Un gravísimo accidente con más de 50 personas fallecidas a pocos
kilómetros al norte de Lima, en el serpentín de Pasamayo, ocurrido al iniciarse
el año 2018, me hizo pensar que en el primer viaje que realicé pasé por esa
peligrosa ruta aunque no tengo ningún recuerdo quizá porque sólo tenía seis o
siete años y además viajé de noche. Es posible incluso que en mi niñez haya
pasado por esa zona en viajes familiares cortos a Chancay o Huaral. Del paso
que tengo recuerdo ocurrió en agosto de 1952 cuando viajé hasta Chiclayo con mi
padre que acompañaba a un grupo de jóvenes alumnos de la Gran Unidad Escolar
Tomás Marsano (Ver
crónica “Cuando las lecciones se reciben en casa” del 29 de octubre de 2012). Y a la ida y a la vuelta todos lanzaron
exclamaciones mezcladas con nerviosas risas mientras el ómnibus bordeaba más de
50 curvas a lo largo de sus 22 kilómetros de angosta pista de ida y vuelta al
borde de acantilados.
En cuanto a viajes peligrosos por carretera, tengo muy presente uno que
realicé a mediados de setiembre de 1978 entre Tarapoto y Moyobamba. Había que
solucionar algunos problemas para asegurar la participación de delegados en el Primer
Congreso Nacional del Partido Socialista Revolucionario, PSR, que se realizaría
entre el 21 y 24 de ese mes. Si bien Moyobamba es la capital de San Martín, departamento
de la selva peruana, en Tarapoto hay más población, mucho mayor movimiento
comercial e incluso se encuentra el aeropuerto donde llegan los vuelos desde la
capital. Allí llegué y con el dirigente regional Guillermo Castre -quien me
estaba esperando- abordamos casi inmediatamente un auto colectivo hacia
Moyobamba. Como no era épocas de lluvias teníamos prevista una reunión a las
ocho de la noche.
DESLIZÁNDOSE POR LA MARGINAL
La distancia de poco más de 110 kilómetros en una carretera que era afirmada
debía realizarse en unas dos horas y media. Era parte de la llamada Carretera
Marginal de la Selva concebida en el gobierno de Fernando Belaunde más de diez
años antes. Se vivía la segunda fase del gobierno militar y nadie podía
imaginar que Belaunde volvería a ser presidente de la república, que la
reconstrucción de esa carretera sería retomada, que años después estaría asfaltada
y que al comenzar el siglo 21 se le denominaría Carretera Fernando Belaunde.
Regresemos al final de esa tarde en que iniciamos el traslado a Moyobamba.
A pesar que no era época, había llovido el día anterior. Y en una media hora
encontramos tramos bastante mojados, que convertía la tierra del camino en
fango. Ha sido un diluvio, decía yo. Ha llovido pero no mucho o no me hubiera
atrevido a viajar, comentaba el chofer. Poco después me advirtió que me
agarrara bien y no paró de pisar el acelerador en varios tramos que parecían
intransitables. A veces utilizaba el embrague para hacer cambios. Nunca el
freno…
Fueron más de dos horas en que ocurrió algo que nunca me había
imaginado. El auto avanzaba por la carretera prácticamente deslizándose, algunas
veces iba de frente pero serpenteando, otras se resbalaba de costado y hasta
algunas veces hacia atrás. Era una pista jabonosa, con lodo de varios
centímetros donde la destreza del chofer se notaba cuando maniobraba el timón
mientras el auto patinaba. Yo iba asombrado por el dominio del conductor, pero
asustado por un eventual despiste. Varias veces encontramos camiones que habían
aparcado en algún lugar en que la carretera se anchaba un poco. “Estos tendrán
que esperar hasta mañana o pasado que seque...”, decía el chofer. Pero cuando también
hallábamos autos cruzados caprichosamente su cometario era: “Este pisó el
freno…”.
