viernes, 21 de noviembre de 2014

DE EUROPA AL CARIBE SIN DINERO (1970)

En la noche del 13 de setiembre de 1970, después de despedirme de mi amigo Julio Da Silva que se dirigía de regreso a Bruselas desde Gare du Nort, una enorme estación en París, lamenté no haberle pedido más dinero de préstamo para el resto de mi viaje de regreso a Lima. Dos días antes en Bruselas cuando me dijo que podía prestarme dinero con cargo a que se lo pagara en Lima cuando él regresara, yo le había contestado que necesitaba cien dólares (Ver crónica "En París sólo comí pan y queso" del 24 de marzo de 2014). No hubiese sido problema decirle el doble tanto para que me lo prestara como para que le pagara después.

Caminé un largo trecho para llegar al Barrio Latino donde estaba mi hotel. Y decidí que mi último alimento del día sería un litro de leche. Encontré una bodega y perdí no menos de diez minutos para que un antipático tendero francés me vendiera una botella. Leyendo la palabra leche en francés en la botella -lait- cada vez que intentaba pronunciarla para pedirla el tipo me indicaba con palabras y señas que no entendía. Creo que repetí por lo menos cinco veces la palabreja y si bien estoy seguro que nunca la pronuncié bien, también estoy seguro que no le dio la gana de entenderme. Incluso cuando traté de señalarle con el dedo lo que quería me ignoraba completamente. Sólo me quedó esperar porque ese domingo en la noche sería difícil encontrar otra bodega abierta. Felizmente entró una señora mayor a la que le pedí por señas que pidiera la botella al  tipo. Me la dio de mala gana, le pasé a la señora el dinero para que cobrara con la seguridad que a ella no le haría ninguna trastada con el vuelto. Y ya con la botella de leche en la mano me tomé pausadamente el litro…

Al terminar mientras me dirigía a mi modesto hotel, me acorde que en 1964 el litro de leche tomado en la mañana en Madrid era el único alimento seguro que tenía para cada uno de los cuatro días que allí pasé. También pensaba que al día siguiente arribaría justamente a Madrid reanudando mis actividades políticas y no sabía cómo me iría con las comidas, considerando el poco dinero que tenía.

Pese a las intensas caminatas en Bruselas y en París conversando con Julio como buenos amigos -aunque el tema partidario no estuvo ausente- luego de participar varios días en una reunión del Comité Mundial de la Unión de Jóvenes Demócratas Cristianos, UIJDC realizada en Roma hasta el 10 de setiembre de 1970, habían servido de reparador descanso antes de comenzar una intensa semana de conversaciones en cuatro países distintos. Debía aprovechar mi viaje de regreso a Lima para informar sobre la culminación en Santiago de Chile del IV Congreso de Juventud Demócrata Cristiana de América Latina a delegaciones que habían estado en Quito, a fines de mayo, en la primera parte del IV Congreso de la JDC de América Latina pero que no pudieron llegar a su parte final en Santiago de Chile  en los primeros días de agosto. El congreso se había suspendido después que la policía ecuatoriana detuvo a varios delegados para expulsarlos por orden del gobierno (Ver crónica "Expulsado de Ecuador, con el Papa en Roma" del 28 de enero de 2014).

En San Juan tenía previsto conversar con dirigentes de la JDC cubana residentes en esa isla, así como con una organización juvenil social cristiana de Puerto Rico. Además debía verme con los dirigentes dominicanos e intentar nuevamente conversar con los jóvenes copeyanos en Caracas.

Mi escala en Madrid se debía a que allí debía conversar con un dirigente caribeño, estoy casi seguro que cubano, pero que 34 años después sólo recuerdo que era importante reunirme con él pero no tengo claro de qué se trataba. En todo caso traté infructuosamente de encontrarlo con los teléfonos que tenía pero fue inútil.

