viernes, 21 de junio de 2013

TODO UN MAESTRO DE TEATRO A LOS 22 AÑOS (1958)

En 1958 varios alumnos ingresamos al Club de Teatro. Nuestra primera reunión con el joven profesor nos entusiasmó, porque además de notar que se trataba de una persona apasionada por ese arte, nos retó a montar una obra de teatro. Poco después nos enteraríamos que era recién egresado de la Escuela Nacional de Arte Escénico. Aunque esta es una crónica que siempre tuve previsto escribir, no es casual que lo haga ahora. Ese profesor se llama Ernesto Ráez Mendiola y en unos días más, el próximo 11 de julio, recibirá el prestigioso trofeo “Premio a una Vida de Dedicación a las Artes Escénicas 2013” durante la apertura del XXVIII Festival Internacional de Teatro Hispano de Miami – Homenaje a Perú, en el Adrienne Arsht Center. Es además el primer peruano en recibir este reconocimiento internacional, que se otorga cada año desde 1989.

El Club de Teatro no era un curso más, con su nota respectiva. Era una actividad que la Gran Unidad Escolar “Ricardo Palma” brindaba a sus alumnos. Por lo tanto cada uno de los alumnos optaba por tomarla o no. Al igual que este club habían otros: de radioteatro, de periodismo, de locutores, de títeres, de inglés, de Cruz Roja, etc. Uno podía estar en más de un club.

Ser profesor de teatro en una unidad escolar con unos 21 ó 22 años que son los que calculo que Ernesto tenía en 1958 requería de varias características. Mucha personalidad, ya que sus alumnos eran prácticamente sus contemporáneos, gran capacidad para la enseñanza pero también para persuadir a los que tomaban decisiones, ya que logró que una gigantesca aula vacía de la sección industrial fuera cedida para construir un teatrín de madera, con escenario relativamente espacioso con una especie de camarines atrás. Allí mientras realizábamos los ensayos, Ráez podía supervisar el avance de las obras.

Estoy hablando de lo sucedido hace 55 años, pero tengo muy presente su tipo de liderazgo que se imponía por la persuasión, por la conversación con todos, por hacernos sentir que los retos asumidos eran para todos. Varios de nosotros estábamos en los primeros meses de ese año imbuidos en otras tareas, como la preparación de los viajes de promoción de nuestras respectivas secciones, pero tratamos de no fallarle al joven profesor porque reconocíamos en él un verdadero líder en la tarea emprendida. Y eso que ni él ni nosotros teníamos aun por qué saber que varias generaciones de mujeres y hombres de teatro le llamarían maestro en las siguientes seis décadas.

                                                        JUAN SOLDADO EN SURQUILLO

La obra que escogió Ráez para nosotros se llamaba “Juan Soldado” y se desarrollaba en un pueblito para nosotros imaginario: Santiago de Pupuja. Era una comedia de equivocaciones. Hasta donde me acuerdo, se trataba de un soldado que regresó a su pueblo y se puso a trabajar de ayudante de cocina en un restaurante, que se dejó convencer por un escultor inescrupuloso para fingir ser una estatua semanas después. El escultor convenció al alcalde presuntuoso y dueño del restaurante con el argumento que se trataba de un héroe anónimo y que la estatua sería recordada como su gran obra. Todo eso sucedía, mientras que el comisario del pueblo sospechaba que algo raro estaba por suceder… El desarrollo de la trama y el descubrimiento final de la farsa motivó sonoras carcajadas del público todas las veces que presentamos la obra tanto en nuestro colegio como en otros planteles.

Mis compañeros ya fallecidos, Néstor Ezequiel Salinas (ver crónica “Cinco años que se fue el flaco Salinas” del 23 de marzo de 2013) y Ricardo Delgado –el “loco” al que le debo una crónica- hicieron de Juan Soldado y el escultor, respectivamente. Víctor Felipe de la Grecca era el cocinero. El extraordinario neurólogo y gran persona, Walter Chuquisengo Martínez –copropietario de una clínica en Palm Beach y cuya forma de instalarse en los Estados Unidos es para contarla en otra oportunidad- hacía de alcalde y yo debido a mi pequeña estatura de entonces era su hijo. César Carmelino, Eduardo Peña y el desaparecido Óscar Álvarez (ver crónica “Óscar Álvarez se fue muy pronto” del 27 de noviembre de 2012) hacían de extras como ciudadanos del pueblo.

