miércoles, 28 de marzo de 2018

PERSONAJES EN CALLES LIMEÑAS (1956-1960)


Aunque en esos momentos no tenía por qué ser consciente de ello, en la segunda mitad de los años cincuenta, cuando trascurría mi adolescencia, me crucé en numerosas oportunidades con personajes que años después serían considerados representativos de una Lima que hoy ya no existe. Menciono tres que conocí en las calles del centro de Lima. No salía especialmente a verlos. Simplemente los veía por donde yo caminaba habitualmente. Me refiero al Cabo Nonone, a Pedro Cordero y Velarde y a Bruno Roselli. Vi a Nonone muchas veces desde 1956, a Cordero varias veces desde los primeros meses de 1958 y a Roselli algunas veces desde 1959.

Es que mis recorridos diarios eran por el denominado “damero de Pizarro” o centro histórico de Lima, cuyos límites se consideran el río Rímac al norte, la avenida Tacna al oeste, la avenida Abancay al este y la Colmena -hoy avenida Nicolás de Piérola- incluyendo la plaza San Martín y el parque Universitario al sur. Incluso los rebasaba un poco ya que cruzaba el río por el Puente de Piedra para llegar a mi casa en el distrito del Rímac, que por esos años aún se conocía más como Abajo el Puente. Y en 1959 llegaba a la plaza Francia -a doscientos metros de la Colmena- donde funcionaba la facultad de Letras de la Universidad Católica y desde allí cerca de un kilómetro más hasta el local del Partido Demócrata Cristiano en Guzmán Blanco 168 a menos de cien metros de la Plaza Bolognesi.

LA GALLARDÍA DE UN POLICÍA

Estoy seguro que la primera vez que me fijé en Nonone caminaba con mi padre por la plaza San Martín. Estábamos a la altura de La Colmena, teníamos al frente a nuestra izquierda al cine Colón y a nuestra derecha al hotel Bolívar. Y al medio con autos que avanzaban en doble sentido bordeando la plaza o tratando de entrar o salir de ella estaba el ya famoso policía. Me llamó mucho la atención que fueran más los peatones que los conductores quienes se fijaban en sus gestos…

Muy alto, delgado aunque atlético, de largos brazos, con casco, correaje y cartuchera blancos que resaltaban sobre el uniforme verde oscuro y su tez morena, destacaba por el movimiento de sus brazos que terminaban en sus enormes manos cubiertas con guantes también blancos y que se movían acompasadamente para dirigir el tránsito y dar pase o parar a vehículos y peatones. Periódicos de esa época comentaban que movía sus brazos como “aspas de molino de viento”.

Y es que ya por esos años Nonone era muy conocido, incluso se decía que una revista brasileña lo había calificado como el policía “maior do mundo”. Y es que además de sus acompasados movimientos, trataba con respeto a los transeúntes, advertía serenamente a choferes impulsivos e imponía su autoridad cuando alguna desavenencia se producía entre conductores. En muchas oportunidades que vi a Nonone en los años 1959 y 1960, observé más de una vez turistas que se le acercaban para tomarse una foto.

Luego me enteraría que en 1952 un domingo en que casi no había vehículos, el auto del presidente Manuel Odría se dirigía raudamente a Palacio de Gobierno, el chofer para llegar más rápido se metió contra el tránsito y cien metros antes de llegar fue detenido por Nonone. Cuando el conductor bajó para decirle airadamente que su pasajero era el presidente de la república, el cabo le replicó en voz alta pero calmada que justamente por ser la máxima autoridad del país debía ser el primero en cumplir con las normas.

Posteriormente se diría que al escucharlo, Odría bajó del automóvil, lo felicitó por su forma de actuar y ordenó al chofer que diera la vuelta para respetar el sentido del tránsito. Cierto o no, a partir de ahí nació el rumor que Odría paraba para saludar a Nonone cada vez que lo veía dirigiendo el tránsito. Visto a la distancia, esos rumores servían sin duda para dar una imagen de hombre respetuoso al general que había llegado al gobierno dirigiendo un golpe de estado en 1948 y que dos años después fuera elegido presidente “constitucional” siendo el único candidato en unas elecciones en que se denegó la inscripción de otro candidato, el general Ernesto Montagne, a quien además mandó apresar por protestar por esa denegatoria.

