Aunque en esos
momentos no tenía por qué ser consciente de ello, en la segunda mitad de los
años cincuenta, cuando trascurría mi adolescencia, me crucé en numerosas
oportunidades con personajes que años después serían considerados
representativos de una Lima que hoy ya no existe. Menciono tres que conocí en
las calles del centro de Lima. No salía especialmente a verlos. Simplemente los
veía por donde yo caminaba habitualmente. Me refiero al Cabo Nonone, a Pedro
Cordero y Velarde y a Bruno Roselli. Vi a Nonone muchas veces desde 1956, a
Cordero varias veces desde los primeros meses de 1958 y a Roselli algunas veces
desde 1959.
Es que mis recorridos diarios eran por el denominado “damero de
Pizarro” o centro histórico de Lima, cuyos límites se consideran el río Rímac al norte, la avenida Tacna al oeste, la avenida Abancay al este y la Colmena -hoy avenida Nicolás de Piérola-
incluyendo la plaza San Martín y el parque Universitario al sur. Incluso los
rebasaba un poco ya que cruzaba el río por el Puente de Piedra para llegar a mi
casa en el distrito del Rímac, que por esos años aún se conocía más como Abajo
el Puente. Y en 1959 llegaba a la plaza Francia -a doscientos metros de la
Colmena- donde funcionaba la facultad de Letras de la Universidad Católica y
desde allí cerca de un kilómetro más hasta el local del Partido Demócrata
Cristiano en Guzmán Blanco 168 a menos de cien metros de la Plaza Bolognesi.
LA GALLARDÍA DE UN POLICÍA
Estoy seguro que la primera vez que me fijé en Nonone caminaba con mi
padre por la plaza San Martín. Estábamos a la altura de La Colmena, teníamos al
frente a nuestra izquierda al cine Colón y a nuestra derecha al hotel Bolívar.
Y al medio con autos que avanzaban en doble sentido bordeando la plaza o
tratando de entrar o salir de ella estaba el ya famoso policía. Me llamó mucho
la atención que fueran más los peatones que los conductores quienes se fijaban
en sus gestos…
Muy alto, delgado aunque atlético, de largos brazos, con casco,
correaje y cartuchera blancos que resaltaban sobre el uniforme verde oscuro y
su tez morena, destacaba por el movimiento de sus brazos que terminaban en sus
enormes manos cubiertas con guantes también blancos y que se movían
acompasadamente para dirigir el tránsito y dar pase o parar a vehículos y
peatones. Periódicos de esa época comentaban que movía sus brazos como “aspas
de molino de viento”.
Y es que ya por esos años Nonone era muy conocido, incluso se decía
que una revista brasileña lo había calificado como el policía “maior do mundo”.
Y es que además de sus acompasados movimientos, trataba con respeto a los
transeúntes, advertía serenamente a choferes impulsivos e imponía su autoridad
cuando alguna desavenencia se producía entre conductores. En muchas
oportunidades que vi a Nonone en los años 1959 y 1960, observé más de una vez
turistas que se le acercaban para tomarse una foto.
Luego me enteraría que en 1952 un domingo en que casi no había
vehículos, el auto del presidente Manuel Odría se dirigía raudamente a Palacio
de Gobierno, el chofer para llegar más rápido se metió contra el tránsito y
cien metros antes de llegar fue detenido por Nonone. Cuando el conductor bajó
para decirle airadamente que su pasajero era el presidente de la república, el
cabo le replicó en voz alta pero calmada que justamente por ser la máxima
autoridad del país debía ser el primero en cumplir con las normas.
Posteriormente se diría que al escucharlo, Odría bajó del automóvil,
lo felicitó por su forma de actuar y ordenó al chofer que diera la vuelta para respetar
el sentido del tránsito. Cierto o no, a partir de ahí nació el rumor que Odría
paraba para saludar a Nonone cada vez que lo veía dirigiendo el tránsito. Visto
a la distancia, esos rumores servían sin duda para dar una imagen de hombre
respetuoso al general que había llegado al gobierno dirigiendo un golpe de
estado en 1948 y que dos años después fuera elegido presidente “constitucional”
siendo el único candidato en unas elecciones en que se denegó la inscripción de
otro candidato, el general Ernesto Montagne, a quien además mandó apresar por
protestar por esa denegatoria.
