Cuando llegó mi padre acompañado de un médico muy
amigo para atender el inminente nacimiento prematuro de su primogénito, ya habían
pasado algunos minutos de mi nacimiento. En la cama estaba yo morado de frío
unido a mi madre por el cordón umbilical. El médico anudó el cordón y procedió
a cortarlo. Mientras mi abuela me cubría con alguna manta, el médico se dedicó
a atender a mi madre, porque si había que salvar a uno, tenía más sentido
preocuparse por la joven mujer que acababa de tener un parto sin ninguna ayuda
y no por una endeble criatura que no alcanzaba los siete meses de formación y
cuyo aspecto no daba muchas esperanzas. Después de estar seguro que la madre
estaba bien, comenzó a examinarme con mucho esmero
y declaró que con muchos
cuidados podría salir adelante…
MI ASPECTO AL NACER NO PODÍA SER MÁS PREOCUPANTE
Una hora antes, mi madre había sentido tales
dolores que mi padre salió apresurado y muy nervioso en busca de ayuda
profesional, mientras mi abuela materna insistía en que seguramente era un
cólico estomacal. Con 18 años cumplidos cuatro días antes, estaba segura que mi
nacimiento era inminente y se negó a ir al baño como le indicaba mi abuela optando
por tenderse en la cama a la espera de la llegada del auxilio profesional. El
parto se produjo antes y fui literalmente expulsado sobre la cama… Segundos
después comencé a llorar, mientras que mi abuela que había tenido su último
parto a los 46 años se preguntaba si tenía que cortar el cordón o no, aunque no
pasaba por su mente si había que anudar antes.
El pequeño tamaño permitió que mi primera noche durmiera
en una caja de camisas acondicionada con mantas y, sobre todo, con botellas de
agua caliente bien envueltas para que no me quemaran pero sí atenuaran el frío
de ese húmedo domingo del mes de junio. Y no sé si al día siguiente o pocos
días después llegó a mi casa la cuna en que habían pasado sus primeros meses
varios de los primos Filomeno y que estaba programada para llegar un par de
meses después. Al igual que en la caja, en la cuna se iban poniendo y
reponiendo las botellas de agua caliente, convertidas así en una suerte de
incubadora casera. En esa cuna dormía más tiempo que otros recién nacidos,
mientras que mis familiares se preocupaban de enderezarme las orejas que
quedaban dobladas cada vez que dormía de lado y de cubrirme las manos preocupados
por los pequeñísimos dedos aun sin uñas.
Desde unos once años antes, cuando la familia Filomeno
se mudó del Rímac a Miraflores, mi abuela paterna casi no había dejado su nuevo
barrio, particularmente después de la muerte de mi abuelo ese mismo año 1931. Sin
embargo, apenas se enteró de mi nacimiento pidió a sus hijas que la acompañaran
a trasladarse inmediatamente a Lima para conocer a su nuevo nieto porque no
estaba segura de poder verlo si esperaba algunos días, dado su nacimiento tan precipitado.
Mi abuela se había resignado a que el segundo de
sus hijos varones no le diera nietos, como ya lo habían hecho la mayor de sus
hijas y el primero, el tercero y el cuarto de sus hijos. Mi padre, quien a los
39 años apuntaba para solterón, la sorprendió gratamente cuando el año anterior
anunció que tenía novia, la llevó a presentarla y unas ocho semanas después se
casaron. Cuando pocos meses después se enteró del embarazo de mi madre, doña
Carmen Chávez quedó muy ilusionada esperando al decimosexto
nieto, lo cual
explica su desazón al enterarse del nacimiento prematuro y su llanto cuando vio
a un bebe tan endeble, sin imaginar que me llegaría a ver caminando e incluso
conocer a una hermana que nacería casi dos años después.
Sus cuatro hijas solteras, hermanas de mi padre,
además de acompañarla en esa oportunidad, en las siguientes semanas se afanaban
por ir luego de sus trabajos para verme y ayudar a mi madre. Como alguna vez me
contaron había la expectativa por percibir los pequeños progresos del sobrino
junto con la inquietud sobre si el prematuro podía superar ese invierno que
recién comenzaba. Desde los primeros días de mi vida, las tías estuvieron
presentes como lo hicieron con sus 26 sobrinos (Ver crónica “La casa de las tías: refugio de los Filomeno” del 20
de abril de 2013).