DOS DÍAS PERDIDOS EN PARÍS Y MADRID

Pero la noche del domingo 13 de regreso a mi hotel en París aun no sabía que mi escala en Madrid podía haberla ahorrado como también ahorrado el dinero que gasté por hacerla. Al día siguiente estuve a las 10 de la mañana en el aeropuerto Le Bourget, muy cercano a París y que es el primer aeropuerto que tuvo la ciudad. Como era Orly el principal aeropuerto parisino, Le Bourget se estaba usando menos, tanto que unos siete años después sería cerrado para el tráfico internacional y en 1980 dejaría de funcionar también para vuelos internos, limitándose a los aviones privados de hombres de negocios. Por diversas razones el vuelo que tenía que partir a mediodía se fue retrasando varias veces e hizo que llegara fastidiado, cansado y sudoroso a la capital española a las 10 de la noche, subir al bus a la ciudad, tomar el metro y caminar hasta una pensión a la que llegué bastante pasadas las 11 de la noche sólo para tomar un baño y echarme a dormir…

Al día siguiente, me levanté temprano para evitar tener que esperar en el baño común de la pensión. Me duché y afeité y regresé a cambiarme a mi habitación. Pasé a tomar desayuno al comedor antes de las 8 de la mañana. No había nadie, salvo una chica que me sirvió un café con leche y un par de panes mientras me miraba intrigada. Le mostré las dos o tres mesas vacías y pregunté si ya había salido la mayoría de huéspedes. Es muy temprano, me contestó, mientras seguía mirándome fijamente. Terminé de desayunar unos quince minutos después y cuando estaba por retirarme me preguntó tímidamente si yo tenía alguna enfermedad en la piel. No ¿por qué piensas eso?, respondí. Es que se ha bañado, replicó. Lo hago todas las mañanas, dije. Anoche cuando llegó también se bañó, insistió. Sólo fue porque había estado todo el día en ajetreos en aeropuertos, aviones, buses y metro, dije dando por terminado el diálogo. Asintió con la cabeza pero la cara no daba muestras de convencimiento.

Lo primero que hice al salir fue chequear mi vuelo en la línea aérea Iberia. Y después me pasé varias horas caminando y llamando desde teléfonos públicos a la persona con la que debía entrevistarme -creo que se llamaba Felipe Álvarez- pero no pude encontrarlo. Cansado y hambriento, pasadas las cuatro de la tarde almorcé algo ligero y barato sabiendo que sería mi única comida en Madrid, ya que alrededor del mediodía había hecho una pausa para tomarme sólo un café. Continué casi sin esperanzas mis caminatas y llamadas telefónicas hasta que a las siete de la noche -o de la tarde como se diría en España- regresé caminando a la pensión. Estaba tan exhausto que estuve a punto de entrar al baño para ducharme, pero recordé el comentario de la chica esa mañana y opté por descansar tranquilamente una hora en mi habitación.

La pensión quedaba en un cuarto piso de una casona antigua, el ascensor era posterior a la construcción y se había instalado en el hueco formado por los distintos tramos de la escalera. Como había comprobado en mi primera vista a Madrid seis años atrás, el ascensor era para ascender no para descender por lo que no tenía botón de llamada para bajar (Ver crónica "Llegue a Madrid con ocho dólares" del 19 de julio de 2013). De manera que dejé la maleta junto a la puerta, bajé apresuradamente por las escaleras para subir en el ascensor al cuarto piso y meter la maleta para bajar.

CAMINANDO EN EL VIEJO SAN JUAN

En el aeropuerto embarqué mi maleta y me senté a esperar mi vuelo. Salí a la una de la mañana. Por la hora sirvieron algo de comida y después de un buen rato me quedé dormido. Cuando me desperté habían pasado más de cinco horas y habían comenzado a servir el desayuno.  Era un desayuno americano que resultó lo más contundente que había comido desde el lomo saltado preparado por Julio en Bruselas el viernes anterior.

Cuando aterricé en San Juan de Puerto Rico no eran aun las cinco de la mañana del miércoles 16, por la diferencia horaria mi cuerpo me decía que eran las diez. Primera vez que pisaba tierra oficialmente norteamericana y no tenía visa… Pero sí sabía que podía estar hasta tres días siempre y cuando tuviera mi pasaje de salida confirmado y así era. El trámite fue más sencillo de lo que pensé. Mi maleta quedó en un depósito de equipaje en tránsito y el agente de inmigración que me atendió con mucha amabilidad me dijo que mi pasaporte quedaba en custodia y me dio una contraseña para reclamarlo antes de embarcarme al día siguiente. Cuando salí al hall poco después de las 6 llamé por teléfono a Ignacio Azcoitia, dirigente de la Juventud DC de Cuba que había conocido en Quito. Para mi tranquilidad lo encontré, aunque no podría verlo hasta las dos de la tarde que salía de su trabajo. Quedamos en  que nos encontraríamos en la plaza Colón para luego almorzar juntos y ver de conseguirme un alojamiento barato. Intenté también ubicar a esa hora a William Torres dirigente juvenil portorriqueño, pero sin éxito.