LA ADMIRACIÓN DE UN HIJO ES PARA TODA LA VIDA
Lo que sí es cierto es que Nonone monopolizó prácticamente el lugar
donde lo vi por primera vez, aunque compartía tarea e intercambiaba turnos con
dos o tres compañeros tan eficientes como él. Más de cincuenta años después me
enteraría que uno de ellos era el padre de Hugo Neira Samanez, historiador,
sociólogo y docente universitario, autor de importantes libros de sus
especialidades. Fue una tarde de noviembre de 2010 cuando terminábamos de
almorzar Federico Velarde, Francisco Guerra García y yo en el Haití de
Miraflores y vimos ingresar a Hugo mostrando gran satisfacción. Lo saludamos y
conversamos brevemente porque llegaba para encontrase con alguien…
Vengo de dirigir el tránsito nos dijo Neira sonriente y nos contó que
iba en un taxi por la avenida Arenales cuando al llegar al cruce con Javier
Prado se produjo un atolladero debido a la falla del semáforo y la ausencia de
policía. Con las bocinas de los vehículos sonando insistentemente la situación
era más caótica. En esos momentos, nos dijo Hugo, me acordé de mi padre y me
bajé del taxi a poner orden y comencé a dar indicaciones con los brazos hasta
que se logró destrabar el enredo. Nos dijo que quizás al principio algunos
pensarían que era un loco pero al final los conductores le agradecían al pasar
a su lado. Al regresar al taxi, el conductor lo miró extrañado. Habitualmente
lo movilizaba, incluso entre los años 2006 y 2009 en que había sido director de
la Biblioteca Nacional, pero no se imaginaba a un intelectual dirigiendo el
tránsito.
Neira nos repitió orgulloso lo que contó al taxista: su padre era uno
de los eficientes y educados compañeros de Nonone. Y a finales de la década del
50 cuando Hugo salía de la universidad de San Marcos donde estudiaba, muchas
veces se paraba en el mismo cruce de la plaza San Martín donde mis ojos vieron
con extrañeza cómo dirigir el tránsito podía parecer un arte. Los ojos de Hugo
miraban con cariño y orgullo que se conservaban más de medio siglo después.
UN DESQUICIADO VESTIDO CON CHAQUÉ
Pero regresemos a la década del cincuenta. En las primeras semanas de
abril de 1958 reanudamos las actividades para conseguir fondos para el viaje en
fiestas patrias de mi promoción de la Gran Unidad Escolar “Ricardo Palma”. Una
de ellas fue un festival artístico en el cine Maximil para lo cual teníamos que
comprometer artistas. Un día cerca de las seis de la tarde llegamos con el
“loco” Ricardo Delgado en tranvía desde Surquillo al centro de Lima, nos
bajamos en el paradero final, caminamos pocos metros a la plaza San Martín y la
atravesamos hasta llegar al jirón de la Unión para voltear a nuestro destino
final: Radio Central donde esperaríamos a alguno de los cantantes que queríamos
comprometer (Ver
crónica “Noctámbulo a los quince años” del 20 de abril de 2013). A escasos segundos de llegar nos topamos
con un personaje rarísimo. Era Pedro Cordero y Velarde, aunque en esos momentos
ignoraba el nombre.
De mirada desquiciada avanzaba mostrando apresuramiento aunque su
caminata era cansina. Fácilmente superaba los 70 años tenía arrugas en el
rostro, las cejas negras y el pelo entrecano. Además de la mirada, llamaba la
atención su atuendo ya que vestía un desgastado y grasiento chaqué -vestimenta
que yo había visto lucir a los novios al salir de las iglesias- y un sombrero tipo
hongo, también desgastado y creo que hasta con abolladuras. A la altura del
pecho tenían unos medallones de lata, que meses después me enteraría que eran
imitación de las condecoraciones que solían lucir algunas autoridades. Miré a
mi compañero de colegio y le dije sonriendo: “Otro loco…”.
