viernes, 22 de abril de 2016

RECUERDOS DE RUSIA (1978/1988)

Las veces que pasé por Moscú, capital de la actualmente desaparecida Unión Soviética y de la también desaparecida República Socialista Federativa Soviética de Rusia y capital hoy y antes de 1703 de Rusia, tuve oportunidad de ver algunas cosas que a los ojos de los peruanos resultaban raras. Aunque todas las veces que estuve en esa inmensa ciudad fue por razones políticas o de tránsito debido a reuniones en otros países, en esta oportunidad voy a referirme a algunos recuerdos que poco tienen que ver con actividades políticas. La capital rusa entre 1703 hasta 1918 fue San Petersburgo, que durante varias décadas del siglo pasado fue denominada como Leningrado.

En noviembre de 1978 la primera vez que visité Moscú, en más de una oportunidad paseé por sus calles caminando solo. Después de varios días caí en cuenta que era común que las personas caminaran empuñando bolsas de plástico enrolladas completamente, tanto que apenas se notaban porque quedaban ocultas dentro de los puños. Varios llevaban portafolios llenos en una mano y empuñaban una bolsa en la otra. O mujeres con cartera colgada del hombro y la bolsita en la mano. Me quedé con la curiosidad.

EL MISTERIO DE LAS BOLSAS DE PLÁSTICO

Aunque estuve en la ciudad un par de veces más, fue recién en diciembre de 1987 en que encontré una explicación a esa costumbre. Dos días después de haber llegado a Moscú con Ana María, mi esposa, como invitados del Partido Comunista de la Unión Soviética, PCUS, para un viaje de “descanso y chequeo médico” Anatoly, funcionario del departamento Internacional del PCUS, nos buscó en el hotel  para dirigirnos a una feria artesanal (Ver crónica “Moscú - Surmenage - Moscú” del 21 de agosto de 2015). Cuando bajamos del auto para recorrer los puestos nos esperaba su esposa, a quien nos presentó. Ella comenzó a caminar con Ana María hablando “portuñol” ya que habían vivido en Lisboa, mientras que yo conversaba con Anatoly en español.

Mientras caminábamos alrededor de una especie de alameda de unos ciento cincuenta metros, reparé que varias de las personas con las que allí nos cruzábamos empuñaban… una bolsa de plástico. No pude evitar decirle a mi interlocutor que desde hacía años quería preguntarle a qué se debía. Anatoly sonriente sacó una bolsa de plástico enrollada de un bolsillo de su abrigo y me dio la explicación para aquello que me intrigaba desde hacía años.

En la época de la segunda guerra mundial, cuando no estaban bajo fuego enemigo, hombres y mujeres trataban de conseguir algo que les sirviera para alimentar a la familia. Había racionamientos y restricciones de todo tipo, al mismo tiempo que era necesario proveer de alimentos a quienes  combatían. Fue una época durísima me contaba Anatoly, quien había escuchado tristes relatos de esa época de sus padres y parientes.

En los años siguientes al fin de la Gran Guerra, como allí se le denominaba, hubo escasez generalizada. Y poco a poco iban apareciendo productos comestibles que literalmente desaparecían muy rápido. Esos productos se vendían en las tiendas, pero muy pocas veces había bolsas suficientes. De esos años nació la costumbre de caminar con alguna bolsa de plástico por si acaso descubrían artículos repentinamente salidos a la venta, para lograr adquirirlos y tener cómo llevarlos. Eso sucedía cuando yo recién había nacido y cuando viví mis primeros años. Creo que ya desde que tengo uso de razón esa situación de carestía total no existía más, pero mis padres, los de su generación y los mayores a ellos siguieron caminando con sus bolsas. Y cuando nosotros nos hicimos mayores y comenzamos a tener nuestros propios hogares y familias, automáticamente repetimos la costumbre de las generaciones anteriores. Caminamos empuñando nuestras bolsitas de plástico, pese a que no había escasez y que en las tiendas se entregan los productos que uno compra en bolsas…

Luego de escuchar todo lo anterior, entendí claramente que lo que me había llamado tanto la atención nada tenía que ver con la producción o la situación económica de esos años, formaba ya parte de la cultura de un pueblo que había vivido muchas guerras, la última de las cuales le había costado más de veinte millones de muertos.

