viernes, 20 de noviembre de 2015

QUINCE AÑOS ESPERANDO TELÉFONO (1973/1988)


Cerca de la una de la tarde, estábamos en la puerta del local del Partido Socialista Revolucionario en la parte sur del Parque de la Reserva, habíamos terminado una reunión con algunos dirigentes del Grupo de No Partidarizados de Izquierda Unida. Almorzaría por allí, ya que a las tres de la tarde tenía una reunión del Comité Directivo Nacional de IU.

En ese momento acompañaba al general Leonidas Rodríguez, presidente del PSR, ya que su esposa Nena, pasaría en el auto a recogerlo en unos minutos. Cuando llegó me acerqué a saludarla y me dijo mientras leía un papel: Hablé con Ana María y quiere que la llames al número… 488918. Apunté, le agradecí y me despedí de ambos.

Regresé al local partidario y desde el teléfono que allí había marqué ese número pensando que, cómo era sábado, mi esposa habría salido con mis hijos a la casa de algún familiar o amigo. No me extrañaba que el número no me resultara conocido porque mi buena memoria tiene dos excepciones: nombre de medicamentos y números telefónicos. Después de dos o tres timbradas me contestó Ana María. ¿Dónde están? pregunté. En la casa fue su respuesta. Me quedé desconcertado y ella añadió: hace unas tres horas instalaron el teléfono.

Era el 10 de diciembre de 1988. Nuestra solicitud de teléfono era del 6 de agosto de… 1973 ¡Más de 15 años atrás!

PEDÍ TELÉFONO CUANDO ÉRAMOS DOS Y CINCO CUANDO LO INSTALARON

El 31 de julio de ese año nos habíamos mudado a nuestra casa en la que hasta hoy vivimos. Fue justo el día que se venció nuestro contrato de alquiler por un año del departamento en un cuarto piso de la avenida Pershing, frente al Hospital Militar. Lo habíamos alquilado desde el primero de agosto de 1972, pero como estaba vacío nos permitieron ir llevando los pocos muebles que habíamos comenzado a comprar en últimos días de la segunda quincena de julio. Nuestro matrimonio fue el 4 de agosto, por lo que habíamos vivido prácticamente un año allí. Pero los fines de semana desde abril de 1973 habíamos comenzado a buscar dónde comprar una casa propia. Era posible de acuerdo a nuestras posibilidades de pago con una hipoteca a 20 años y la cuota inicial con ayuda de nuestra cooperativa, la Cooperativa de Ahorro y Crédito Santa Rosa de Lima, cuyos préstamos nos sirvieron para los gastos de nuestro matrimonio, la casa y el primer auto nuevo que compramos.

Nuestra casa nos fue entregada el 27 de julio, aprovechamos los días de Fiestas Patrias para, en nuestro desgastado Volkswagen -del año 1966 pero con cuatro dueños previos a nosotros- ir llevando ropa, libros, adornos y enseres de cocina y contratamos un camión el día 31 para trasladar los pocos muebles y aparatos eléctricos que en ese momento teníamos. La primera noche, después de haber sentido durante doce meses el ruido del tránsito intenso de una avenida, nos sentimos en el campo, en una urbanización nueva, en una casa que quedaba a unos quince metros de una avenida por la que pasaban escasísimos autos y una sola línea de microbuses.

En el departamento estábamos a cinco cuadras de residencial San Felipe donde vivían mis padres y en sentido contrario, en línea recta, por la avenida La Marina llegábamos a la avenida Guardia Chalaca en Bellavista donde vivían mis suegros. En cambio desde Surco estábamos bastante más lejos, prácticamente en las afueras de Lima en ese entonces. Aunque ambos trabajábamos en el Cercado de Lima, la lejanía de nuestra casa nos hacía sentir incomunicados sensación que no teníamos en el departamento. No sólo ocurría que nos sentíamos alejados, sino necesitábamos saber que podíamos comunicarnos rápido. Se avecinaba un importante acontecimiento para nuestras vidas. Muy pocos días antes de la mudanza, un análisis había comprobado que Ana María estaba esperando a nuestro primer hijo. Mucha mayor razón para tener teléfono en casa.