Con el estómago lleno y habiendo dormido algunas horas en el avión, con un maletín que no pesaba mucho, me dirigí a caminar por el viejo San Juan admirando una ciudad típicamente producto de la colonización española. Me senté a descansar más de una vez en sus malecones mirando tranquilamente el mar Caribe. Esas horas -salvo una interrupción para hacer alguna gestión en la línea aérea en que continuaría viaje- me sirvieron para relajarme. Incluso sentado con el mar al frente en más de oportunidad dormité por varios minutos.

Poco después de las dos de la tarde nos saludamos efusivamente con Ignacio, uno de los expulsados en Quito. Luego almorzamos algo ligero porque tenía que trabajar en la tarde, me dijo que esa noche dormiría en su casa y que a las seis de la mañana del día siguiente me dejaría en el aeropuerto. También me informó que había localizado a William Torres  con quien me encontraría a las cinco de esa tarde. Guardó mi maletín en su auto y quedamos en encontrarnos a las 8 de la noche con él y con algunos de sus compañeros. Tuve tiempo de caminar algo más hasta mi encuentro con William, un robusto muchachón a quien había conocido tres años antes en el III Congreso de la JUDCA en El Salvador. Pude conversar por un par de horas con él y no hubo oportunidad de conversar con otros dirigentes de una organización asociada al Partido Acción Cristiana, creado diez años antes con posiciones independentistas, pero que no logró asentarse plenamente, menos aún después que en 1967 en un referéndum el 60% de los votantes apoyó que Puerto Rico fuera un Estado Libre Asociado de los Estados Unidos de América.
PSICOSIS DE GUERRA

Después me reuní con Ignacio Azcoitia y algunos dirigentes más de la JDC cubana. Tenían una posición singular. No estaban radicalmente en contra del gobierno de Fidel Castro, sino querían dialogar con él y, hasta donde recuerdo, eventualmente ofrecerse para colaborar en asuntos puntuales con su país. Somos una generación que no eligió el exilio, nuestros padres nos sacaron de la patria sin posibilidades de optar porque éramos muy niños, sostenían. Ese planteamiento los había alejado  de las fuerzas del exilio cubano, incluido el propio Partido DC de Cuba.

De ese alejamiento fui testigo cuando al terminar la reunión pasamos por una cafetería donde se encontraban un grupo de cubanos, mayores todos de cuarenta años, entre los que se encontraba Antonio José Molina a quien había tratado de ubicar telefónicamente durante ese día. Con él había compartido un seminario realizado en varios países europeos desde fines de agosto hasta mediados de octubre de 1964 junto con otros 23
dirigentes demócratas cristianos de catorce países de América Latina. Al abrazo cordial que nos dimos, siguió casi inmediatamente  un cuestionamiento por las “malas juntas” con las que yo andaba. Inmediatamente se pusieron a discutir con respeto pero con firmeza entre los dos grupos.

Pero tensos como fueron esos momentos, no fueron nada comparados con los que había vivido algunas horas antes cuando caminando por una avenida sentí gritos aterradores que me hicieron sobresaltar pensando en algún monstruo extraído de alguna película de terror. Pero lo que vi fue un hombre joven que miraba asustado a todos lados mientras avanzaba tambaleante para arrojándose al piso y cubrirse la cabeza lanzando esos alaridos y segundos después reiniciar la marcha para volver a echarse y gritar. Como él hay muchos otros jóvenes portorriqueños que han regresado así después de estar en Vietnam, me explicaron mis acompañantes antes de señalar que el porcentaje de jóvenes portorriqueños y latinos en general, así como el de los afroamericanos que luchaban en la guerra era bastante más alto que el de los jóvenes blancos. Más de 40 años después tengo el recuerdo estremecedor de ese muchacho cuyo cuerpo estaba en San Juan pero cuya mente estaba por momentos escondiéndose de las armas de fuego en la jungla de Vietnam…

Esa noche dormí en la casa de la familia Azcoitia y a las seis de la mañana me desperté con el sonido del despertador que me habían facilitado y con el recuerdo de los gritos. Después de un buen desayuno, Ignacio me dejó en el aeropuerto. Fui a la oficina donde había quedado mi pasaporte y el encargado me envío con un empleado a hacer el chequeo del pasaje y pasar el control migratorio. Recién cuando estuve sentado en la sala de embarque me devolvió el documento.