Llegamos a las diez de la noche y felizmente nos esperaban para la reunión
pactada. No recuerdo cuánto duró. Lo que sí es que nos quedamos a dormir
sentados en un local para poder ir hacia Rioja, unos 25 kilómetros más
adelante, para intentar tomar un vuelo a Tarapoto que debía salir alrededor de
las 9 de la mañana. Aunque esperamos varias horas ningún vuelo llegó al pequeño
aeropuerto y tuvimos que regresar a Moyobamba. Felizmente encontramos al mismo
chofer y pudimos salir de regreso por una carretera todavía mojada y con más
vehículos plantados que nos demoró más de seis horas en el camino de vuelta. Al
igual que el día anterior, yo iba asombrado por la calidad conductor, asustado
por el riesgoso camino, pero también admirando la preciosa vista de la selva
que no había distinguido a la ida.
EN UNA CABINA CON OLOR A LICOR
En este viaje en la selva peruana, sin embargo sentí mucho menos temor
que cuando quince años antes recorrí alrededor de cien kilómetros contra el
tránsito en un pequeño ómnibus que se dirigía de Ayacucho a Huancayo (Ver crónica “Peripecias de viajero en sierra peruana” del 27 de junio de 2017). Si en
ambas ocasiones tuve que reconocer la destreza y experiencia de los choferes,
no me ocurrió lo mismo en otra oportunidad, cuando me tocó viajar en la cabina
de un camión entre Juliaca y Cusco, también en los años setenta.
Había estado en una reunión en Puno y viajé a Juliaca para conseguir
movilidad hacia el Cusco donde debía estar en la mañana siguiente. Cuando
recorrí varias empresas que hacían el viaje durante la noche y no conseguí pasajes
opte por dirigirme a la salida de la ciudad donde encontré varios camiones de
carga cuyos choferes estaban descansando después de llegar horas antes de
Arequipa. Averigüé cuál estaba por salir y hablé con el ayudante bastante joven
que me dijo que conmigo prácticamente se llenaba la cabina y saldríamos pronto.
Eran poco más de las nueve de la noche y me dijo que haríamos un par de horas
hasta Ayaviri, otras dos hasta Sicuani y, considerando la altura y las
dificultades de la carretera, unas cuatro horas más para llegar hasta el Cusco.
Llegaremos antes de las seis de la mañana me dijo y me quedé tranquilo.
Como me di cuenta que además del chofer y el ayudante éramos tres los
pasajeros en cabina, mientras esperábamos me dediqué a fumar cigarrillo tras
cigarrillo al lado del camión porque suponía que podría molestar el humo
viajando tan apretados. No me dejó de sorprender la forma en que insistía el
ayudante para que el conductor saliera de un pequeño quiosco donde se
encontraba. Supuse que estaba comiendo, pero no me imaginé que estaba también bebiendo…
Sentado en el amplio asiento para tres, pero estrecho para cinco, me
pasé la primera hora del viaje escuchando al ayudante pedirle al chofer que lo
dejara manejar hasta Ayaviri y tratara de dormir un poco. Pero aunque no había tomado
hasta caerse si lo suficiente como para tercamente insistir que podía manejar.
Y el tono no daba mucho lugar a réplicas. Mientras tanto yo me dediqué a fumar
para tratar que el aroma a tabaco disimulara el fuerte olor a cañazo…
Las siguientes dos horas fueron de terror. Aunque la noche era clara y
aparentemente el chofer manejaba bien, las frases que mascullaba cada vez que
nos cruzábamos con los pocos vehículos que venían en sentido contrario nos
mantenían en vilo. Peor aun cuando hacía reiterados intentos de sobrepasar a
camiones que estaban en la misma ruta… Respiramos tranquilos cuando en Ayaviri
el chofer le preguntó al ayudante si se atrevía a manejar hasta Sicuani. Creo
que todos consentimos entusiastamente.
¿MEJOR CHOFER BORRACHO QUE INEXPERTO?
En las siguientes tres horas, nuestro asentimiento se convirtió en preocupación por la evidente inexperiencia del
ayudante quien felizmente se dedicó a conducir a muy baja velocidad. Mientras oíamos
los ronquidos del chofer, también escuchábamos al ayudante que estaba seguro
que era un gran conductor. Incluso cuando nos acercábamos a Sicuani dijo que quizás
no debía despertar al chofer y seguir manejando ya que “nunca he manejado de
Sicuani a Cusco”. En esos momentos tuve ganas de despertar yo mismo al chofer.
No hubo necesidad. Como si hubiera estado programado se despertó apenas entramos
a la ciudad.