El 6 de agosto, una semana después de mudarnos a nuestra casa, fuimos a la Compañía Peruana de Teléfonos y solicitamos nos instalaran uno en nuestro flamante domicilio. Meses después, 12 de marzo, a las once de la noche conduje a emergencia del entonces Hospital del Empleado –hoy Edgardo Rebagliati- a Ana María. Luego de dejarla y como tampoco tenían teléfono, me fui hasta la casa de mis suegros en el Callao para avisarles la inminencia de la llegada de una nueva nieta o su primer nieto, ya que en esa época no se podía saber con anticipación el sexo del recién nacido.

La llegada de mi hijo sí hizo que mis suegros pidieron teléfono y lograron tenerlo antes de un año. Tenían en ese momento dos nietas pero vivían a menos de una cuadra de su casa por lo cual el teléfono no había sido prioridad para ellos. Mientras tanto nosotros seguimos esperando que instalaran el nuestro. No podíamos imaginar que luego de la llegada de nuestro hijo llegarían una hija en junio de 1975 y otra hija en enero de 1979, pero aun después de ser padres por tercera vez terminaríamos la década sin que llegara ningún teléfono.

MÁS DE DOCE AÑOS UTILIZANDO TELÉFONO AJENO

Por esa época no nos quedaba otra cosa que comunicarnos caminando al teléfono público que quedaba a unos cincuenta metros de nuestra casa. Sin embargo, pasados unos dos o tres años desarrollamos una buena relación con unos de nuestros vecinos, Lucho Velásquez y su esposa Lily, cuya casa quedaba a menos de veinte metros de la nuestra. Ellos se ofrecieron a prestarnos el teléfono, no sólo para llamar sino para recibir llamadas. Les agradecimos mucho y en los 11 o 12 años que siguieron, tratamos -y creo que logramos- no abusar del ofrecimiento.

De hecho tratamos de no utilizar el teléfono para llamar. Optamos por acudir en la gran mayoría de los casos al teléfono público cercano. Y más de una vez -cuando se encontraba malogrado- buscábamos otro ya que había dos o tres en un radio de unos 200 metros. Sólo en casos en que no encontrábamos teléfono y era demasiado urgente, acudíamos a la casa de los Velásquez. Sólo dimos ese número nuestros padres, pero fueron contadas las veces que mis suegros o mi madre nos llamaron. Yo lo hacía en casos que no me quedaba alternativa: una reunión que podía prolongarse y hacer que me quedara en algún lado ya que había toque de queda, por ejemplo. Posteriormente el teléfono de nuestros vecinos también para casos de emergencia lo tenían Leonidas Rodríguez y su esposa. Y unas tres o cuatro personas más, a las que les habíamos advertido que sólo en casos excepcionales nos llamaran.

No era la primera vez en mi vida que necesitaba utilizar teléfono ajeno. Cuando vivíamos en el jirón Marañón (ver crónica “Cambié de casa en octubre de 1948” del 27 de noviembre de 2012) hasta ya avanzada la década del cincuenta -calculo que hasta 1954 o 1955- necesitábamos acudir a la casa de unos vecinos que vivían frente a la casa para hablar por teléfono. Recuerdo que era un aparato de pared que tenía el discado y el micrófono para hablar y de un costado salía un cable de unos 60 centímetros que terminaba en un audífono y que estaba colgado de una especie de horqueta a la que presionaba y que era el contacto para conectarse a la red telefónica. Cuando uno lo descolgaba se abría el circuito y se escuchaba el tono de marcar. En realidad era muy ocasionalmente que utilizábamos ese teléfono. Prácticamente sólo para llamar a la oficina de mi padre si había alguna urgencia. O para llamar a casa de mis cuatro tías –las señoritas Filomeno- cuando íbamos a realizar alguna visita no prevista.

LAS URGENCIAS DE PACO MONCLOA

Pero regresando a la utilización del teléfono de los Velásquez, desde el primer momento nos preocupamos porque nos llamaran sólo en casos muy urgentes. Por el año 1978, luego de algunos episodios de persecución policial (ver crónica “Hace 35 años fui un papá de la calle” del 24 de mayo de 2013) estábamos un día despidiendo en la puerta de mi casa a Antonio Meza Cuadra, en esos momentos secretario general del PSR, y a Francisco “Paco” Moncloa, dirigente también del partido, cuando nuestros vecinos salían de su casa. Comenté que ellos eran los que excepcionalmente nos prestaban el teléfono y antes que terminara de hablar, Paco se estaba acercando a saludarlos, presentarse y… pedirles su número telefónico por si se presentaba “algún caso de emergencia”.