COSTUMBRES EXTRAÑAS
Mientras caminábamos bastante abrigados, ese mediodía del 5 diciembre que aunque no había comenzado oficialmente el invierno  la temperatura era de unos 4 grados bajo cero, me sorprendió otra costumbre rusa: la gente caminaba disfrutando sus conos de helado. Cuando comentamos ya los cuatro cómo nos extrañaba esto a los peruanos considerando que en otros países era natural ver gente con helados en verano pero de ninguna manera bajo cero, nuestros amigos nos indicaron que todo el año los helados eran apreciados, aun cuando en el crudo invierno las temperaturas estaban por debajo de los 20 o 30 grados centígrados. Además del rico sabor -entiendo que todos los helados eran naturales sin mayores elementos químicos- en los momentos de más fuerte frio lograban que por la boca circulara un manjar menos frío que el que existía en el ambiente.

No serían las únicas costumbres rusas que nos llamarían la atención. Semanas después de regreso de Sochi y Odessa, a dos o tres días e emprender el regreso a Lima y después de varias visitas durante el día, decidimos liberar a nuestro traductor, asegurándole que no tendríamos problema al momento de ordenar la cena en el comedor del hotel del partido. Serían las 7:30 de la noche cuando decidimos salir a caminar con Ana María. Una hora como máximo nos dijimos, si es que el frío no nos devuelve antes. Con abrigo, bufanda, chompa gruesa, gorro de piel y botas, ella, botines yo, emprendimos el camino a paso lento considerando que no estábamos acostumbrados a caminar con tanta ropa puesta.
A 5 o 6 grados bajo cero, con restos de nieve en las veredas lo más peligroso era encontrarse con hielo por lo resbaladizo. Nuestro paseo por lo lento resultó muy corto. Avanzamos apenas unas cuatro o cinco cuadras y regresamos al hotel. Sin embargo, en el trayecto unas tres veces vimos algo inusitado para peruanos. Personas abrigadas que le abrían las pesadas puertas de los edificios a sus gatos que se apresuraban a salir corriendo hacia un lado de los edificios y regresar rápidamente donde sus dueños los esperaban para empujarles las puertas. Los gatos eran tan independientes como los de nuestro país pero era evidente que no había forma de dejar el edificio y mucho menos de soportar el frío intenso del exterior a pesar que, por lo menos en apariencia, tenían el pelo más largo que los gatos peruanos.
SUPERSTICIONES  SIMILARES AL OTRO LADO DEL MUNDO
El día que íbamos a iniciar el regreso después de una larga y reparadora estadía en la Unión Soviética, entregamos nuestras maletas a las 4 y 30 de la tarde. Paseamos un rato con Andrei, el joven y atento traductor durante nuestra estadía. Comimos relativamente temprano y esperamos en la salita de nuestra habitación del hotel “Octubre” a Anatoly quien nos acompañaría al aeropuerto. Mientras conversábamos algo estábamos contando sobre el reciente accidente de aviación que acabó con todo el plantel del Alianza Lima, compuesto además de muchas promesas jóvenes del futbol peruano, cuando Anatoly golpeó por tres veces la mesa de madera alrededor de la cual estábamos sentados. Fue en ese momento que los dos soviéticos y los dos peruanos caímos en cuenta que era idéntica la reacción cuando se escucha algo que siendo producto de la mala suerte no se quiere que le pase a uno.

Poco después salimos con dirección al aeropuerto llevando nuestros maletines a los cuales en algún momento habíamos reacomodado, para dejar algún espacio a las chompas y bufandas que tendríamos que guardar, considerando que nos embarcábamos en el frío invierno ruso para llegar al cálido verano peruano.
Al despedirnos agradecimos mucho a nuestros acompañantes por el trato recibido con frases más personales para Andrei a quienes habíamos visto diariamente por más de un mes y a quien habíamos tratado como a hijo. Pero por cierto, con especial énfasis en el agradecimiento a Anatoly quien había decido nuestra invitación. Al hacerlo tuve la seguridad que nos volveríamos a ver con él, lo cual ocurrió dos veces ese mismo año, en Moscú y en Lima en situaciones previsibles y en 1990 a fines de octubre en circunstancia que ninguno hubiera imaginado ni siquiera lejanamente.