BUSCANDO Y ENCONTRANDO RAFAELES

Eran las 10 de la mañana cuando el avión de la hoy desaparecida línea aérea Pan American aterrizó en Santo Domingo y me dirigí al centro de la ciudad a un hotel cómodo y barato que me habían recomendado en San Juan. Para mediodía ya había localizado a dos dirigentes de la Juventud del Partido Revolucionario Social Cristiano: Eric Báez y Rafael Alcántara a quienes informé sobre los acuerdos tomados en Chile, así como lo avanzado en la reciente reunión del Comité Mundial.

Traté de ubicar a dos dominicanos que había conocido en el mencionado seminario en Europa en el segundo semestre de 1964: Caonabo Javier Castillo y Rafael Carbajo. El primero era secretario general del PRSC con unos 35 años cuando lo conocí, tuvo una destacada trayectoria política en su país. Exiliado en Argentina cuando era dirigente estudiantil luchando contra la cruel dictadura de Rafael Trujillo, fundador del PRSC,  embajador itinerante ante varios países sudamericanos del breve gobierno constitucionalista del Coronel Francisco Caamaño en 1965 en momentos de la invasión norteamericana y en oposición en esos momentos al gobierno de Joaquín Balaguer. No logré ver a Caonabo en esa oportunidad ni posteriormente. Supe sí que murió en 1997 luego de ser parlamentario y canciller de su país. Tampoco logré conversar con Rafael Carbajo de mi edad  y que era dirigente de la juventud social cristiana cuando lo conocí. Si pude conversar con Rafael Camilo, dirigente estudiantil, formado en Chile y que en esos momentos había comenzado a tomar distancia del PRSC.

No era una coincidencia que entre las personas que menciono la mayoría tuviera como nombre Rafael. Entre los jóvenes que en esa época tenían entre 20 y 35 años era un nombre usual, consecuencia de la dictadura de Rafael Trujillo entre 1931 y 1962, conocida como la “era de Trujillo”, en que éste fuera presidente varias veces y algunas otras a través de su hermano u otras personas. En esa etapa además de la represión a los opositores existió un total culto a la personalidad, a tal punto que a la ciudad de Santo Domingo se le cambió de nombre a Ciudad Trujillo…

Justamente Joaquín Balaguer quien presidía el país cuando llegué, fue el último presidente de la era de Trujillo que acabó en 1962. Posteriormente, había resultado ganador de unas controvertidas elecciones impuestas en 1966 por los norteamericanos después de derrocar a Caamaño y sería reelecto por dos periodos más y luego de algunos años otra vez por tres periodos consecutivos en elecciones cada  vez más discutidas.  Incluso luego de su última reelección en 1994 la grave crisis política generada sólo acabó con el acuerdo político de que su mandato se acortara a dos años por lo que dejó el poder a los 90 años.

RUMBO A CARACAS CON UN DÓLAR EN EL BOLSILLO

Al día siguiente, viernes 18 de setiembre, después de conversar y almorzar con algunos de dirigentes amigos,  dejé Santo Domingo a las cinco de la tarde. En algún momento habíamos mandado mensaje de mi llegada a los dirigentes juveniles del COPEI, Partido Social Cristiano de Venezuela, pero no estaba seguro si me esperarían en el aeropuerto de Maiquetía. Si no encontraba a nadie esperándome tendría que tomar un auto colectivo -carro por puesto, creo que se llamaba- que cobraba 5 bolívares por pasajero. Pero yo sólo tenía un dólar en el bolsillo que al cambio eran 3 bolívares y medio. Cómo llegué finalmente a Caracas y cómo me desenvolví allí ya es otra historia…

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