Después de dormir el chofer era otro. Me sentí tranquilo, tanto que en
menos de una hora me quedé dormido. Me desperté de día cuando estábamos muy
cerca del Cusco.
PASAMAYO: SERPENTÍN O VARIANTE IGUALMENTE PELIGROSOS
Después de escribir de experiencias peligrosas en carreteras de la
selva y sierra del Perú, me traslado a la costa al mismo sitio que mencioné al
iniciar esta crónica: Pasamayo. A inicios de los setenta se inauguró la
Variante de Pasamayo como forma de evitar el serpentín. Era una carretera
moderna de dos vías que pasaba cientos de metros arriba de la anterior
carretera por una ancha planicie a la que había que trepar con bastante
esfuerzo para los vehículos pesados pero “casi” ideal para el recorrido de los automóviles.
El “casi” lo constituía el hecho que al subir los choferes se encontraban
muchas veces con espesa neblina por lo que resultaba muy difícil la
visibilidad, la que se agravaba entre los meses de abril y diciembre. Esa
carretera la recorrí varias veces, me parece que la primera vez a principios de
1972 en un viaje hasta Pativilca en que a la ida y a la vuelta pase de día por
lo que sólo reparé en lo empinado de algunos tramos. Pero a fines de octubre
que viajé a Chimbote de tarde, cuando días después regresé cerca de medianoche me
sentí muy nervioso, por más que el chofer del colectivo era un hombre
experimentado. Es que en la noche la niebla se ponía más espesa. Se avanzaba a
muy poca velocidad para no correr el riesgo de empotrarse contra otro vehículo.
En algunos casos algún acompañante tenía que sacar la cabeza por la ventana
para ayudar en a vislumbrar otros vehículos o los bordes del pavimento.
No fue tan tarde que pasé de regreso de Chimbote en otra ocasión. Fue
un peligro por culpa del chofer que era un irresponsable como también quienes veníamos
como pasajeros del colectivo por no hacerlo regresar para cambiar de auto. Se
trataba de un hombre de unos sesenta años totalmente sordo cuyo auto no tenía
el espejo retrovisor y que manejaba alegremente por el centro de la pista. Sólo
se ponía a su derecha cuando veía venir vehículos. Pero no pasaba lo mismo
cuando lo pasaban ya que no tenía forma de verlos ni tampoco escuchaba las
bocinas a sus espaldas. Cuando llegamos a la zona de Pasamayo y estábamos
aterrados, curiosamente nos sentimos mejor al darnos cuenta que como había
anochecido podía distinguir los juegos de luces que le hacían los vehículos que
venían detrás.
En los años 1977 y 1978 manejando mi Volkswagen viaje tres o
cuatro veces hasta Huacho para realizar reuniones de coordinación en los
momentos iniciales del PSR del cual fui uno de los fundadores.
En alguna ocasión, acompañado de Ana María, mi esposa, recogimos un par de
pasajeras en el Parque Universitario para financiar la gasolina. No tuve
mayores problemas con la niebla, salvo en el último en que además viajé con mi
hijo en esos momentos de cuatro años. Cuando llegamos tenía que reunirme entre
otros con César Farro, un compañero a quien conocía desde hacía más de diez
años. Dejé a mi hijo en casa de César para que jugara con sus hijos. Felizmente
quedó tan agotado que al regreso después de comer algo se quedó dormido y no
pudo darse cuenta de la neblina cerrada que no dejaba ver ni a un metro de
distancia. Yo manejaba lentísimo y mi gran temor era tener que realizar alguna
frenada brusca que asustara al niño. Por cierto que iba sentado a mi lado y no atrás
porque faltaban décadas para que se advirtiera que eso era peligroso. Y
pensábamos que a los niños había que tenerlos al alcance de la mano. Y no llevábamos
cinturón de seguridad porque en esa época los autos o no los tenían o no
sabíamos que los tenían…
Pero peligrosas como eran las carreteras en los años setenta,
la década del ochenta con un fuerte Fenómeno El Niño en el verano de 1983 y la
destrucción de carreteras principalmente en la costa, junto con el abandono del
mantenimiento por la crisis la grave crisis económica y la acechanza del
terrorismo, hizo que de un país de carreteras malas pasáramos a un país sin carreteras,
pero eso es otra historia que en algún otro momento contaremos.
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