Casi un año después lo volví a ver con la misma vestimenta pese al
calor del verano limeño. Fue cerca de la plaza Francia. A plena luz del día era
aún más conmovedor su aspecto. ¡Vestimenta para reuniones encopetadas luciendo
desgastada y descuidada! Alguna de las personas mencionó su nombre por lo que
le puse rostro al personaje sobre quien algo había leído en periódicos y
escuchado en conversaciones en casa. Fue la primera de varias veces que me
crucé con Cordero y Velarde quien además ofrecía a cincuenta centavos o un sol el
periódico “El león del pueblo”, cuyo
lema -creo- era “sale cuando puede y golpea cuando quiere” y en el cual
aparecía como director el propio Cordero y Velarde, quien sin duda era su único
redactor, encargado de financiar su impresión y también único vendedor. Por lo
que pude saber, Cordero era un excéntrico director de orquesta en Cerro de
Pasco donde además integró el cuerpo de bomberos. Pero era más conocido por sus
“corderadas”, actitudes y declaraciones que denotaban un definido delirio de
grandeza. Alrededor de los 35 años vino a Lima donde siguió ejerciendo su
profesión formando a jóvenes músicos y manteniendo sus extravagancias. Cuando
el terremoto de 1940 se trajo abajo su casa, sepultando sus instrumentos y
partituras musicales, aunque siguió enseñando con muchas limitaciones, se agudizaron
sus problemas mentales.
En alguna de las elecciones de esa época -calculo que podrían ser las
de 1945 o 1950- el notable periodista Federico More en el periódico “El hombre de la calle” que dirigía, se
refirió a la necesidad de una candidatura presidencial de un hombre como
Cordero. La propuesta que era una chanza pretendiendo burlarse de los políticos
de la época, terminó siendo tomada en serio por el ya desequilibrado músico
quien invirtió el poco dinero que le quedaba en un remedo de campaña.
Posteriormente cuando se entera que es otro el elegido, comienza a sentir que
él es verdadero presidente y además el “Apu Capac Inca, Emperador del Perú y
Conductor del Mundo; Soldado de Tierra, Mar, Aire y Profundidad por Voluntad
Divina”, de cuyas actividades daría cuenta después el mencionado “El león del pueblo”.
PRESENCIA QUITÓ SERIEDAD A REUNIÓN QUE PRETENDÍA SER IMPORTANTE
A mediados de 1955 a un año del término del mandato de Manuel Odría,
las llamadas “fuerzas vivas” se preocupaban por la transición porque temían el
desborde luego de la implacable dictadura que había ilegalizado a la oposición,
con miles de detenidos y cientos de dirigentes políticos en el exilio.
Requerían que en el gobierno se mantuviera la misma línea conservadora,
protectora de los negocios de los dueños del capital y capaz de mantener
férreamente controlados a los trabajadores que reclamaban derechos y a los
estudiantes que exigían libertades. Se tendría que dejar de lado rivalidades de
vieja data para encontrar un candidato único que los representara, quien
seguramente contaría con el beneplácito del gobernante a cambio que no se
pretendiera ni cuestionar sus medidas políticas ni menos investigar el
repentino crecimiento de sus propiedades y cuentas bancarias. Pensando en todo
ello, terratenientes, banqueros, dueños de periódicos y dirigentes políticos de
derecha, así como personajes representativos del régimen odriísta fueron
convocados a una reunión en el Convento de Santo Domingo.
Uno de los convocados más importantes era Pedro Beltrán, director del
diario La Prensa, quien había apoyado
inicialmente a Odría y de quien se decía era uno de los financistas del golpe
de estado de 1948, pero que estaba distanciado del gobernante. Beltrán no
acudió a la reunión en un gesto destinado a menguar la importancia de la
reunión que encabezaban el director de El
Comercio, Luis Miró Quesada de la Guerra y el banquero Augusto N. Wiese.
Aunque no fue convocado, iniciada la reunión hizo su aparición Cordero
y Velarde y nadie supo qué hacer ante su presencia. Cerca de 30 años después el
extraordinario periodista Guillermo Thorndike en el libro “Los apachurrantes
años 50″ relató lo que pasó después:
“Avanzó con dignidad por el
salón repleto de personajes hasta sentarse a un lado, más bien en el coro que
entre los potentados, en primera fila y cerca de la presidencia. Wiese y Miró
Quesada se miraron sin saber qué decir. Los fogonazos de los fotógrafos se
concentraron en el Apu Inca Verdadero. Hasta ese instante, los pretendientes
habían discurseado de Dios, la Patria, el orden establecido, nuestras sagradas
instituciones, la paz pública, el luminoso porvenir de nuestros hijos. ¿De qué
podrían hablar ahora, frente a la faz demacrada de un Perú que rara vez había sido
feliz? Con respetuosa solemnidad, Cordero y Velarde escuchaba a los
principales. Después intervino en su condición de Apu Inca Verdadero y del
desorden de sus palabras se supo que otra era la paz solicitada por el pueblo y
que no era justicia de todos aquella que preocupaba a los poderosos de la
tierra. No su voz, sino el ridículo de aquellos príncipes forzados a
escucharlo, convirtió el cónclave en el más grande fiasco de la derecha
peruana”.