UNA BOLSA DE TELA RECUPERADA CASI SEIS MESES DESPUÉS
De regreso a nuestra casa, después de encuentros con nuestros hijos y padres, descubrimos que algo faltaba en nuestro equipaje: una pequeña bolsa de tela que contenía joyas y adornos de Ana María. La mayoría era de fantasía. Sin embargo había una pulsera gruesa y tres delgadas pulseras de oro, regalo de la abuela y del padre de Ana María. Tenía valor sentimental pero también monetario. En todo caso, entristecidos, nos consolamos pensando que el viaje realizado compensaba con creces lo perdido. Pero lo que resultaba muy difícil era que entre las joyas había un antiguo collar de perlas de mi suegra cuyo valor no podíamos ni calcular. Lo teníamos muy presente porque justamente lo había usado Ana María la noche anterior a nuestro viaje, cuando asistimos al famosísimo Teatro Bolshói  a una presentación de la compañía de ballet del mismo nombre. Pero asumimos que no había nada qué hacer.

Meses después, el 18 de junio, cerca de medianoche, llegué en tránsito a Moscú con destino a Berlín Este. Iba a una reunión internacional invitado por el Partido Obrero Unificado Alemán de la hoy desaparecida República Democrática Alemana. Dormí en un hotel en el aeropuerto y al día siguiente, antes de subir a mi vuelo, llamé por teléfono a Anatoly para saludarlo. Me dijo que debía haberle avisado con anticipación y como le dije que esa sería mi ruta también de regreso, me dijo que al regreso lo llamara desde Berlín avisándole cuándo llegaba de tránsito. Para que el viaje no sea tan cansador pide que te ponga el pasaje hasta acá el día anterior de la salida de tu vuelo a Lima, me recomendó.
Siguiendo su consejo, una semana después arribaba a Moscú, donde me esperaba Anatoly a quien desde Berlín le había comunicado telefónicamente mi llegada. Cómo he relatado en otra ocasión (Ver crónica “Una Navidad lejos de casa” del 19 de diciembre de 2014), esa visita me permitió vivir una experiencia impensada: visitar templos ortodoxos acompañado de una guía y traductora puesta por el Partido Comunista de la Unión Soviética…

Al día siguiente, después de comer temprano y antes de salir para asistir a un festival folclórico porque Anatoly pasaría para acompañarme al aeropuerto a las 9 y 45 de la noche, recordé mi partida de seis meses antes y -casi sin ninguna esperanza- le pedí a Marina, la traductora, que preguntara en recepción si no habían encontrado una bolsa olvidada por mi esposa, indicando que en enero había estado alojado en el sexto piso en el ala izquierda del edificio. Las consultas no demoraron más de un par de minutos y le dieron una respuesta a Marina, quien sonriente me dijo: Subamos al sexto piso que allí se encuentra la bolsa. Efectivamente, en el depósito donde se guardaban maletas y otros objetos de personas que viajaban por algunos días fuera de la capital había una especie de casilleros. De uno de ellos sacaron un sobre de manila que llevaba escrito mi nombre y Perú en ruso. Abrí el sobre y encontré la pequeña bolsa de Ana María.
Recordé entonces que esa bolsa nunca estuvo en las maletas sino que habíamos decidido llevarla en uno de los maletines de mano, los mismos que manipulamos para dejar sitio para guardar bufandas y chompas. En esos momentos debió caer la bolsa al piso sin que nos percatáramos. Ni mi esposa ni yo imaginábamos cuando dimos por perdida la pequeña bolsa, que antes de medio año la recuperaríamos sin nada que faltara.

Cuando íbamos camino al aeropuerto le conté a Anatoly lo sucedido y me dijo orgulloso que no por gusto era el hotel del PCUS y que el “Octubre” siempre sería un hotel que se distinguiera de cualquier otro. Ninguno de los dos imaginábamos que antes de 28 meses ese hotel sería esencialmente distinto (Ver crónica “De tránsito por un país que no existe” del 21 de febrero de 2014).
 
 

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