Por esos meses, tres o cuatro veces había llegado a mi casa Hernán Zegarra Obando, quien vivía en otra manzana de la misma urbanización, para decirme que Paco quería que lo llamara a su casa. Hernán había sido jefe de informaciones y comentarista político en el diario Expreso cuando Paco era sub director. Ambos, al igual que yo que tenía pocos meses como editorialista, habían sido despedidos por la nueva administración que tenía la confianza política del gobierno militar de la llamada “segunda fase” encabezada por el general Morales Bermúdez.

Pero volvamos al encuentro de Paco con mis vecinos y sus consecuencias. No hubo forma en los dos o tres años siguientes que Paco entendiera que ese no era mi teléfono, ni que no todas sus llamadas eran “de emergencia”. Por cierto que no llamaba todos los días, pero sí cada vez que necesitaba hacerme alguna consulta que podía ser fácilmente hasta una vez por semana. En setiembre u octubre de 1980, en plena campaña electoral de Alfonso Barrantes a la alcaldía de Lima, en que sorpresivamente logró el segundo lugar que lo enrumbó al triunfo tres años después, Paco llamó una mañana a la casa de los Velásquez. Mi vecina apenas reconoció su voz le dijo que yo seguramente estaba en mi trabajo ya que no se veía mi auto en el estacionamiento: pero Paco la interrumpió para decirle que se trataba de una “urgencia” distinta y pedirle que fuera a la casa de Barrantes -que quedaba a unos 400 o 500 metros de distancia- para indicarle que lo llamara…

La oportunidad que tengo más presente de haber sido llamado a la casa de nuestros vecinos ocurrió en la mañana del 29 de agosto de 1988. Me llamó Susana Bedoya, amiga de muchos años y que coordinaba asuntos municipales en representación del PSR con Henry Pease. Ella me contó entre lágrimas que la noche anterior había fallecido intempestivamente Mary, la esposa de Henry y gran amiga nuestra.

En esos años la devaluación había hecho que los teléfonos públicos necesitaran ser alimentados por dos, tres y hasta cinco monedas. Incluso las monedas valían más para ser utilizadas como “huachas” haciéndoles un hueco al centro. Y muy poco después las monedas dejaron de circular. En 1980 los monederos de los teléfonos fueron cambiados para usar fichas en lugar de monedas. Se llamaban RIN y fueran usadas durante más de diez años, considerando que a lo largo de esa década la inflación siguió cada vez más acelerada. Las fichas servían no sólo para utilizar en los teléfonos, también en algunos casos para dar vuelto en las bodegas. En determinadas épocas escaseaban por lo que eran muy solicitadas y en toda casa se trataba de mantener alguna ficha en reserva. Las cabinas telefónicas terminaron por ser llamadas también RIN –no tengo seguridad qué significaban sus siglas- y no era raro que en las conversaciones algunos dijeran que fueron al RIN de la esquina de su casa o que varios RIN de su barrio estaban malogrados.

Pero dejemos los problemas de la falta de teléfonos en general, para regresar a lo que ausencia significaba en mi vida diaria.

NI CON EL APOYO DE PARLAMENTARIOS ME PUSIERON TELÉFONO

El 27 de julio de 1986, en la última sesión del III Congreso Nacional del PSR se realizaron las elecciones de dirigentes partidarios y fui elegido secretario general, al culminar el periodo en el cargo del brillante senador Enrique Bernales, con quien no sólo habíamos trabajado en equipo en su gestión como secretario general sino que nos conocíamos más de 25 años. Una vez más Leonidas Rodríguez fue reelegido presidente, cargo que sin llegar a ser honorario constituía una especie de referencia moral para la militancia. Era la secretaría general donde se reflejaban las tendencias internas, que de hecho no significaban grandes diferencias. Cinco días después, el primero de agosto, se iniciaba el periodo de la Coordinación de Turno a cargo del PSR y justamente se preveía un periodo intenso porque había que definir las candidaturas a las elecciones municipales de ese año, incluyendo las de Lima Metropolitana donde el presidente de IU, Alfonso Barrantes Lingán, era alcalde en ejercicio. En momentos como esos en que la falta de teléfono era un problema mayor.

