Calculo
que tendría no más de diez u once años, en un mes de verano yendo con mi padre
en un ómnibus de Miraflores a Lima por la avenida Arequipa, cuando notamos en
la cuadra 37 en el distrito de San Isidro que la construcción de una imponente
residencia estaba ya en su parte final, en los acabados. Sin duda que en pocos
meses se inauguraría. Pero unas cuantas semanas después, al pasar frente a la
construcción que pensábamos ya concluida, vimos que el acceso de la puerta
principal a la avenida se encontraba tapiado. ¿Qué había pasado?
Hasta ahora me acuerdo cómo mi padre me había hecho notar, cuando la construcción aparentemente avanzaba sin problemas, que sus propietarios y particularmente los arquitectos habían aprovechado que un terreno de unos 600 metros cuadrados por lo menos, con el frente principal de unos treinta metros sobre la calle La Florida o Florida, tenía una especie de cuchilla que se prolongaba estrechándose hasta la avenida Arequipa, donde terminaba en un frente de no más de cuatro metros para sacarle el máximo de provecho.
Es que, yendo contra todo lo esperado, no reservaron para la avenida algún detalle arquitectónico o alguna puerta de servicio, sino decidieron situar allí la entrada principal de la residencia. De esa manera ese pequeño espacio permitía que la casa quedara sobre una de las avenidas residenciales más importantes de la capital en esa época Lo poco que se veía al pasar desde el ómnibus mostraba una elegante entrada con ribetes muy bien tallados y largos ventanales en lo que podría ser una especie vestíbulo después de lo cual se abría ampliamente una residencia de dos pisos.
No por esa época, sino algunos años después, cuando casualmente pasé por allí comprobé que en la calle del costado se veía una amplia puerta falsa y por lo menos tres puertas de cocheras a una altura que indicaba que se había construido por debajo del nivel de la calle y amplios ventanales de madera tallada. Es decir, si bien se había buscado lograr la entrada por la avenida Arequipa, no se había descuidado en nada la elegancia de todo el inmueble.
Pero volvamos a la pregunta que nos hicimos con mi padre en 1952 o 1953, al comprobar que los cuatro metros del terreno sobre la avenida Arequipa habían sido tapiados: ¿Qué había pasado?
Situémonos en el lugar y en esa época. El lote colindante quedaba en la esquina de la avenida Arequipa con la mencionada calle Florida. Era un bonito chalet de dos pisos, de unos diez años de antigüedad, que terminaba a su izquierda en un pequeño y alargado jardín debido a que el terreno no tenía fondo suficiente. El estrecho jardín tendría unos cuatro metros de largo por tres en el fondo al inicio y sólo uno al terminar en una pared. Inmediatamente después de esa pared se iniciaba el espacio donde tendría la salida la nueva residencia. Al parecer el dueño del chalet se enteró que esos cuatro metros del terreno en realidad le pertenecían a él y lo tapió.
¿Qué pasó? ¿Un terreno amplio que algunos familiares recibieron en herencia y que se dividieron, más o menos al ojo, y que luego uno reparó que había una parte que era suya? Podía ser, nos decíamos, pero eso tenía solución rápida y amigable ya que eran no más de tres o cuatro metros cuadrados lo que estaba en disputa. Y si no era una simple cesión, dado que ese pequeñísimo terreno no servía en nada al dueño de la casa existente y era vital para el propietario de la casi terminada, era cuestión de lograr un arreglo monetario, donde uno podía pedir una cifra absolutamente alta y el otro sólo le quedaba pagarla.
Pero esas preguntas que nos hicimos con mi padre, comenzaban a generar otras en los siguientes veranos, cuando seguíamos viendo la imponente casa terminada, pero con el acceso a su puerta principal que continuaba tapiado. ¿Resultaba demasiado alto lo que uno pedía por el pequeñísimo pedazo de terreno?, ¿Teniendo el otro un enorme caserón que no podía utilizar, porque no se limitaba a pagar lo que le pedían? Finalmente llegamos a la conclusión que el dueño de la casa de la esquina no quería vender a ningún precio esos tres metros cuadrados que de nada le servían. Nos imaginábamos algún tipo de diferencia que se había convertido en odio irreconciliable que descartaba cualquier solución. De hecho pensábamos en esos líos familiares que al no arreglarlos rápidamente se hacen eternos y, que cuando pasa el tiempo, nadie sabe a ciencia cierta cómo se iniciaron.