LA ADMIRACIÓN DE UN HIJO ES PARA TODA LA VIDA

Lo que sí es cierto es que Nonone monopolizó prácticamente el lugar donde lo vi por primera vez, aunque compartía tarea e intercambiaba turnos con dos o tres compañeros tan eficientes como él. Más de cincuenta años después me enteraría que uno de ellos era el padre de Hugo Neira Samanez, historiador, sociólogo y docente universitario, autor de importantes libros de sus especialidades. Fue una tarde de noviembre de 2010 cuando terminábamos de almorzar Federico Velarde, Francisco Guerra García y yo en el Haití de Miraflores y vimos ingresar a Hugo mostrando gran satisfacción. Lo saludamos y conversamos brevemente porque llegaba para encontrase con alguien…

Vengo de dirigir el tránsito nos dijo Neira sonriente y nos contó que iba en un taxi por la avenida Arenales cuando al llegar al cruce con Javier Prado se produjo un atolladero debido a la falla del semáforo y la ausencia de policía. Con las bocinas de los vehículos sonando insistentemente la situación era más caótica. En esos momentos, nos dijo Hugo, me acordé de mi padre y me bajé del taxi a poner orden y comencé a dar indicaciones con los brazos hasta que se logró destrabar el enredo. Nos dijo que quizás al principio algunos pensarían que era un loco pero al final los conductores le agradecían al pasar a su lado. Al regresar al taxi, el conductor lo miró extrañado. Habitualmente lo movilizaba, incluso entre los años 2006 y 2009 en que había sido director de la Biblioteca Nacional, pero no se imaginaba a un intelectual dirigiendo el tránsito.

Neira nos repitió orgulloso lo que contó al taxista: su padre era uno de los eficientes y educados compañeros de Nonone. Y a finales de la década del 50 cuando Hugo salía de la universidad de San Marcos donde estudiaba, muchas veces se paraba en el mismo cruce de la plaza San Martín donde mis ojos vieron con extrañeza cómo dirigir el tránsito podía parecer un arte. Los ojos de Hugo miraban con cariño y orgullo que se conservaban más de medio siglo después.

UN DESQUICIADO VESTIDO CON CHAQUÉ

Pero regresemos a la década del cincuenta. En las primeras semanas de abril de 1958 reanudamos las actividades para conseguir fondos para el viaje en fiestas patrias de mi promoción de la Gran Unidad Escolar “Ricardo Palma”. Una de ellas fue un festival artístico en el cine Maximil para lo cual teníamos que comprometer artistas. Un día cerca de las seis de la tarde llegamos con el “loco” Ricardo Delgado en tranvía desde Surquillo al centro de Lima, nos bajamos en el paradero final, caminamos pocos metros a la plaza San Martín y la atravesamos hasta llegar al jirón de la Unión para voltear a nuestro destino final: Radio Central donde esperaríamos a alguno de los cantantes que queríamos comprometer (Ver crónica “Noctámbulo a los quince años” del 20 de abril de 2013). A escasos segundos de llegar nos topamos con un personaje rarísimo. Era Pedro Cordero y Velarde, aunque en esos momentos ignoraba el nombre.

De mirada desquiciada avanzaba mostrando apresuramiento aunque su caminata era cansina. Fácilmente superaba los 70 años tenía arrugas en el rostro, las cejas negras y el pelo entrecano. Además de la mirada, llamaba la atención su atuendo ya que vestía un desgastado y grasiento chaqué -vestimenta que yo había visto lucir a los novios al salir de las iglesias- y un sombrero tipo hongo, también desgastado y creo que hasta con abolladuras. A la altura del pecho tenían unos medallones de lata, que meses después me enteraría que eran imitación de las condecoraciones que solían lucir algunas autoridades. Miré a mi compañero de colegio y le dije sonriendo: “Otro loco…”.