PROBLEMAS FÍSICOS NO SE DEBÍAN A QUE ERA PREMATURO
Como no sólo sobreviví sino que poco a poco me nivelé con el
desarrollo de otros niños, mi nacimiento prematuro fue quedando como un
recuerdo preocupante en su momento pero felizmente superado. De esta historia
de los primeros días de mi existencia debo haberme enterado a los 7 u 8 años y
fue algo que también deposité en mis recuerdos. Salvo algunas bronquitis en mi época
escolar, tuve una niñez y adolescencia sanas. Para mis padres no había ya
motivo de preocupación.
Igual pasaba conmigo hasta que en 1955, ya en segundo de secundaria, a
los 13 años recién cumplidos cuando por muy poco tiempo asocié mi falta de
crecimiento a mi nacimiento prematuro. No fui considerado para integrar las
compañías de mi colegio que participaban marchando gallardamente en los
desfiles por Fiestas Patrias, tanto en Lima como en Surquillo y Miraflores (Ver crónica “Nunca pude ser brigadier” del
1° de noviembre de 2012). Se suponía que todos los alumnos de
secundaria desfilaban y yo no lo hacía por segundo año consecutivo debido a mi
escasa talla. Deseché la idea y pensé resignado que algunos otros primos sin
nacimiento anticipado no eran muy altos. Quizá por eso fui uno de los más
sorprendidos –gratamente sorprendido- cuando después de dejar el colegio en
diciembre de 1958 midiendo 1 metro y 61 centímetros alcancé el metro 78 al
finalizar el año 1960.
Nunca se me ocurrió vincular mi nacimiento prematuro a mi contextura bastante
delgada y asumí con total naturalidad desde que recuerdo, el apelativo de
“flaco” o “el flaco” que tengo desde hace más de seis décadas. De hecho mi
contextura me ha permitido conservar la misma talla en camisas o pantalones durante
prácticamente toda mi vida adulta.
LA HERENCIA DE MI PADRE Y LA SECUELA DE MI NACIMIENTO
A fines de 1959 alguna molestia para ver de lejos hizo que me midiera
la vista y me encontraran una ligera miopía –cansancio me dijeron inicialmente-
que en los siguientes años fue aumentando lentamente. Esto hizo que usara
anteojos permanentemente desde 1960 o inicios de 1961, aunque me los quitara
para leer o ver de cerca. Con el tiempo me acostumbré a estar con lentes en la
calle y quitármelos en casa o cuando estaba varias horas en oficina. En los
últimos años la miopía bajó considerablemente hasta prácticamente desaparecer
en un ojo, generándoseme un presbicia tardía que me obligó a tener lentes para ver
de cerca pasados los 65 años, cuando lo normal es que las personas necesiten de
este tipo de anteojos a partir de los 40 ó 45 años.
No se me ocurrió por cierto vincular la miopía a mi nacimiento
prematuro. Es una herencia de mi padre. No sólo se sacaba los anteojos para
leer, sino inconscientemente se cubría un ojo para hacerlo mejor, tal como me
ocurrió algunos años cuando la diferencia de la medida de miopía en cada ojo
era significativa. Recuerdo haber llegado un día a la casa y decirle a mi
madre: “Tengo los mismos ojos de mi padre…” y que ella me contestara “…cómo se
te ocurre, los de él son celestes” -y por tanto bien distintos a los míos
marrones oscuros- para yo replicarle: “Pero los ojos de ambos son miopes…”.
Por otro lado, los pies planos son también otra herencia de mi padre.
Si bien nunca tuve las dificultades de él para caminar, quizá porque encontré con
tiempo apoyo en unas plantillas de acrílico, que uso desde 1965. Debido a eso,
cuando voy a comprar zapatos, antes de probármelos, pruebo si las plantillas
van a entrar sin problemas o si no van a quedar “bailando” dentro del zapato.
Hace más de cincuenta años que yo no me mido zapatos sino mido a las plantillas…
Lo que definitivamente asocié a mi nacimiento
prematuro fue saber que tenía un brazo más largo que el otro. Ocurrió en agosto
de 1964 cuando mi padre me regaló un último terno, en víspera de un viaje a
Europa. Como he contado en otra oportunidad (Ver crónica “Mis recuerdos del Jirón de la Unión” del 22 de enero de 2016) en una sastrería, después de
una serie de malentendidos luego del arreglo del saco, me enteré que tenía
un brazo casi dos centímetros más largo que el otro.