Durante algunos años fue lo más natural pasar por esa cuadra de la avenida Arequipa y ver que la casa de la esquina había prolongado el césped hasta llegar a la punta del triangulo en que terminaba el terreno. Y se había elevado a un par de metros el muro que lo separaba de de la casa inconclusa y deshabitada que quedaba detrás. El muro cualquier transeúnte lo podía comprobar al pasar por la vereda, incluso paulatinamente se notaba el deterioro de una construcción abandonada y sin ningún tipo de manteniendo. Pero desde las ventanas de los ómnibus que nos trasladaban por la avenida algunos además podíamos comprobar que estaba inhabitada.
Valga recordar que por esa avenida se podía ir desde la avenida Armendáriz en el límite de Miraflores con Barranco hasta la Plaza San Martín en el centro de Lima, recorriendo toda la avenida Larco en ese distrito y las 52 cuadras de la avenida Arequipa, atravesando varios distritos y la avenida Wilson -hoy denominada Garcilaso de la Vega- desde donde se volteaba para llegar a la plaza ya mencionada. Similar ruta la cubrían los “colectivos”, autos que llevaban hasta cinco pasajeros y hacían el recorrido mucho más rápido. Para movilizarse entre Miraflores y el cercado de Lima también se podía utilizar los tranvías que recorrían el Paseo de la República (ver crónica “Los tranvías de mi tiempo” del 16 de febrero de 2013) o los buses que salían de los inicios de la avenida Tacna, cuando aun no se pensaba en que se iba a construir el puente Santa Rosa y llegaba a Trípoli, una pequeña callecita de Miraflores.
Pero regresemos a la avenida Arequipa. Un día, quizás a mediados de los sesenta, aun desde la vereda se podía notar que algunas personas habían comenzado a vivir en la casona. Por los cartones y plásticos colocados en las ventanas resultaba claro que no se trataba de ningún tipo de ocupación formal, sino de la invasión de una casa abandonada. Si uno se daba una vuelta por la calle adyacente se notaba más cartones y plásticos, junto con ropa puesta a secar en cordeles. Y algunas maderas y esteras en el techo para ampliar la cantidad de habitaciones de la casa…
Es fácil imaginar lo que había pasado, luego que seguramente sus propietarios agotaron todas las formas de lograr que se habilitara su entrada. Si bien en los primeros meses y hasta años, mientras mantenían la esperanza en un arreglo, probablemente mantuvieron vigilantes para que nadie tratara de robarse aparatos sanitarios que sin duda ya estaban instalados o los enchapados en madera que en muchas ventanas se veían y que en algunas habitaciones era posible que hubiese. Pero es seguro también que en algún momento se dieron cuenta que no era posible vencer la terquedad –no sabemos finalmente a qué debida- y que nunca podrían habitar la casa. Peor aún, tampoco podrían venderla ni alquilarla porque nadie querría un enorme caserón sin puerta de entrada… Y en ese momento decidieron dejar de preocuparse por una casa que sólo dolores de cabeza les había dado. Y la abandonaron…
No sé si la casa estuvo abandonada más de una década. Es posible que sí. Hasta que alguien propició una invasión similar a las que se hacían en las afueras de Lima, sólo que en este caso se hizo en una calle muy tranquila del distrito de San Isidro. Y surgió un conventillo con las características de sistema de vida de los que existen en las casonas antiguas de la segunda mitad del siglo 19 y primeras décadas del siglo 20, sólo que en lugar de construcción con la tradicional quincha, entramado de caña o bambú recubierto con barro, se trataba de construcción de ladrillos y cemento.
