viernes, 23 de mayo de 2014

SORPRENDIDOS POR COSTUMBRES EXTRAÑAS (1981)

En julio de 1981 presidí una delegación del Partido Socialista Revolucionario que viajó a la ahora inexistente Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas invitada por el Partido Comunista de ese país. La invitación era la continuación de una práctica que había iniciado años atrás ese partido de acercarse a partidos no comunistas, entre ellos a varios partidos socialistas latinoamericanos. Años antes, los amigos de dos partidos chilenos el Partido Socialista y el Movimiento de Acción Política Unitaria Obrero Campesino, MAPU-OC, me habían comentado que la primera etapa de establecer relaciones inter partidarias lo constituía una invitación a dos o tres dirigentes a un viaje de unos 20 ó 25 días que incluía visitas a Moscú y otras ciudades, unos días de descanso en un balneario en el Mar Negro e incluso un chequeo médico.
 
La delegación partidaria la integrábamos el general Arturo Valdés, el médico Álvaro Vidal, integrantes todos de la Dirección Nacional del PSR y yo. De la forma cómo fuimos recibimos y las particularidades del hotel partidario en Moscú ya he hablado hace unos meses (ver crónica "Moscú: no sólo los tres hoteles fueron distintos" del 26 de noviembre de 2013). En esta ocasión quiero relatar algunos episodios que grafican cómo las costumbres de otros países nos confunden e incluso nos pueden dar impresiones muy distintas a la realidad.

¿EN QUÉ SANATORIO NOS QUIEREN INTERNAR?
Llegamos en la noche del 10 de julio y en los primeros tres o cuatro días hicimos diversos paseos por la ciudad y visitas al museo panorámico Borodin, una enorme exposición llamada Logros soviéticos, la altísima torre de televisión, la imponente Plaza Roja y el mausoleo del Kremlin. Pero nuestra primera actividad, en la mañana siguiente a nuestro arribo fue  pasar por exámenes de diversos tipos en la clínica del Comité Central, que al igual que el hotel donde estábamos alojados no tenía ningún tipo de signo distintivo para poder ser identificada por quienes pasaran por las afueras de la edificación. Tuvimos en los siguientes días otra visita para completar exámenes médicos. Felizmente ninguno de los tres tuvo ningún problema mayor y  al final del chequeo a cada uno se nos dio una especie de cartilla. Se nos dijo – a través del traductor- que la entregáramos en el sanatorio del Mar Negro al que iríamos en los días siguientes.

Esta última información nos preocupó, ya que además del chequeo médico sabía que tendríamos un par de semanas de descanso, pero nadie nos había indicado que nos internarían en un sanatorio. Al interrogar a Afanasiev, nuestro traductor, se disiparon nuestras preocupaciones ya que nos aclaró lo que para ellos era sanatorio. En realidad era un hotel de descanso, con algunos servicios médicos de carácter ambulatorio como el de odontología o de fisioterapia, además con posibilidad de servir comidas especiales en el caso que algunos de los huéspedes la necesitaran.
Por cierto que una de las primeras noches estuvimos en una función de ballet y una mañana visitamos el mausoleo de Lenin, que al igual que la primera vez que estuve en la capital soviética siempre tenía grandes filas de personas que avanzaban compungidas para pasar frente a la urna que conservaba el cuerpo del fundador del Estado soviético.

DESCANSANDO EN UNA CIUDAD SANA
Cuando llegamos a Sochi el 15 de julio nos encontramos que era una ciudad que, por estar al borde del mar Negro y por su buen clima, congregaba a gran número de sanatorios, tanto de organismos estales como de distintos sectores sindicales, militares o culturales.

De hecho, según nos relataron, la ciudad era una especie de capital de la salud de ese enorme país. Los carteles publicitarios que en la Unión Soviética sólo existían para anuncios estales o partidarios, tenían en Sochi una excepción: los grandes paneles mostraban dibujos o caricaturas contra el hábito de fumar. Prácticamente no era posible caminar por más de ocho o diez cuadras sin chocar con uno de esos enormes carteles que, en esa época que era fumador, los sentía intimidantes.
El sanatorio Lenin era un imponente edificio de los años cincuenta con amplios ambientes. Salones de distinto tamaño para reuniones, un gran comedor, habitaciones con juegos de mesa, una sección con varios consultorios de odontología, gimnasio, etc. También había amplias terrazas. En el segundo y tercer piso estaban situadas las habitaciones en la parte de atrás de la edificación y, por lo tanto, con una magnífica vista del mar Negro al cual se llegaba bajando unas amplias escaleras que, con dos o tres áreas de descanso con cómodas bancas y alguna incluso con una especie de pequeño anfiteatro, terminaban a la orilla de la playa.   Había también un ascensor que bajaba a la playa por un hueco dentro de las piedras, al final del cual había un largo pasadizo que llevaba al mar…