De este problema hablamos en una reunión de nuestra Comisión Política que tuvimos pocos días después y los diputados Manuel “Manano” Benza -a quien le había ganado la secretaria general- y Fernando Sánchez Albavera indicaron que harían una gestión directamente con el entonces presidente de la Compañía Peruana de Teléfonos, el empresario y respetado dirigente aprista César Garrido Lecca. Le pidieron una cita, fuimos los tres, nos trató con mucha cordialidad, bromeamos sobre que los apristas no debían aprovechar que sus rivales más importantes contaran con recursos disminuidos, convocó a los funcionarios administrativos y técnicos implicados y culminamos la reunión con la promesa que se instalaría el teléfono en mi casa “salvo problemas técnicos insalvables”. Un par de días después, Manano recibió una lacónica respuesta, a través de un asistente de Garrido Lecca: técnicamente era imposible…

RECLAMO A NIVEL NACIONAL DE SOLICITUD NO ATENDIDA

Casi dos años después, en abril 1988 en que estaba otra vez como Coordinador de turno de Izquierda Unida, todavía no se habían solucionado los “problemas técnicos”, es decir, no tenía teléfono en casa. En algún momento hubo versiones contradictorias sobre la realización de una reunión del Comité Directivo Nacional que no se concretó y, como siempre, se comenzó a especular de problemas internos en la organización. Para hablar sobre este asunto, un productor de Radio Programas del Perú, RPP, me ubicó una noche en el local partidario para coordinar una entrevista telefónica al día siguiente 5 de abril para su programa noticioso matinal que creo ya se llamaba La Rotativa del Aire. Acepté y quedamos que me llamaban al día siguiente a las 8:30 de la mañana. ¿Cuál es su teléfono?, me preguntaron. Este mismo, contesté. ¿El del local partidario?, preguntó extrañado. Así es respondí. Conversé con algunos de los compañeros que sabían que no tenía teléfono en casa y les comenté que tendría que llegar a primera hora al local, después de dejar como de costumbre a mis hijos en sus colegios.

A la hora convenida me llamaron y fue el recientemente fallecido Humberto Martínez Morosini quien me entrevistó. No recuerdo el detalle del asunto que tratábamos, pero sí que al terminar la entrevista me preguntó por qué no me había puesto de acuerdo con el senador Javier Diez Canseco, secretario general del Partido Unificado Mariateguista e integrante también del Comité Directivo, y le contesté que me había sido imposible comunicarme con él…

Oiga usted, estamos en la era de las comunicaciones, actualmente no se puede aducir dificultades para comunicarse, me dijo rotundamente don Humberto. No esté tan seguro, le dije, y antes que me cortara añadí: Aprovecho la oportunidad para invitar el próximo 6 de agosto al actual presidente de la Compañía Peruana de Teléfonos, Camilo Carrillo, a quien conozco hace 30 años, para celebrar juntos los quince años de mi solicitud de teléfono que aún no es atendida. El experimentado periodista sólo atinó a decir: no me imaginaba algo así y yo repliqué: tenga la seguridad que en 1973 yo tampoco lo imaginé. Por supuesto que no hubo ninguna celebración y por tanto no invité a nadie al “quinceañero” de mi solicitud. Pero aun cuando lo hubiese hecho, ya Carrillo había dejado la presidencia de la CPTSA y era ministro de Justicia desde la noche justamente del 5 de abril.

POR QUÉ NO ME QUEJO DE PROBLEMAS TELEFÓNICOS

Ocho meses después que contara por radio en amplia audiencia nacional la larga espera por teléfono, finalmente lo instalaron en mi casa. Estoy seguro, considerando el ritmo de vida de nuestra familia en las décadas de los 70 y 80, que esa carencia tuvo consecuencias negativas –y quizá algunas positivas- en mi vida familiar, política y laboral. Por eso actualmente inconscientemente me niego a coincidir cuando alguien se queja de los servicios telefónicos. Si ahora pueden instalar teléfonos fijos en un día o dos, si con mi celular aprieto un solo número y me contesta una hija a más de 5,600 kilómetros de distancia, si puedo estar en algún lugar del Perú a más de 4000 metros de altura y puedo comunicarme marcando también un solo número con mi esposa o cualquiera de mis hijos. Si comparo todo eso y recuerdo que hace menos de tres décadas cumplí 15 años esperando me instalaran un teléfono ¿no resulta un poco extraño quejarse del servicio telefónico?

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