Y en los siguientes años la familia de la casa de la esquina que se negaran a tener como vecinos a parientes –dando por cierta la especulación que hacíamos con mi padre- terminaron por tener que soportar no sé si 10 o 15 familias seguramente más bulliciosos que sus indeseados allegados. Me imagino que quienes terminaron tolerando el movido vecindario ni siquiera fueron los que iniciaron el conflicto. De hecho seguramente fueron los hijos de los dueños originales quienes tuvieron que enfrentar el problema. Y me imagino que los propietarios de la construcción abandonada no estuvieron dispuestos a solventar los gastos judiciales para un desalojo de los invasores, para sumarlos a los ocasionados por la pérdida que significó abandonar lo que iba a ser una hermosa casona.
El dolor de cabeza pasó entonces de los dueños del terreno invadido a los dueños de la casa vecina. No conozco cómo fue la convivencia entre los lotes vecinos durante varios años. Seguramente que nada fácil. Estoy seguro que un día sí y otro también los habitantes de la casa formal se dedicaron a maldecir el momento que se encapricharon en no reconocer como ajeno o, si lo sentían propio, no ceder o vender esos escasos metros cuadrados. A una familia vecina se podía ignorar. Pero era imposible ignorar a treinta o cuarenta personas vociferando, ingresando por cualquier lado a diferentes horas del día o de la noche, martillando por doquier, mostrando unas trazas bastante distintas a las habituales en ese barrio.
Pero años después, quizás a mediados de los ochenta, se produjo una tardía revancha final para quienes tuvieron que dejar su casa inconclusa. Las decenas de ocupantes precarios decidieron algún día utilizar la puerta que más de treinta años atrás había sido diseñada como la entrada principal. Y para hacerlo tumbaron un pedazo de muro que los separaba de la avenida Arequipa. Y las cosas volvieron a ser como a principios de los cincuenta se tenía previsto. La casona por fin tenía salida a la avenida…
La avenida Arequipa hacia adonde asomaban los precarios habitantes de la casona inconclusa era a mediados de los ochenta bastante distinta que a inicios de los cincuenta. No era más la avenida de casonas señoriales, algunas de una manzana entera. Tampoco de algunos modernos chalets. A fines de los cincuenta se habían comenzado a construir edificios de 10 o 12 pisos. A partir de los setenta algunas casas había comenzado a convertirse en comercios. Pero a mediados de los ochenta prácticamente había dejado de ser lugar de residencia de familias que probablemente se habían trasladado a otras zonas de San Isidro y Miraflores, a los distritos de San Borja y Santiago de Surco o al exclusivo distrito de La Molina.
En los años siguientes, las casas de la avenida en la zona de Santa Beatriz y el distrito de Lince se convirtieron en lugares de atención médica, zonas de comida rápida, academias de estudio de todo tipo, ópticas, bares y lugares de diversión y en los distritos de San Isidro y Miraflores en zona de oficinas y centros de estudio universitarios. Y a lo largo de sus más de 50 cuadras unos diez o doce hoteles, de muy distintas categorías.
Justamente a fines de los noventa, la casa de la esquina fue demolida para construir allí un hotel de tres estrellas. Teniendo en cuenta la vecindad, la construcción fue lo bastante alta para separarse por completo del conventillo. Cualquiera que pase hoy por la cuadra 37 verá el moderno Hotel Martinika. Y al costado verá los cuatro o cinco metros por donde se desplazan hacia la avenida los habitantes ya no tan precarios, porque tienen más de un tres décadas allí viviendo. Y si dan una vuelta por la esquina podrán comprobar que –de la misma manera que las invasiones de los pueblos jóvenes pasaron de las esteras al ladrillo- hace ya un buen tiempo que lo que iba a ser la parte posterior de la casona dejó de ser un conventillo que mostraba maderas sin acabar o plásticos y ahora es una casa de departamentos que luce paredes ya acabadas y pintadas que no dejan de tener forma extraña, sobre todo para quienes desconocen su historia.