La foto de Cordero y Velarde apareció en la portada de La Prensa al día siguiente. Fue el
momento estelar para Cordero y Velarde quien, sin proponérselo, con su sola
presencia ridiculizó una reunión que no pudo cumplir con sus fines. Cuando me
contaron lo sucedido en esa fallida reunión política, a mediados de 1960, vi
con distintos ojos al desquiciado personaje y creo que hasta le compré uno de
sus periódicos cuando topé con él a la entrada del restaurante Queirolo del
jirón Camaná (Ver crónica “Comida y café baratos a finales de los 50” del 22 de agosto de 2014). Fue la
última vez que me crucé con él que llevaba con dificultad sus panfletos debajo
de un brazo, mientras que con el otro se apoyaba en un cada vez más desgastado
bastón. Año y medio después me enteraría que había muerto solo y abandonado.
UNA LUCHA QUIJOTESCA POR DEFENDER LIMA
No estaba gastado y lucia elegante otro bastón que vi por esos años.
Pertenecía a un italiano, profesor de Arte afincado en el Perú alrededor de
1950 y que enseñaba en la universidad de San Marcos. Me lo encontré en una de
las intersecciones del jirón Camaná cuando me dirigía a la Católica. Señalaba
con el bastón un balcón, mientras agitaba sus manos hablando con un grupo de
obreros de construcción civil que iniciaban la modernización de una casona.
El nombre del caballero era Bruno Roselli y varias décadas después me
enteraría de sus andanzas con repercusiones periodísticas por más de 30 años en
los Estados Unidos como profesor de italiano y conferencista de arte, siempre
cercano a personas con poder, así como de su frase “Soy un estudiante del
fascismo, pero no fascista”, cuando algunos estudiantes lo consideraron
partidario de Mussolini. Me enteraría también de su traslado a Argentina en los
años cuarenta para dedicarse a la enseñanza, pero ya con perfil bastante
discreto.
Pero esa mañana de febrero o marzo de 1959 en que lo vi por primera
vez, me resultaba extraño ver a cuatro recios trabajadores en camiseta o torso
desnudo, alguno con una especie de ajustada faja de tela en la cintura y otro
con un gorro fabricado con hojas de periódico conversando con el profesor de
porte distinguido vestido con traje oscuro, corbata y sombrero. Antes de
volverlo a ver me enteraría que el italiano era un admirador de los balcones de
madera de la Lima virreinal y republicana y que buscaba que se conservaran para
dar al centro histórico de Lima mayor prestancia y que provocara la admiración
de los extranjeros que la visitaran. Esa apasionada defensa fue recogida en una
obra de teatro de Mario Vargas Llosa -quien fue su alumno en San Marcos-
titulada “El loco de los balcones”.
Yo sabía que Roselli se oponía a la destrucción de los balcones, pero
inicialmente no entendí que hacia discutiendo con los trabajadores de
construcción civil de propiedades en que se había iniciado las demoliciones.
Luego lo comprendí: en esos casos lo que buscaba el profesor era que no
destruyeran los balcones sino que trataran de rescatarlos lo mejor posible para
él comprárselos. Asimismo me enteré que tenía un inmenso terreno en el Rímac
donde depositaba los que salvaba de la destrucción. Antes de optar por
salvarlos comprándolos, Roselli se había enfrascado en más de un enfrentamiento
verbal con quienes trabajaban en una demolición. En realidad era él quien se
desgañitaba insultando a los obreros, mientras éstos lo miran como a un
desquiciado.
Fueron varías la veces en que ese año y el siguiente me cruce con
Roselli negociando con obreros de construcción civil. El interés que muchos
teníamos por saber el destino que tendrían esas decenas de balcones se frustró
cuando años después un incendio -no se sabe si fortuito o provocado- acabó con
el tesoro del profesor. Así prácticamente desapareció la misión que se había
autoimpuesto y que impulsaba los últimos años de la vida del profesor italiano.
Quizás porque frecuentaba menos el centro de Lima, ya que mi familia se mudó a
mediados de 1961 a Pueblo Libre, no volví a cruzarme con él.
No sólo en las calles se
encontraba uno con personajes, también en los bares como me sucedió por esos
mismos años con Martín Adan, Víctor Humareda y Sérvulo Gutiérrez, pero son
temas para otras crónicas.
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