La
reunión recién había comenzado alrededor de las diez de la noche y faltaba una
hora para que se iniciara el toque de queda. No me había equivocado calculando que no
terminaríamos a tiempo. Estaba preocupado por no poder confirmarle que no
llegaría a Ana María, mi esposa, que en esos momentos estaría ya acostada en mi
casa donde mis tres hijos estarían dormidos. No podía mandarle un mensaje o llamarla
al teléfono celular, ya que estábamos en el segundo semestre de 1986 y esos
aparatos no existían.