Y yo, sesenta años después, sigo preguntándome qué hizo irreconciliable la relación de esas dos familias, a tal punto que una perdió la casa y la otra la tranquilidad…
Hasta ahora me acuerdo cómo mi padre me había hecho notar, cuando la construcción aparentemente avanzaba sin problemas, que sus propietarios y particularmente los arquitectos habían aprovechado que un terreno de unos 600 metros cuadrados por lo menos, con el frente principal de unos treinta metros sobre la calle La Florida o Florida, tenía una especie de cuchilla que se prolongaba estrechándose hasta la avenida Arequipa, donde terminaba en un frente de no más de cuatro metros para sacarle el máximo de provecho.
Es que, yendo contra todo lo esperado, no reservaron para la avenida algún detalle arquitectónico o alguna puerta de servicio, sino decidieron situar allí la entrada principal de la residencia. De esa manera ese pequeño espacio permitía que la casa quedara sobre una de las avenidas residenciales más importantes de la capital en esa época Lo poco que se veía al pasar desde el ómnibus mostraba una elegante entrada con ribetes muy bien tallados y largos ventanales en lo que podría ser una especie vestíbulo después de lo cual se abría ampliamente una residencia de dos pisos.
No por esa época, sino algunos años después, cuando casualmente pasé por allí comprobé que en la calle del costado se veía una amplia puerta falsa y por lo menos tres puertas de cocheras a una altura que indicaba que se había construido por debajo del nivel de la calle y amplios ventanales de madera tallada. Es decir, si bien se había buscado lograr la entrada por la avenida Arequipa, no se había descuidado en nada la elegancia de todo el inmueble.
¿POR QUÉ
TAPIARON LA ENTRADA A LA CASONA CASI TERMINADA?
Pero volvamos a la pregunta que nos hicimos con mi padre en 1952 o 1953, al comprobar que los cuatro metros del terreno sobre la avenida Arequipa habían sido tapiados: ¿Qué había pasado?
Situémonos en el lugar y en esa época. El lote colindante quedaba en la esquina de la avenida Arequipa con la mencionada calle Florida. Era un bonito chalet de dos pisos, de unos diez años de antigüedad, que terminaba a su izquierda en un pequeño y alargado jardín debido a que el terreno no tenía fondo suficiente. El estrecho jardín tendría unos cuatro metros de largo por tres en el fondo al inicio y sólo uno al terminar en una pared. Inmediatamente después de esa pared se iniciaba el espacio donde tendría la salida la nueva residencia. Al parecer el dueño del chalet se enteró que esos cuatro metros del terreno en realidad le pertenecían a él y lo tapió.
¿Qué pasó? ¿Un terreno amplio que algunos familiares recibieron en herencia y que se dividieron, más o menos al ojo, y que luego uno reparó que había una parte que era suya? Podía ser, nos decíamos, pero eso tenía solución rápida y amigable ya que eran no más de tres o cuatro metros cuadrados lo que estaba en disputa. Y si no era una simple cesión, dado que ese pequeñísimo terreno no servía en nada al dueño de la casa existente y era vital para el propietario de la casi terminada, era cuestión de lograr un arreglo monetario, donde uno podía pedir una cifra absolutamente alta y el otro sólo le quedaba pagarla.
Pero esas preguntas que nos hicimos con mi padre, comenzaban a generar otras en los siguientes veranos, cuando seguíamos viendo la imponente casa terminada, pero con el acceso a su puerta principal que continuaba tapiado. ¿Resultaba demasiado alto lo que uno pedía por el pequeñísimo pedazo de terreno?, ¿Teniendo el otro un enorme caserón que no podía utilizar, porque no se limitaba a pagar lo que le pedían? Finalmente llegamos a la conclusión que el dueño de la casa de la esquina no quería vender a ningún precio esos tres metros cuadrados que de nada le servían. Nos imaginábamos algún tipo de diferencia que se había convertido en odio irreconciliable que descartaba cualquier solución. De hecho pensábamos en esos líos familiares que al no arreglarlos rápidamente se hacen eternos y, que cuando pasa el tiempo, nadie sabe a ciencia cierta cómo se iniciaron.