Hasta hoy recuerdo que comenzábamos con todo el elenco recitando una síntesis de la obra:
“A Santiago de Pupuja…” decían en coro César, Eduardo y Óscar.
“Llegó un día Juan Soldado…” añadía Néstor Ezequiel.
“Cocinero malvado ¡Alma de cántaro!”, exclamaba Walter.
“A quien yo hice una estatua, muy bien hecha por cierto…” recitaba burlonamente Ricardo.
“Quien se comió la tortilla..." acusaba Víctor Felipe.
" ...muy mal hecha, por cierto”, apuntaba yo con voz aflautada.
“Y aunque pasaron mil abrojos, nada pudo escaparse a estos dos ojos” gritaba mientras hacía sonar los tacos de sus botas en el escenario José Luis Aroca von der Heyde, que hacía de comisario del pueblo.

Era el espectacular ingreso de Aroca lo que motivaba los aplausos que nos daba la confianza a todos al iniciar la obra. José Luis -como en otra crónica dije- parecía un refuerzo profesional a un grupo de aficionados. Sus gestos estoy seguro que fueron una innovación al papel que le tocaba hacer. Otra innovación se concretó de casualidad. En una  ocasión por lo incómodo del escenario, ante la sorpresa y preocupación de los espectadores, algunos de los actores aparecían saliendo de las butacas de primera fila, práctica que decidimos utilizar en otras ocasiones. Incluso en la GUE Rosa de Santa María, un resbalón de Ricardo Delgado fue aplaudido, mientras todo el público se reía, pensando que la caída parecía real. ¡Y vaya que fue real!

Todos estábamos seguros de estar cumpliendo las indicaciones de Ráez y parece que hicimos las cosas bastante bien. Pero estoy seguro que el joven profesor de teatro quedó absolutamente satisfecho por Aroca y seguramente pensó que sería su colega en el teatro y no el médico que es hoy (ver crónica “Ubicar un médico en Noruega” del 15 de diciembre de 2012).

Recuerdo también cuando nos maquilló para salir a escena la joven actriz Estela Luna –novia y luego esposa de Ernesto- que para hacerlo nos tocaba ligeramente los rostros. Lucíamos azorados y con la cara encendida, más que por el maquillaje por el hecho que fuera una jovencita quien lo hiciera.

Aunque años después descubriría que Santiago de Pupuja existía y que era el nombre de un pequeño poblado andino situado a más de 3800 metros de altura, existente desde antes de la independencia, que pertenece al distrito del mismo nombre de la provincia de Azángaro en Puno que actualmente no llega los seis mil habitantes y cuya fiesta de carnaval fue declarada hace casi tres años como Patrimonio Cultural de la Nación, estoy seguro que la obra original se desarrollaba en algún pueblo español y que Ráez le puso el nombre de un pueblito peruano…

                                                     “COLLACOCHA” EN SURQUILLO

Después del éxito en la presentación de “Juan Soldado” y el entusiasmo con que fue vista la obra no sólo por alumnos sino también por los padres y familiares, conversamos mucho con nuestro profesor sobre la importancia que las obras de teatro –y no sólo con elencos escolares- pudieron ser accesibles para los sectores populares. Nació entonces la idea de exhibir en nuestro colegio una obra importante: “Collacocha” de Enrique Solari Swayne, que se había presentado con gran éxito en nuestra capital.