AL INICIAR LOS AÑOS 60 ASUMÍ MIS CARACTERÍSTICAS
FÍSICAS Y MIS PÉRDIDAS
En 1963 cumplí 21 años que era en esa época la
edad para ser mayor de edad. En la primera mitad de esa década asimilé las
características físicas que tendría en mi vida. Flaco, alto y miope desde
inicios del 60, con un brazo más largo desde 1964 y con pies planos desde 1965.
Curiosamente en esos mismos años perdí a tres
personas de mucho significado en mi niñez y adolescencia. En julio de 1961
murió mi madrina de bautizo Teresa Filomeno Chávez la de carácter más fuerte de
las hermanas, no sólo considerando a las otras tres solteras sino también a
María Rosa, la mayor y única casada. Teresa ejercía una especie de jefatura de
la casa en la que vivían las cuatro tías solteras. Ella siempre estuvo
pendiente de mi desarrollo. Las veces que por distintas circunstancias me tocó
quedarme en la casa de las tías, ella se sentía con mayor derecho a atenderme.
Me trataba aparentemente con más cariño que a otros sobrinos, al igual que lo
hacía con mis primas Elsa y Carmen, hijas de otros hermanos, quienes también
eran sus ahijadas. Ninguno sin embargo podía competir con la mayor de sus
ahijadas, Elvira, hija de la única Filomeno casada. Al momento de morir, Teresa
había cumplido 60 años, aun muy temprano
para morir en términos actuales.
En noviembre de 1964, igualmente temprano
para lo
visto en la actualidad, murió a los 64 años Bernardo Regal Matienzo, mi padrino
de bautizo, quien justamente fue el médico que atendió a mi madre y a mí, en
ese orden, cuando ocurrió mi nacimiento. Pero no sólo eso, siguió acudiendo a
atendernos en los siguientes días primero y posteriormente unas dos veces por
semana. Un par de años mayor que mi padre, se habían conocido en el Rímac,
perteneciendo a la “tira de San Lázaro”, un grupo de jóvenes que en los años
veinte mientras realizaban sus estudios o comenzaban sus primeros trabajos,
algunos días de semana o sábado hacían largas tertulias en la plazoleta de la
Iglesia de San Lázaro o en algunas cafeterías o restaurantes cercanos. Con mi
padrino nos veíamos el mes de junio, en fecha intermedia entre mi cumpleaños y
el suyo. Me había dicho que en esos días lo visitara en la tarde en su
consultorio del centro de Lima en el jirón Arequipa, hoy avenida Emancipación.
Y desde los 9 o 10 años hasta los 19 o 20 no fallé. Si bien yo le llevaba mis
saludos y los de mi familia, él me daba una buena propina y disponía del tiempo
de toda una consulta para poder conversar tranquilamente y darme su opinión
sobre lo que yo pensaba, particularmente, cuando a punto de cumplir 17 años le
conté que ya estaba inscrito en el Partido Demócrata Cristiano. Siempre recibí
de él no sólo buenos consejos sino me permitía decirle mis propias opiniones.
Mi tía Teresa y Bernardo Regal fueron escogidos
por mis padres como mis padrinos. Y aunque la elección fue muy acertada, no
hubiese habido forma que yo expresara mi opinión. Tenía muy pocas semanas de
nacido e incluso todavía no debía haber nacido.
Cosa distinta ocurrió cuando mi confirmación.
Calculo que debo haberla hecha hacia 1949. En esa época era antes que la
primera comunión. Cuando mi madre me preguntó si quería escoger yo a quien
sería mi padrino de confirmación, le dije que sí y que lo escogería entre los
amigos de mi papá. Es que algunos domingos mi padre, que trabajaba en el
Colegio Nacional Ricardo Palma, próximo a convertirse en integrante de la Gran
Unidad Escolar ”Tomás Marsano”, invitaba a almorzar a profesores jóvenes,
algunos que incluso no tenían familia en Lima. Uno de ellos, sin dejar de estar
presente en las tertulias entre mayores, dedicaba algunos minutos en conversar
con el primogénito de la familia de unos siete años. Era bastante más joven que
lo que su calvicie sugería. Tenía 32 años, cajamarquino, soltero, biólogo y
profesor, era el sub director del colegio y se llamaba Pedro Coronado Arrazcue.
A él lo escogí y fue mi padrino de confirmación.
En los años siguientes, en que se casó con una
química farmacéutica que si mal no recuerdo tenía una farmacia “Valderrama” en
la esquina del jirón de la Unión con Pachitea, nuestras familias se visitaron
menos, porque además mi padrino asumió la dirección de estudios del legendario
Colegio Nacional Guadalupe en 1952 y la dirección general en 1958.