Durante algunos años fue lo más natural pasar por esa cuadra de la avenida Arequipa y ver que la casa de la esquina había prolongado el césped hasta llegar a la punta del triangulo en que terminaba el terreno. Y se había elevado a un par de metros el muro que lo separaba de de la casa inconclusa y deshabitada que quedaba detrás. El muro cualquier transeúnte lo podía comprobar al pasar por la vereda, incluso paulatinamente se notaba el deterioro de una construcción abandonada y sin ningún tipo de manteniendo. Pero desde las ventanas de los ómnibus que nos trasladaban por la avenida algunos además podíamos comprobar que estaba inhabitada.
Valga recordar que por esa avenida se podía ir desde la avenida Armendáriz en el límite de Miraflores con Barranco hasta la Plaza San Martín en el centro de Lima, recorriendo toda la avenida Larco en ese distrito y las 52 cuadras de la avenida Arequipa, atravesando varios distritos y la avenida Wilson -hoy denominada Garcilaso de la Vega- desde donde se volteaba para llegar a la plaza ya mencionada. Similar ruta la cubrían los “colectivos”, autos que llevaban hasta cinco pasajeros y hacían el recorrido mucho más rápido. Para movilizarse entre Miraflores y el cercado de Lima también se podía utilizar los tranvías que recorrían el Paseo de la República (ver crónica “Los tranvías de mi tiempo” del 16 de febrero de 2013) o los buses que salían de los inicios de la avenida Tacna, cuando aun no se pensaba en que se iba a construir el puente Santa Rosa y llegaba a Trípoli, una pequeña callecita de Miraflores.
UN
TUGURIO SE ASOMA A LA AVENIDA AREQUIPA
Pero regresemos a la avenida Arequipa. Un día, quizás a mediados de los sesenta, aun desde la vereda se podía notar que algunas personas habían comenzado a vivir en la casona. Por los cartones y plásticos colocados en las ventanas resultaba claro que no se trataba de ningún tipo de ocupación formal, sino de la invasión de una casa abandonada. Si uno se daba una vuelta por la calle adyacente se notaba más cartones y plásticos, junto con ropa puesta a secar en cordeles. Y algunas maderas y esteras en el techo para ampliar la cantidad de habitaciones de la casa…
Es fácil imaginar lo que había pasado, luego que seguramente sus propietarios agotaron todas las formas de lograr que se habilitara su entrada. Si bien en los primeros meses y hasta años, mientras mantenían la esperanza en un arreglo, probablemente mantuvieron vigilantes para que nadie tratara de robarse aparatos sanitarios que sin duda ya estaban instalados o los enchapados en madera que en muchas ventanas se veían y que en algunas habitaciones era posible que hubiese. Pero es seguro también que en algún momento se dieron cuenta que no era posible vencer la terquedad –no sabemos finalmente a qué debida- y que nunca podrían habitar la casa. Peor aún, tampoco podrían venderla ni alquilarla porque nadie querría un enorme caserón sin puerta de entrada… Y en ese momento decidieron dejar de preocuparse por una casa que sólo dolores de cabeza les había dado. Y la abandonaron…
No sé si la casa estuvo abandonada más de una década. Es posible que sí. Hasta que alguien propició una invasión similar a las que se hacían en las afueras de Lima, sólo que en este caso se hizo en una calle muy tranquila del distrito de San Isidro. Y surgió un conventillo con las características de sistema de vida de los que existen en las casonas antiguas de la segunda mitad del siglo 19 y primeras décadas del siglo 20, sólo que en lugar de construcción con la tradicional quincha, entramado de caña o bambú recubierto con barro, se trataba de construcción de ladrillos y cemento.
