En julio de 1981 presidí una delegación del
Partido Socialista Revolucionario que viajó a la ahora inexistente Unión de
Repúblicas Socialistas Soviéticas invitada por el Partido Comunista de ese
país. La invitación era la continuación de una práctica que había iniciado años
atrás ese partido de acercarse a partidos no comunistas, entre ellos a varios
partidos socialistas latinoamericanos. Años antes, los amigos de dos partidos
chilenos el Partido Socialista y el Movimiento de Acción Política Unitaria
Obrero Campesino, MAPU-OC, me habían comentado que la primera etapa de
establecer relaciones inter partidarias lo constituía una invitación a dos o
tres dirigentes a un viaje de unos 20 ó 25 días que incluía visitas a Moscú y
otras ciudades, unos días de descanso en un balneario en el Mar Negro e incluso
un chequeo médico.
La delegación partidaria la integrábamos el
general Arturo Valdés, el médico Álvaro Vidal, integrantes todos de la Dirección
Nacional del PSR y yo. De la forma cómo fuimos recibimos y las particularidades
del hotel partidario en Moscú ya he hablado hace unos meses (ver crónica "Moscú: no sólo los tres hoteles fueron distintos" del 26 de noviembre de 2013). En esta ocasión
quiero relatar algunos episodios que grafican cómo las costumbres de otros
países nos confunden e incluso nos pueden dar impresiones muy distintas a la
realidad.
¿EN QUÉ SANATORIO NOS QUIEREN INTERNAR?
Llegamos en la noche del 10 de julio y en los
primeros tres o cuatro días hicimos diversos paseos por la ciudad y visitas al
museo panorámico Borodin, una enorme exposición llamada Logros soviéticos, la
altísima torre de televisión, la imponente Plaza Roja y el mausoleo del
Kremlin. Pero nuestra primera actividad, en la mañana siguiente a nuestro
arribo fue pasar por exámenes de
diversos tipos en la clínica del Comité Central, que al igual que el hotel
donde estábamos alojados no tenía ningún tipo de signo distintivo para poder
ser identificada por quienes pasaran por las afueras de la edificación. Tuvimos
en los siguientes días otra visita para completar exámenes médicos. Felizmente
ninguno de los tres tuvo ningún problema mayor y al final del chequeo a cada uno se nos dio
una especie de cartilla. Se nos dijo – a través del traductor- que la entregáramos
en el sanatorio del Mar Negro al que iríamos en los días siguientes.
Esta última información nos preocupó, ya que
además del chequeo médico sabía que tendríamos un par de semanas de descanso,
pero nadie nos había indicado que nos internarían en un sanatorio. Al
interrogar a Afanasiev, nuestro traductor, se disiparon nuestras preocupaciones
ya que nos aclaró lo que para ellos era sanatorio. En realidad era un hotel de
descanso, con algunos servicios médicos de carácter ambulatorio como el de
odontología o de fisioterapia, además con posibilidad de servir comidas
especiales en el caso que algunos de los huéspedes la necesitaran.
Por cierto que una de las primeras noches
estuvimos en una función de ballet y una mañana visitamos el mausoleo de Lenin,
que al igual que la primera vez que estuve en la capital soviética siempre
tenía grandes filas de personas que avanzaban compungidas para pasar frente a
la urna que conservaba el cuerpo del fundador del Estado soviético.
DESCANSANDO EN UNA CIUDAD SANA
Cuando llegamos a Sochi el 15 de julio nos
encontramos que era una ciudad que, por estar al borde del mar Negro y por su
buen clima, congregaba a gran número de sanatorios, tanto de organismos estales
como de distintos sectores sindicales, militares o culturales.
De hecho, según nos relataron, la ciudad era
una especie de capital de la salud de ese enorme país. Los carteles
publicitarios que en la Unión Soviética sólo existían para anuncios estales o
partidarios, tenían en Sochi una excepción: los grandes paneles mostraban
dibujos o caricaturas contra el hábito de fumar. Prácticamente no era posible
caminar por más de ocho o diez cuadras sin chocar con uno de esos enormes
carteles que, en esa época que era fumador, los sentía intimidantes.