Pero antes de poder mirar el mar con tranquilidad, después de haber tenido unos minutos para dejar nuestras maletas, pasamos por un departamento médico que básicamente servía –en base a las cartillas entregadas en Moscú- para programar  ejercicios de fisioterapia, sesiones odontológicas y el tipo de “coctel de oxígeno” que se recomendaba aspirar, que hasta donde recuerdo era una especie de inhalaciones de distintas hierbas medicinales.
La rutina diaria en el sanatorio, que se llamaba Lenin,  era más o menos así: desayuno, visita al dentista, playa, almuerzo, paseo en buses por algún lugar de interés de la ciudad o sus afueras, playa, comida, a veces un espectáculo después. Aunque nuestra delegación era de tres personas, había algunas de diez o doce personas. Allí nos encontramos con dirigentes de variada procedencia y en los paseos en buses pudimos conversar con algunos como con unos españoles –catalanes, aclaraban ellos- que en esos momentos aun estaban en los primeros años de la transición luego de la muerte de Francisco Franco. Por afinidades tabaquistas durante cuatro o cinco días coincidí con un dirigente irlandés quien –luego de descubrir que yo era tan fumador como él- se encargaba de averiguar cuántos minutos teníamos en cada parada del bus para bajar y poder fumar tranquilamente nuestros cigarrillos.

HA LLEGADO UN GRUPO GRANDE Y CREO QUE SON MARICONES…
Era normal que en hall de entrada al sanatorio uno viera un grupo de recién bajados del bus que los había traído del aeropuerto, así como también grupos listos para retirarse. Un día después de regresar de algún paseo me metí a leer a mi cuarto y al poco rato tocaron la puerta. Era Arturo quien pasó a mi habitación y me dijo que no cerrara ya que le había pasado la voz a Álvaro para conversar. Reunidos los tres, miramos con curiosidad a Arturo, ya que estaba con cara de tener una primicia. Nos miró y con voz baja nos dijo: Acaban de llegar un montón de chinos y buena parte son maricones… Y ante nuestra tácita pregunta, Arturo añadió: he visto como varios se agarraban las caderas.

Salimos de mi habitación y no encontramos a ningún chino en los alrededores, ni tampoco mientras paseamos un rato por las afueras. A las 7 de la tarde –considerando que en esa época oscurecía mucho después- nos dirigimos al comedor y mientras comíamos no encontramos a ninguno de los descubiertos por Arturo.
Ese día estaba programado un concierto y aunque yo prefería leer a escuchar música salimos un rato a la terraza y de pronto Arturo nos hizo una seña. Parados en silencio escuchando el concierto había unos 20 orientales bastante jóvenes la mayoría de ellos tomándose entre sí por las caderas o de los glúteos… Los tres nos seguimos de largo y poco después buscamos a nuestro traductor que en esos días en Sochi pasaba muchas horas jugando ajedrez y le preguntamos en tono casi despreocupado de dónde era un grupo de asiáticos que habían llegado esa tarde. Me parece que vietnamitas fue la respuesta de Afanasiev. En ese momento Arturo le preguntó directamente si no los había visto algo raros. ¿Raros? nos preguntó y Arturo le dijo si acaso no se había dado cuenta como se agarraban. Afanasiev se rió y nos dijo que en algunos países –como en el Perú tuvimos que aceptar- era normal que caminando en grupo los jóvenes pasaran el brazo sobre los hombros de sus compañeros. Es algo equivalente en algunas regiones asiáticas nos dijo.

Aunque la explicación la entendimos los tres, Arturo siguió mirando sospechosamente a los jóvenes orientales cuando se cruzaba con algunos de ellos…
CUANDO EL CIGARRILLO ES DE UTILIDAD

En ese viaje no sería la última sorpresa de Arturo con costumbres de otras culturas. Después de pasar una semana en el balneario viajamos a Kishenet, capital de la entonces república soviética de Moldavia, prácticamente sólo a dormir ya que al día siguiente viajamos a hacer un recorrido relámpago por Beltsy, la segunda ciudad del país y luego dirigirnos a visitar un koljós en Edintsy. Los koljós eran una especie de cooperativa agraria a diferencia de los sovjós  que eran predios rurales de propiedad estatal.