Y en los siguientes años la familia de la casa de la esquina que se negaran a tener como vecinos a parientes –dando por cierta la especulación que hacíamos con mi padre- terminaron por tener que soportar no sé si 10 o 15 familias seguramente más bulliciosos que sus indeseados allegados. Me imagino que quienes terminaron tolerando el movido vecindario ni siquiera fueron los que iniciaron el conflicto. De hecho seguramente fueron los hijos de los dueños originales quienes tuvieron que enfrentar el problema. Y me imagino que los propietarios de la construcción abandonada no estuvieron dispuestos a solventar los gastos judiciales para un desalojo de los invasores, para sumarlos a los ocasionados por la pérdida que significó abandonar lo que iba a ser una hermosa casona.
El dolor de cabeza pasó entonces de los dueños del terreno invadido a los dueños de la casa vecina. No conozco cómo fue la convivencia entre los lotes vecinos durante varios años. Seguramente que nada fácil. Estoy seguro que un día sí y otro también los habitantes de la casa formal se dedicaron a maldecir el momento que se encapricharon en no reconocer como ajeno o, si lo sentían propio, no ceder o vender esos escasos metros cuadrados. A una familia vecina se podía ignorar. Pero era imposible ignorar a treinta o cuarenta personas vociferando, ingresando por cualquier lado a diferentes horas del día o de la noche, martillando por doquier, mostrando unas trazas bastante distintas a las habituales en ese barrio.
TARDÍA
REVANCHA CONTRA QUIENES TAPIARON ENTRADA
Pero años después, quizás a mediados de los ochenta, se produjo una tardía revancha final para quienes tuvieron que dejar su casa inconclusa. Las decenas de ocupantes precarios decidieron algún día utilizar la puerta que más de treinta años atrás había sido diseñada como la entrada principal. Y para hacerlo tumbaron un pedazo de muro que los separaba de la avenida Arequipa. Y las cosas volvieron a ser como a principios de los cincuenta se tenía previsto. La casona por fin tenía salida a la avenida…
La avenida Arequipa hacia adonde asomaban los precarios habitantes de la casona inconclusa era a mediados de los ochenta bastante distinta que a inicios de los cincuenta. No era más la avenida de casonas señoriales, algunas de una manzana entera. Tampoco de algunos modernos chalets. A fines de los cincuenta se habían comenzado a construir edificios de 10 o 12 pisos. A partir de los setenta algunas casas había comenzado a convertirse en comercios. Pero a mediados de los ochenta prácticamente había dejado de ser lugar de residencia de familias que probablemente se habían trasladado a otras zonas de San Isidro y Miraflores, a los distritos de San Borja y Santiago de Surco o al exclusivo distrito de La Molina.
En los años siguientes, las casas de la avenida en la zona de Santa Beatriz y el distrito de Lince se convirtieron en lugares de atención médica, zonas de comida rápida, academias de estudio de todo tipo, ópticas, bares y lugares de diversión y en los distritos de San Isidro y Miraflores en zona de oficinas y centros de estudio universitarios. Y a lo largo de sus más de 50 cuadras unos diez o doce hoteles, de muy distintas categorías.
Justamente a fines de los noventa, la casa de la esquina fue demolida para construir allí un hotel de tres estrellas. Teniendo en cuenta la vecindad, la construcción fue lo bastante alta para separarse por completo del conventillo. Cualquiera que pase hoy por la cuadra 37 verá el moderno Hotel Martinika. Y al costado verá los cuatro o cinco metros por donde se desplazan hacia la avenida los habitantes ya no tan precarios, porque tienen más de un tres décadas allí viviendo. Y si dan una vuelta por la esquina podrán comprobar que –de la misma manera que las invasiones de los pueblos jóvenes pasaron de las esteras al ladrillo- hace ya un buen tiempo que lo que iba a ser la parte posterior de la casona dejó de ser un conventillo que mostraba maderas sin acabar o plásticos y ahora es una casa de departamentos que luce paredes ya acabadas y pintadas que no dejan de tener forma extraña, sobre todo para quienes desconocen su historia.
Y yo, sesenta años después, sigo preguntándome qué hizo irreconciliable la relación de esas dos familias, a tal punto que una perdió la casa y la otra la tranquilidad…
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