velorio con muy pocos asistentes y
casi ningún recuerdo del entierro al día siguiente. Sí quedaron grabados en mi
mente los veintitantos minutos que llevé un niño muerto entre mis brazos…
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