Casi un año después lo volví a ver con la misma vestimenta pese al calor del verano limeño. Fue cerca de la plaza Francia. A plena luz del día era aún más conmovedor su aspecto. ¡Vestimenta para reuniones encopetadas luciendo desgastada y descuidada! Alguna de las personas mencionó su nombre por lo que le puse rostro al personaje sobre quien algo había leído en periódicos y escuchado en conversaciones en casa. Fue la primera de varias veces que me crucé con Cordero y Velarde quien además ofrecía a cincuenta centavos o un sol el periódico “El león del pueblo”, cuyo lema -creo- era “sale cuando puede y golpea cuando quiere” y en el cual aparecía como director el propio Cordero y Velarde, quien sin duda era su único redactor, encargado de financiar su impresión y también único vendedor. Por lo que pude saber, Cordero era un excéntrico director de orquesta en Cerro de Pasco donde además integró el cuerpo de bomberos. Pero era más conocido por sus “corderadas”, actitudes y declaraciones que denotaban un definido delirio de grandeza. Alrededor de los 35 años vino a Lima donde siguió ejerciendo su profesión formando a jóvenes músicos y manteniendo sus extravagancias. Cuando el terremoto de 1940 se trajo abajo su casa, sepultando sus instrumentos y partituras musicales, aunque siguió enseñando con muchas limitaciones, se agudizaron  sus problemas mentales.

En alguna de las elecciones de esa época -calculo que podrían ser las de 1945 o 1950- el notable periodista Federico More en el periódico “El hombre de la calle” que dirigía, se refirió a la necesidad de una candidatura presidencial de un hombre como Cordero. La propuesta que era una chanza pretendiendo burlarse de los políticos de la época, terminó siendo tomada en serio por el ya desequilibrado músico quien invirtió el poco dinero que le quedaba en un remedo de campaña. Posteriormente cuando se entera que es otro el elegido, comienza a sentir que él es verdadero presidente y además el “Apu Capac Inca, Emperador del Perú y Conductor del Mundo; Soldado de Tierra, Mar, Aire y Profundidad por Voluntad Divina”, de cuyas actividades daría cuenta después el mencionado “El león del pueblo”.

PRESENCIA QUITÓ SERIEDAD A REUNIÓN QUE PRETENDÍA SER IMPORTANTE

A mediados de 1955 a un año del término del mandato de Manuel Odría, las llamadas “fuerzas vivas” se preocupaban por la transición porque temían el desborde luego de la implacable dictadura que había ilegalizado a la oposición, con miles de detenidos y cientos de dirigentes políticos en el exilio. Requerían que en el gobierno se mantuviera la misma línea conservadora, protectora de los negocios de los dueños del capital y capaz de mantener férreamente controlados a los trabajadores que reclamaban derechos y a los estudiantes que exigían libertades. Se tendría que dejar de lado rivalidades de vieja data para encontrar un candidato único que los representara, quien seguramente contaría con el beneplácito del gobernante a cambio que no se pretendiera ni cuestionar sus medidas políticas ni menos investigar el repentino crecimiento de sus propiedades y cuentas bancarias. Pensando en todo ello, terratenientes, banqueros, dueños de periódicos y dirigentes políticos de derecha, así como personajes representativos del régimen odriísta fueron convocados a una reunión en el Convento de Santo Domingo.

Uno de los convocados más importantes era Pedro Beltrán, director del diario La Prensa, quien había apoyado inicialmente a Odría y de quien se decía era uno de los financistas del golpe de estado de 1948, pero que estaba distanciado del gobernante. Beltrán no acudió a la reunión en un gesto destinado a menguar la importancia de la reunión que encabezaban el director de El Comercio, Luis Miró Quesada de la Guerra y el banquero Augusto N. Wiese.

Aunque no fue convocado, iniciada la reunión hizo su aparición Cordero y Velarde y nadie supo qué hacer ante su presencia. Cerca de 30 años después el extraordinario periodista Guillermo Thorndike en el libro “Los apachurrantes años 50″ relató lo que pasó después: 

“Avanzó con dignidad por el salón repleto de personajes hasta sentarse a un lado, más bien en el coro que entre los potentados, en primera fila y cerca de la presidencia. Wiese y Miró Quesada se miraron sin saber qué decir. Los fogonazos de los fotógrafos se concentraron en el Apu Inca Verdadero. Hasta ese instante, los pretendientes habían discurseado de Dios, la Patria, el orden establecido, nuestras sagradas instituciones, la paz pública, el luminoso porvenir de nuestros hijos. ¿De qué podrían hablar ahora, frente a la faz demacrada de un Perú que rara vez había sido feliz? Con respetuosa solemnidad, Cordero y Velarde escuchaba a los principales. Después intervino en su condición de Apu Inca Verdadero y del desorden de sus palabras se supo que otra era la paz solicitada por el pueblo y que no era justicia de todos aquella que preocupaba a los poderosos de la tierra. No su voz, sino el ridículo de aquellos príncipes forzados a escucharlo, convirtió el cónclave en el más grande fiasco de la derecha peruana”.