En Edintsy, al momento de terminar nuestra visita a las distintas zonas e instalaciones agrícolas fuimos a la sede del partido comunista de la localidad, cuya secretaria general era una rolliza mujer de unos cuarenta años y una amplia sonrisa llamada Leonida que nos informó de las características de la organización partidaria, las metas de producción previstas para el agro en su distrito y otros datos que consideraba nos podían interesar. Terminada la reunión nos dirigimos a un pequeño y  acogedor restaurante donde se sirvió comida sencilla y bastante vodka. La charla –siempre con la ayuda de nuestro traductor- se tornó animada cuando los dirigentes locales comenzaron a hablar en moldavo y no en ruso y nosotros caímos en cuenta que era un idioma latino –en realidad una variante del rumano- y que algunas palabras tenían parentesco lejano con el español…
Poco antes de terminar la comida, noté algunos movimientos extraños entre los colaboradores que acompañaban a Leonida y mirando hacia  fuera del restaurante vi que estaban metiendo una mesa, unos bancos y una caja con botellas y vasos en una camioneta que partió con uno de los colaboradores.

Al terminar la comida cuando iniciamos palabras de agradecimiento y despedida de nuestra parte, la sonriente dirigente nos pidió amablemente que las posterguemos ya que nos despediría en la afueras de su ciudad en el límite distrital hasta donde nos acompañaría. Salimos del restaurante nosotros en el vehículo que nos desplazábamos desde esa mañana y ella en una camioneta. Después de unos 15 ó 20 minutos llegamos a un punto del camino donde esperaba la camioneta que había visto partir antes. A su lado estaba la mesa sobre la cual había una tres o cuatro botellas de vodka.
Bajamos todos, yo con un cigarrillo prendido. Nos acercamos a hacer un último brindis, hubo intercambio de palabras en castellano, moldavo y ruso que Afanasiev se afanaba en traducir. Yo acabé el cigarrillo y antes de terminar de apagarlo pisándolo en la tierra prendí otro. Dirigí unas pocas palabras de agradecimiento y brindé con todos siempre con un cigarrillo en la boca. Luego Leonida tomó la palabra, Afanasiev la traducía, mientras  todos la escuchábamos y yo fumaba. El discurso considerando la traducción duró como quince minutos. En ese lapso prendí tres o cuatros cigarrillos más. Arturo me dijo en voz baja que estaba fumando demasiado y que dejara de prender tantos. Es que no tengo un puro o habano, le repliqué. Y ante su cara de extrañeza le dije: “después te explico”. Terminado el discurso comenzaron los abrazos de despedida de la manera rusa y aparentemente también moldava. Arturo fue abrazado y besuqueado en la boca por Leonida y tres o cuatro moldavos, Álvaro logró evitar algunos de los besos y a mí con cigarrillo en la boca sólo se limitaron a abrazarme. Pero el solo abrazo ya lograba que se sintiera el olor a vodka, considerando que todos ellos habían tomado dos o tres vasos por cada uno de los que nosotros tomábamos. Aunque no tenía por qué saberlo aun, unos seis años después tendría que buscar también alguna fórmula para evitar estar agarrado de la mano con dirigentes árabes (Ver crónica “Vergüenza y sorpresas en Iraq” del 20 de abril de 2013)

Subidos en nuestra camioneta salimos cerca de la 11 de la noche a la sede de un sovjós  donde dormiríamos para hacer una visita al día siguiente, Arturo se pasó varios minutos refregándose la boca y luego me preguntó qué había querido decir con eso de que no tenía un puro o habano. Es que en ese caso sólo hubiese necesitado prenderlo una vez le contesté. Y añadí: hace algunos años leí que Fidel Castro cuando visitó la URSS se pasaba todo el tiempo con un habano prendido en la boca y que por eso nadie lo pudo besar en los labios. Arturo se carcajeó y me dijo: la próxima vez que sospeches una despedida así invítame un cigarrillo aunque hace ya varios meses que dejé el vicio, mientras volvía a refregarse la boca…

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