Nos dedicamos con ahínco a contactar a la Asociación de Artistas Aficionados. AAA y lograr que la obra se presentara en nuestro modesto teatrín con su elenco de reconocidas figuras encabezado por Luis Álvarez e integrado por Pablo Fernández, Alfredo Bouroncle y Jorge Montoro. Fue tal el éxito de la convocatoria que mucha gente se quedó sin entradas y tan buena la organización, que los directivos de la AAA y el elenco de actores aceptaron realizar una segunda presentación. Todo por cierto se realizó con el entusiasta impulso y supervisión de Ernesto Ráez. Lo recaudado, además de cubrir algunos costos ineludibles, sirvió para invertirlos en mejorar las condiciones de nuestro teatrín -no tenía telón, entre otras carencias- que ya no disfrutaríamos nosotros sino las siguientes promociones de nuestro querido colegio.

Al terminar ese año, el recuerdo del trato con Ráez no sólo nos dejó la satisfacción de haber practicado la actuación, sino la preocupación porque las diversas actividades culturales llegaran a los más amplios sectores de la población y la práctica de organizar exitosamente un espectáculo de primer nivel como “Collacocha” aun en el teatrín de un colegio estatal. Con esto último Ernesto Ráez se portó como un maestro, más que de teatro de la vida, ya que nos impulsó a enfrentar tareas que podían parecer inalcanzables, fortaleciendo la seguridad en nosotros mismos.

MÁS PUNTOS EN COMÚN QUE LOS QUE PENSABA

He visto algunas veces desde entonces a mi   maestro de teatro, no tantas  como las que hubiera querido y siempre  escuché no sólo  sus opiniones  sobre el  arte, sino sobre  las injusticias y desigualdades que se viven en nuestro país.

Nunca hasta hoy, hubo ocasión de conversar con él sobre un tema que nos une: el Rímac. Es que yo me enteraría varias décadas después que con mi profesor de teatro teníamos algunos puntos de contacto. Ráez  vivió sus primeros años en la calle Barraganes, nombre de la tercera cuadra del jirón Virú, mientras que yo hasta los dos o tres años viví en la cuarta cuadra e inmediatamente después hasta los cinco en la segunda del mismo jirón. Y ambos en nuestros primeros años habíamos conocido la iglesia de San Alfonso y la pequeña Iglesia Nuestra Señora de La Cabeza y, sin lugar a ninguna duda, con muy pocos años de diferencia habíamos cruzado el puente de madera sobre el río Rímac que llevaba de Lima a la calle Camaroneros en el Rímac  (ver crónica “El Puente de Palo” del 1ª de noviembre de 2012).

A la espalda de Barraganes, en la famosa calle Malambo –que luego sería la tercera cuadra de Francisco Pizarro- está aun el Centro Escolar 431 donde Ernesto debe haber hecho sus estudios de primaria. A mediados del siglo pasado, a pesar que el nombre del colegio es Manuel Pardo, se le conocía como Armando Filomeno, mi abuelo, ya que había sido su director más de cuatro décadas. Y allí, en los altos del colegio,  habían vivido desde principios de siglo hasta inicios de los años treinta mis abuelos, mi padre y sus nueve hermanos.

Me queda todavía posibilidad de hablar sobre estos temas con él. Espero hacerlo cuando tenga ocasión de felicitarlo personalmente por el merecido premio por su trayectoria que recibirá el 11 de julio. Reconocimiento que le ha producido una natural alegría que él ha querido compartir con su antiguos alumnos de la Gran Unidad Escolar “Ricardo Palma” porque allí comenzó esa labor y es a ellos “a los que debo mi realización como maestro de teatro”.

Felicitaciones a un gran maestro y un gran señor…

Con el maestro Ráez, el 20 de julio de 2013, a su regreso de Miami 

1 comentario:

  1. Mi querido Alfredo:
    Muy cierto todo lo que opinas de Ernesto. Lo conocí en el ámbito del radioteatro cuando me iniciaba en Radio Victoria al igual que a su esposa. No pudimos disfrutar de nuestra amistad, porque el teatro lo alejaría de ese mundo. Sentí gran felicidad una vez en su barrio de Virú. Se le rendía un homenaje ya por los años 80.

    Estoy volviendo a estos campos luego de mi feliz operación a la vista y vuelvo a felicitarte. Eres un comunicador magistral y espero vernos para el momento del homenaje a Ernesto.

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