Paralelamente ejercía desde 1951 la cátedra de Metodología de las Ciencias
Biológicas en la Facultad de Educación de San Marcos. Por esa época también
publicó varios libros escolares sobre Biología. En el año 1961 recibió las
Palmas Magisteriales, aunque después de su inesperada muerte en octubre de 1963
fue promovido póstumamente a la condición de Amauta. Cuando falleció, Pedro
Coronado acababa de cumplir los 46 años, ahora y en esa época definitivamente
una edad muy temprana para morir, cuando no sólo estaba en la plenitud de sus
facultades intelectuales sino también comprometido en varias investigaciones
científicas y en elevar el nivel del colegio nacional más antiguo del país.
A LOS 60 AÑOS ME ALARGARON EL BRAZO
Varias décadas después, meses antes de cumplir
sesenta años, descubrí que la única característica física -o más bien defecto
físico- que había asociado a mi nacimiento era reversible. En esa época junto
con José María Salcedo habíamos visitado a un peculiar empresario muy
identificado con el inicial desarrollo pujante del emporio comercial Gamarra.
Además de ver una reedición actualizada de un libro que sobre él había escrito
Salcedo nueve años antes, este empresario ahora convertido a alguna religión
cristiana, estaba empeñado en lograr que Chema dejara de fumar para lo cual
había convocado a un pastor para que rezara por él. Mientras desayunábamos o
almorzábamos en su casa, fueron dos o tres los intentos en que la conversación
que sosteníamos se deslizara hacia el hábito y los peligros de fumar, pero no
lo logró.
Pero en la última vez que nos reunimos y cuando
no había concurrido el pastor, alguien interrumpió al empresario y le pasó el
teléfono. Escuchamos su contrariedad al recibir alguna información y dijo que
ya vería más tarde qué hacer. ¿Malas noticias? Le preguntamos. Una equivocación
en la confección de un lote de camisas, han confundido las tallas de las piezas
a coser y han puesto una manga más corta que la otra, nos dijo. Ya veré más
tarde que las descosan y vuelvan a armar el lote, concluyó. Sonriendo comenté:
de repente son camisas hechas para personas como yo. Y ante la tácita
interrogación con la mirada de nuestros interlocutores alargué ambos brazos y
claramente el derecho era casi dos centímetros más largo.
En ese momento el empresario amigo cerró los ojos
como concentrándose. Estoy seguro que pensaba que si no podía que uno deje de
fumar, haría que al otro le crezca un brazo. Después de unos segundos volteó y
me dijo: el pastor se encargará que tus brazos sean iguales. Miré a Chema tan
intrigado como yo y le contesté que no aceptaría si había que tomar algo. Sólo oraciones
e imposición de manos, me indicó. Bueno, no pierdo nada pensé y acepté…
Dos días después, en el escritorio del empresario
estaba sentado frente al pastor que se encontraba de pie. El hombre de unos 40
años había casi terminado la carrera de medicina y era de ascendencia china.
Comenzó a rezar en un ritual, que yo no tomaba en serio. Era una mezcla de
curandería y medicina oriental mientras entonaba cánticos religiosos. Más de
una vez me tocó los hombros y no recuerdo si también la cabeza. Después de unos
minutos tomó mi brazo cerca del hombro izquierdo y realizó unos movimientos de
estiramiento con mayor arte que fuerza. Sentí tensión pero no dolor y de pronto
claramente un deslizamiento de mi brazo, mientras la cara del pastor parecía en
sopor. No se te vaya a pasar la mano dije medio en broma porque por milésimas
de segundo sentí que ahora sería el izquierdo mi brazo más grande, mucho más
grande… Salió el pastor de su letargo y volvió a ser el hombre normal con quien
había compartido la mesa varias veces en las dos últimas semanas. Respiré
profundo y me medí ambos brazos. Estaban iguales o casi iguales. En realidad ahora
el izquierdo tenía apenas un milímetro y medio más, realmente imperceptible
frente a la diferencia de casi dos centímetros que había tenido mis brazos en
las últimas décadas.
Una hora después ya en mi casa, mi esposa no lo
podía creer hasta que probamos camisas y sacos y el problema del distinto
tamaño de los brazos había desaparecido. Hoy casi 15 años después ninguno de
mis brazos se ha encogido, tampoco ninguno ha crecido...
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