El sanatorio Lenin era un imponente edificio
de los años cincuenta con amplios ambientes. Salones de distinto tamaño para
reuniones, un gran comedor, habitaciones con juegos de mesa, una sección con
varios consultorios de odontología, gimnasio, etc. También había amplias
terrazas. En el segundo y tercer piso estaban situadas las habitaciones en la
parte de atrás de la edificación y, por lo tanto, con una magnífica vista del
mar Negro
al cual se llegaba bajando unas amplias escaleras que, con dos o tres áreas de
descanso con cómodas bancas y alguna incluso con una especie de pequeño
anfiteatro, terminaban a la orilla de la playa. Había también un ascensor que bajaba a la
playa por un hueco dentro de las piedras, al final del cual había un largo
pasadizo que llevaba al mar…
Pero antes de poder mirar el mar con
tranquilidad, después de haber tenido unos minutos para dejar nuestras maletas,
pasamos por un departamento médico que básicamente servía –en base a las
cartillas entregadas en Moscú- para programar
ejercicios de fisioterapia, sesiones odontológicas y el tipo de “coctel
de oxígeno” que se recomendaba aspirar, que hasta donde recuerdo era una
especie de inhalaciones de distintas hierbas medicinales.
La rutina diaria en el sanatorio, que se
llamaba Lenin, era más o menos así:
desayuno, visita al dentista, playa, almuerzo, paseo en buses por algún lugar
de interés de la ciudad o sus afueras, playa, comida, a veces un espectáculo
después. Aunque nuestra delegación era de tres personas, había algunas de diez
o doce personas. Allí nos encontramos con dirigentes de variada procedencia y
en los paseos en buses pudimos conversar con algunos como con unos españoles
–catalanes, aclaraban ellos- que en esos momentos aun estaban en los primeros
años de la transición luego de la muerte de Francisco Franco. Por afinidades
tabaquistas durante cuatro o cinco días coincidí con un dirigente irlandés quien
–luego de descubrir que yo era tan fumador como él- se encargaba de averiguar
cuántos minutos teníamos en cada parada del bus para bajar y poder fumar
tranquilamente nuestros cigarrillos.
HA LLEGADO UN GRUPO GRANDE Y CREO QUE SON
MARICONES…
Era normal que en hall de entrada al sanatorio
uno viera un grupo de recién bajados del bus que los había traído del
aeropuerto, así como también grupos listos para retirarse. Un día después de
regresar de algún paseo me metí a leer a mi cuarto y al poco rato tocaron la
puerta. Era Arturo quien pasó a mi habitación y me dijo que no cerrara ya que le
había pasado la voz a Álvaro para conversar. Reunidos los tres, miramos con
curiosidad a Arturo, ya que estaba con cara de tener una primicia. Nos miró y
con voz baja nos dijo: Acaban de llegar un montón de chinos y buena parte son
maricones… Y ante nuestra tácita pregunta, Arturo añadió: he visto como varios
se agarraban las caderas.
Salimos de mi habitación y no encontramos a
ningún chino en los alrededores, ni tampoco mientras paseamos un rato por las
afueras. A las 7 de la tarde –considerando que en esa época oscurecía mucho
después- nos dirigimos al comedor y mientras comíamos no encontramos a ninguno
de los descubiertos por Arturo.
Ese día estaba programado un concierto y
aunque yo prefería leer a escuchar música salimos un rato a la terraza y de
pronto Arturo nos hizo una seña. Parados en silencio escuchando el concierto
había unos 20 orientales bastante jóvenes la mayoría de ellos tomándose entre
sí por las caderas o de los glúteos… Los tres nos seguimos de largo y poco
después buscamos a nuestro traductor que en esos días en Sochi pasaba muchas
horas jugando ajedrez y le preguntamos en tono casi despreocupado de dónde era
un grupo de asiáticos que habían llegado esa tarde. Me parece que vietnamitas
fue la respuesta de Afanasiev. En ese momento Arturo le preguntó directamente
si no los había visto algo raros. ¿Raros? nos preguntó y Arturo le dijo si
acaso no se había dado cuenta como se agarraban. Afanasiev se rió y nos dijo
que en algunos países –como en el Perú tuvimos que aceptar- era normal que
caminando en grupo los jóvenes pasaran el brazo sobre los hombros de sus
compañeros. Es algo equivalente en algunas regiones asiáticas nos dijo.
Aunque la explicación la entendimos los tres,
Arturo siguió mirando sospechosamente a los jóvenes orientales cuando se
cruzaba con algunos de ellos…
CUANDO EL CIGARRILLO ES DE UTILIDAD
En ese viaje no sería la última sorpresa de Arturo con
costumbres de otras culturas. Después de pasar una semana en el
balneario viajamos a Kishenet, capital de la entonces república soviética de
Moldavia, prácticamente sólo a dormir ya que al día siguiente viajamos a hacer
un recorrido relámpago por Beltsy, la segunda ciudad del país y luego
dirigirnos a visitar un koljós en Edintsy. Los koljós eran una especie de
cooperativa agraria a diferencia de los sovjós que eran predios rurales de propiedad estatal.