La foto de Cordero y Velarde apareció en la portada de La Prensa al día siguiente. Fue el momento estelar para Cordero y Velarde quien, sin proponérselo, con su sola presencia ridiculizó una reunión que no pudo cumplir con sus fines. Cuando me contaron lo sucedido en esa fallida reunión política, a mediados de 1960, vi con distintos ojos al desquiciado personaje y creo que hasta le compré uno de sus periódicos cuando topé con él a la entrada del restaurante Queirolo del jirón Camaná (Ver crónica “Comida y café baratos a finales de los 50” del 22 de agosto de 2014). Fue la última vez que me crucé con él que llevaba con dificultad sus panfletos debajo de un brazo, mientras que con el otro se apoyaba en un cada vez más desgastado bastón. Año y medio después me enteraría que había muerto solo y abandonado.

UNA LUCHA QUIJOTESCA POR DEFENDER LIMA

No estaba gastado y lucia elegante otro bastón que vi por esos años. Pertenecía a un italiano, profesor de Arte afincado en el Perú alrededor de 1950 y que enseñaba en la universidad de San Marcos. Me lo encontré en una de las intersecciones del jirón Camaná cuando me dirigía a la Católica. Señalaba con el bastón un balcón, mientras agitaba sus manos hablando con un grupo de obreros de construcción civil que iniciaban la modernización de una casona.

El nombre del caballero era Bruno Roselli y varias décadas después me enteraría de sus andanzas con repercusiones periodísticas por más de 30 años en los Estados Unidos como profesor de italiano y conferencista de arte, siempre cercano a personas con poder, así como de su frase “Soy un estudiante del fascismo, pero no fascista”, cuando algunos estudiantes lo consideraron partidario de Mussolini. Me enteraría también de su traslado a Argentina en los años cuarenta para dedicarse a la enseñanza, pero ya con perfil bastante discreto.

Pero esa mañana de febrero o marzo de 1959 en que lo vi por primera vez, me resultaba extraño ver a cuatro recios trabajadores en camiseta o torso desnudo, alguno con una especie de ajustada faja de tela en la cintura y otro con un gorro fabricado con hojas de periódico conversando con el profesor de porte distinguido vestido con traje oscuro, corbata y sombrero. Antes de volverlo a ver me enteraría que el italiano era un admirador de los balcones de madera de la Lima virreinal y republicana y que buscaba que se conservaran para dar al centro histórico de Lima mayor prestancia y que provocara la admiración de los extranjeros que la visitaran. Esa apasionada defensa fue recogida en una obra de teatro de Mario Vargas Llosa -quien fue su alumno en San Marcos- titulada “El loco de los balcones”.

Yo sabía que Roselli se oponía a la destrucción de los balcones, pero inicialmente no entendí que hacia discutiendo con los trabajadores de construcción civil de propiedades en que se había iniciado las demoliciones. Luego lo comprendí: en esos casos lo que buscaba el profesor era que no destruyeran los balcones sino que trataran de rescatarlos lo mejor posible para él comprárselos. Asimismo me enteré que tenía un inmenso terreno en el Rímac donde depositaba los que salvaba de la destrucción. Antes de optar por salvarlos comprándolos, Roselli se había enfrascado en más de un enfrentamiento verbal con quienes trabajaban en una demolición. En realidad era él quien se desgañitaba insultando a los obreros, mientras éstos lo miran como a un desquiciado.

Fueron varías la veces en que ese año y el siguiente me cruce con Roselli negociando con obreros de construcción civil. El interés que muchos teníamos por saber el destino que tendrían esas decenas de balcones se frustró cuando años después un incendio -no se sabe si fortuito o provocado- acabó con el tesoro del profesor. Así prácticamente desapareció la misión que se había autoimpuesto y que impulsaba los últimos años de la vida del profesor italiano. Quizás porque frecuentaba menos el centro de Lima, ya que mi familia se mudó a mediados de 1961 a Pueblo Libre, no volví a cruzarme con él.

No sólo en las calles se encontraba uno con personajes, también en los bares como me sucedió por esos mismos años con Martín Adan, Víctor Humareda y Sérvulo Gutiérrez, pero son temas para otras crónicas.

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