En Edintsy, al momento de terminar nuestra
visita a las distintas zonas e instalaciones agrícolas fuimos a la sede del
partido comunista de la localidad, cuya secretaria general era una rolliza
mujer de unos cuarenta años y una amplia sonrisa llamada Leonida que nos
informó de las características de la organización partidaria, las metas de
producción previstas para el agro en su distrito y otros datos que consideraba
nos podían interesar. Terminada la reunión nos dirigimos a un pequeño y acogedor restaurante donde se sirvió comida
sencilla y bastante vodka. La charla –siempre con la ayuda de nuestro
traductor- se tornó animada cuando los dirigentes locales comenzaron a hablar
en moldavo y no en ruso y nosotros caímos en cuenta que era un idioma latino
–en realidad una variante del rumano- y que algunas palabras tenían parentesco
lejano con el español…
Poco antes de terminar la comida, noté algunos
movimientos extraños entre los colaboradores que acompañaban a Leonida y
mirando hacia fuera del restaurante vi
que estaban metiendo una mesa, unos bancos y una caja con botellas y vasos en
una camioneta que partió con uno de los colaboradores.
Al terminar la comida cuando iniciamos
palabras de agradecimiento y despedida de nuestra parte, la sonriente dirigente
nos pidió amablemente que las posterguemos ya que nos despediría en la afueras
de su ciudad en el límite distrital hasta donde nos acompañaría. Salimos del
restaurante nosotros en el vehículo que nos desplazábamos desde esa mañana y
ella en una camioneta. Después de unos 15 ó 20 minutos llegamos a un punto del
camino donde esperaba la camioneta que había visto partir antes. A su lado
estaba la mesa sobre la cual había una tres o cuatro botellas de vodka.
Bajamos todos, yo con un cigarrillo prendido.
Nos acercamos a hacer un último brindis, hubo intercambio de palabras en
castellano, moldavo y ruso que Afanasiev se afanaba en traducir. Yo acabé el
cigarrillo y antes de terminar de apagarlo pisándolo en la tierra prendí otro. Dirigí
unas pocas palabras de agradecimiento y brindé con todos siempre con un
cigarrillo en la boca. Luego Leonida tomó la palabra, Afanasiev la traducía,
mientras todos la escuchábamos y yo
fumaba. El discurso considerando la traducción duró como quince minutos. En ese
lapso prendí tres o cuatros cigarrillos más. Arturo me dijo en voz baja que
estaba fumando demasiado y que dejara de prender tantos. Es que no tengo un
puro o habano, le repliqué. Y ante su cara de extrañeza le dije: “después te
explico”. Terminado el discurso comenzaron los abrazos de despedida de la
manera rusa y aparentemente también moldava. Arturo fue abrazado y besuqueado
en la boca por Leonida y tres o cuatro moldavos, Álvaro logró evitar algunos de
los besos y a mí con cigarrillo en la boca sólo se limitaron a abrazarme. Pero
el solo abrazo ya lograba que se sintiera el olor a vodka, considerando que
todos ellos habían tomado dos o tres vasos por cada uno de los que nosotros
tomábamos. Aunque no tenía por qué saberlo aun, unos seis años después tendría
que buscar también alguna fórmula para evitar estar agarrado de la mano con
dirigentes árabes (Ver crónica “Vergüenza y sorpresas en Iraq” del 20
de abril de 2013)
Subidos en nuestra camioneta salimos cerca de
la 11 de la noche a la sede de un sovjós donde dormiríamos para hacer una visita al día
siguiente, Arturo se pasó varios minutos refregándose la boca y luego me
preguntó qué había querido decir con eso de que no tenía un puro o habano. Es
que en ese caso sólo hubiese necesitado prenderlo una vez le contesté. Y añadí:
hace algunos años leí que Fidel Castro cuando visitó la URSS se pasaba todo el
tiempo con un habano prendido en la boca y que por eso nadie lo pudo besar en los
labios. Arturo se carcajeó y me dijo: la próxima vez que sospeches una
despedida así invítame un cigarrillo aunque hace ya varios meses que dejé el
vicio, mientras volvía a refregarse la boca…
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